viernes, 25 de enero de 2019

A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans

Detalle de La Aparición, de Gustave Moreau
Editorial Cátedra
A contrapelo, de  Joris-Karl Huysmans
1era. Ed. en francés 1884. Esta edición 2004. 376 páginas.


Biblia del decadentismo, libro de cabecera de Oscar Wilde, defensa apasionada del esteticismo más perverso y rebelde, golpe mortal contra la moral burguesa, son sólo algunos de los epítetos que alguna vez se han asociado con À Rebours de Joris-Karl Huysmans, palabra del francés que tanto traductores españoles como ingleses, no han logrado acertar con una traducción unívoca, pues a grandes rasgos se revela como una palabra que puede significar algo que va hacia atrás, o al revés de algo, y por eso ha tomado diversos nombres como Against the grain o Contra natura en una traducción de Tusquets, o A contrapelo, que es la traducción tomada para escribir estas impresiones, que sirven como punto de entrada para hablar de una de las novelas más extrañas y polémicas que se gestaron durante el siglo XIX.

¿Por qué la obra de Huysmans  no es tan visible si la ponemos al lado de otros escritores franceses contemporáneos suyos como Maupassant, Flaubert o Zola?  Probablemente porque dentro de sí fluya una fuerza creativa muy divergente a muchos, una fuerza que consistió en una primera etapa con romper los moldes del realismo y del naturalismo imperante, al cual consideraba limitados para capturar el alma humana, y una segunda fase de onirismo y conversión, donde fe y religión son los únicos asideros para no caer en una existencia plana y soporífera. Todo ello redunda en que este autor se encuentre más lejos del gran público y mucho más cerca de los mismos creadores. Podríamos decir que estamos ante uno de los primeros en ser considerado “un escritor para escritores”, pero la fórmula lo simplifica; en su obra hay mucho más que estética, hay una ética y un legado.

Artificios y prótesis mentales

A contrapelo es una novela en la que casi toda la acción se concentra en una casona de Fontenay. La experiencia hace recordar al Walden de Thoreau pero totalmente a la inversa; si el escritor norteamericano relataba su reclusión en una cabaña para celebrar la soledad y las fuerzas dominantes de la naturaleza, el francés inventa a un aristócrata anémico y alucinado llamado Des Esseintes y lo encierra para llevar hasta las últimas consecuencias la celebración del artificio. Ahí donde Walden escribe una crónica que ensalza la soledad y pone de relieve lo salvaje y lo cívico que se alberga dentro de nosotros, A contrapelo intenta darle un nuevo sentido al hombre por medio del artificio: se enaltece el maquillaje, las flores exóticas, las pedrerías, el perfume, el sadismo, las pinturas morbosas, y la misma literatura, caminos todos válidos para romper los hielos de la monotonía y avanzar firmes hacia los abismos paradisíacos.

La novela abre con una nota introductoria en la cual se resume de forma sucinta la vida de Des Esseintes: huérfano, con una gran fortuna heredada y luego dilapidada en el juego y en las mujeres, decide juntar el dinero que le queda y comprarse una casona en Fontenay, un pueblo muy alejado de París. Como el hombre sin atributos de Robert Musil, o como los cortesanos sin norte que describe Proust en sus alambicados salones, el protagonista es alguien que se siente débil y enfermo, un neurasténico que pudiéndolo haberlo hecho todo, abraza el nihilismo y la desesperanza, pero impulsado por la natural preservación que tenemos como mecanismo ante la autodestrucción y el suicidio, emprende la tarea de unificar vida y arte, pensamiento y praxis, experiencia e idea. Para ello pretende reemplazar la naturaleza bajo nuevas coordenadas:
La naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio.


Joris-Karl Huysmans en su estudio
Las anécdotas son mínimas: un conato de viaje a Inglaterra, el afán de pervertir a un menor por los caminos de la delincuencia, el uso de un aparato para regular la digestión, son algunas de las pocas acciones que emprende el personaje; no obstante, todo el libro gira en torno a la búsqueda auténtica de escapar de la vida, para sumergirse de lleno en un mundo simulado por máquinas virtuales, máquinas que la tecnología de aquella época aún no inventa, pero que el protagonista se las ingenia para recrearlas. Así, adorna las paredes con colores determinados según estados anímicos, cuelga de las paredes frescos e ilustraciones sugestivas, ordena su biblioteca de acuerdo a exigentes parámetros, e incluso invierte los horarios que tendría cualquier mortal, para dormir durante el día y permanecer despierto durante las noches. Todo ello demuestra el antiguo afán por el simulacro, noción cada vez menos abstracta en un mundo actual donde los límites entre la vida y las simulaciones se borran, reconfigurándose con los videojuegos, las redes sociales, el cine o la música, por nombrar algunos de los escapismos cotidianos. Para fortuna nuestra, Des Esseintes no convive con esas máquinas, pero profetiza la enferma dependencia que necesitamos con aquellas prótesis mentales.

La pintura, los perfumes y la flora

Con la acción detenida al mínimo —apenas aparecen sirvientes que finalmente actúan como autómatas, pues no piensan ni hablan, sólo obedecen — el discurrir del libro se abre y se cierra entre evocaciones, vivencias estéticas, ensayos sobre pintura, examen a piedras preciosas, diversas reflexiones sobre el mal y la religión, disquisiciones literarias y apuntes biográficos,  creándose así una obra que se eleva por sobre el estatuto convencional de la novela, acercándose más a lo experimental, al artefacto, pero sin dejar de lado los cimentos novelescos: el resultado es un libro delirante y extraño, único, como una oculta joya vibrante y anhelada, que bien vale la pena analizar con detalle.

La principal pugna que intenta explicar de forma reiterada el narrador de A contrapelo, es que la naturaleza ya ha sido trabajada y explorada hasta el cansancio por los artistas: es un camino transitado el cual se debe dinamitar para que entre aire fresco. En este sentido se asemeja mucho al proyecto que llevaría a cabo décadas más tarde el poeta chileno Vicente Huidobro con su creacionismo, donde afirmaba que el deber del artista no es cantar a la rosa, sino que recrearla dentro del poema, dejando de poetizar y cercar a la realidad, para destruirla y crear una nueva. Por eso Des Esseintes nos advierte:
Lo importante es saber cómo hacerlo, saber concentrar su espíritu sobre un único punto, abstraerse lo suficiente para producir la alucinación y poder sustituir la realidad objetiva por la visión imaginaria de esa realidad.
Y como esa simulación debe ser estimulada por medios sensoriales, nada mejor que utilizar la imaginería de ilustradores, pintores y artistas del grabado, pero no cualquiera, sino de  un selecto grupo de exploradores que metieron sus cabezas a mundos regidos por la brutalidad, la belleza y el caos. A contrapelo saca de los márgenes y pone al centro obras plásticas que ya en esos tiempos estaban aisladas, posicionándolas  en un pedestal por diversos méritos, ya sea por el tratamiento hermético y escandaloso sobre temas religiosos o esotéricos, ya sea porque no se ajustaron al sensiblero gusto de las masas burguesas. Se nos menciona el arte sacro del dibujante holandés Jan Luyken (1649-1712), fervoroso protestante que realizó una serie de grabados titulado Persecuciones religiosas, un tratado visual explícito sobre torturas y escarmientos diseñados al amparo del fanatismo religioso: se trata de la obra de un artista obsesionado con la muerte, la laceración de los cuerpos y la crueldad, imágenes que no nacen de un mente afiebrada, sino que tienen correlato con la historia. Pero también le interesa el refinamiento y la imaginación creadora de Gustave Moreau (1826-1898), pintor que escandalizó con sus obras, y que en sus evocaciones unió el misticismo de oriente con el rigor de occidente, tamizado por temas bíblicos, como lo es La Aparición, en la que se nos muestra una Salomé desnuda apuntando a la cabeza cortada y flotante de Juan Bautista, en medio de un palacio irreal y recargado, como sacado de una era perdida y sumergida en los sueños de dioses paganos y asesinos. Otros artistas son analizados y puestos bajo los  expertos ojos del narrador, entre ellos los menos conocidos como Rodolphe Bresdin (1822-1885) u Odilon Redon (1840-1916), o los ya consagrados y conocidos como Rembrandt, El Greco o Goya, llegando a concluir que existe un arte bobalicón y facilista, y otro que necesita una iniciación, un estudio previo para lograr su goce:

La obra que no es rechazada por los imbéciles, y que, al no contentarse con suscitar el auténtico entusiasmo de unos pocos, se convierte, por eso mismo, ante los ojos de los iniciados, en algo contaminado, banal, casi repulsivo.

Detalle de La comedia de la muerte, del citado Rodolphe Bresdin

Pero el verdadero tour de force de la novela, es llevar estas consideraciones estéticas al plano de los perfumes o de las plantas. Así como una esencia puede ser creada de forma industrial y embotellada para su uso masivo, también están los perfumes que son búsquedas de vidas enteras en los lugares más remotos del mundo, todo en pos de generar una fragancia que no sólo esté ahí para disimular el mal olor, sino que también sirva para evocar, sugerir o excitar los sentidos. Y es así como inesperadamente, avanzamos por un libro que se transforma en un receptáculo y sugerencias de olores y sensaciones, dando paso al colorido y variado mundo vegetal, abriéndose a punta de machetazos ante la pura contemplación de plantas carnívoras y frenéticas o rígidas como lanzas apuntando hacia el cielo, abiertas o cerradas como asesinos esperando a su presa, oxidadas, de hielo o flamígeras como creadas por dementes, y todas, desfilando y analizadas según sus colores, la floración de sus hojas, los pétalos y los capullos, la rugosidad y suavidad de su textura, adentrándonos al exótico mundo de las plantas que nos enseña a despreciar a las vulgares rosas o a las calas o girasoles, y en general a toda esa flora que suelen lucir casi todos los jardines del mundo.

La literatura latina y francesa

Si bien existe una delgada línea argumental que va hilando cada capítulo, también es cierto que A contrapelo puede ser leído por separado, pues cada parte entrega de forma autónoma un arco de ideas que se va armonizando con la extraña y anormal situación que se plantea el protagonista. Uno de sus puntos más elevados es la revisión de los clásicos de la literatura latina y francesa. En un momento de la novela, Des Esseintes declara que sólo le interesan los clásicos romanos y la literatura contemporánea francesa, y nada más. Menciona en algún lugar a Dickens, sólo para rescatar sus pincelazos de la vida cotidiana inglesa, pero relativiza su valor por ser pacato en cuanto a pasiones y amores; también recuerda el Barril de amontillado de Edgar Allan Poe, con la intención de evocar la tétrica historia que tiene por fondo la venganza y el horror, sirviéndole como puente para hablar de sus amados y odiados contemporáneos franceses.

El Satiricón de Petronio
El ojo de Joris-Karl Husymans —de mano de su protagonista— es agudo y mordaz; tiene la rara virtud de despreciar a muchos autores por innúmeras razones, y de vindicar a unos pocos por la originalidad que demuestran, aún cuando no se traten de autores populares o avalados por la crítica. El conocimiento que muestra por la literatura clásica romana es impresionante, dándoles con todo a muchos considerados como el baluarte de la Antigüedad: descarta a Séneca por hinchado y pálido, a Julio César por aburrido y jactancioso, a Virgilio lo pulveriza por pomposo y vacío, a Ovidio por discreto y moderado, a Horacio lo trata de payaso y zalamero, a Cicerón de ampuloso y oscuro, y así, van cayendo esos ídolos como títeres descabezados, uno tras otro, hasta llegar a Lucano con La Farsalia, que es donde detiene sus espadazos y garrotazos, dedicándole algunas líneas positivas, para alabar recién de forma portentosa a Petronio y específicamente El Satiricón; ¿qué ve en este autor y particularmente en esta obra? Ve la rotura de las pompas y de las formas, el fin del lenguaje encorsetado y métrico, abriéndose paso a una dimensión en que entra el habla de la calle con toda su sordidez, sin impostaciones; es la mirada de un observador imparcial que no enjuicia, que violando las reglas del siglo de oro de la literatura latina es capaz de crear algo nuevo: es esa frescura y esa pericia por narrar lo que lo seduce, y así avanza hasta lo que se conoce como el periodo de decadencia de la cultura romana, iniciada con la muerte de Augusto,  periodo que paradojalmente coincide con la mayor expansión del imperio en occidente, pero que significó que la literatura perdiera su brillo y su equilibrio al contaminarse con barbarismos y extranjerismos de otras tierras y pueblos indexados a Roma, opinión que para Des Esseintes es precisamente lo contrario; es esta decadencia la que de verdad le seduce, y sus referencias a múltiples autores —muchos desconocidos—, supone un verdadero deleite para quienes busquen adentrarse en una época en la que cuesta encontrar obras reconocibles.

Y así sigue el examen de escritores hasta el fin del imperio, saltándose casi olímpicamente la Edad Media, para llegar a la Francia de fines de siglo XIX, una Francia literaria donde el centro, la verdadera fuerza centrípeta de la cual nacería una nueva estética es detentada por un pequeño núcleo, presidido por Charles Baudelaire, quien se lleva todas las loas, principalmente por su uso atrevido del verso para horadar en las regiones más siniestras del ser, y también por su confección de pequeños poemas en prosa, forma que es considerada como el futuro de una nueva sensibilidad narrativa, al que le siguen de cerca Villiers de L`isle-Adam, destacado por el uso burlesco y siniestro de la palabra en sus cuentos mordaces, Jules Barbey d`Aurevilly, por su catolicismo retorcido donde lo diabólico toma gran fuerza, y Stephan Mallarmé, a quien reconoce el valor de su alta poesía que se adentra en lo más oculto, mirando ahí donde nadie es capaz de posar la mirada. 

Su juicio a la literatura francesa está lejos de ser un capricho; a cada autor lo sopesa con argumentos, y en su análisis intenta no dejar a nadie afuera, considerando incluso a escritores católicos, moderados o ultramontanos, furibundos como un León Bloy o liberal como el Conde de Falloux, y si como exégeta tiene muchos elogios y epítetos para referirse a los que conforman la verdadera avanzada de las letras francesas, no se queda atrás y se mete con los grandes, con Stendhal, Balzac Flaubert,  a los que les reconoce sin duda pericia, pero que por un agotamiento de procedimientos y de técnicas han llegado a la extenuación; son los atletas que durante la maratón más brillo tuvieron, pero que han llegado exhaustos hasta la meta, no dejando tras de sí más que buenas obras, algunas maestras, pero sin dejar un legado renovador que pueda perpetuarse con el tiempo.

La Iglesia Católica

La relación de Huysmans con la religión siempre fue ambigua y ambivalente hasta antes de su conversión al catolicismo. Cuando escribió esta novela, él aún no se convertía, era escéptico, seguidor de las ideas de Schopenhauer, pero ya acá aparece por primera vez su visión, muy particular, de lo que significaba este credo. En este libro se desprenden variadas posturas de la boca de Des Esseintes, que como se demostró con el tiempo, guardaban una estrecha relación con su autor en cuanto a valoraciones y opiniones. El personaje, por un lado, admira a quienes abrazan a estas creencias, pero por otro, le parece que quienes militan en la Iglesia son personas mediocres, comunes y silvestres, que sólo están ahí por la fuerza de la costumbre o por el miedo.

No obstante, en muchos pasajes se nos habla del portento que significa la creación de una institución milenaria, que con luces y sombras, ha preservado de la barbarie todo el legado que tenemos de la antigüedad: sin los monjes copistas, sin la creación de estos receptáculos de la información almacenados en monasterios, la memoria de siglos y siglos habría perecido frente a la hoguera. En un aspecto espiritual llega mucho más lejos, y es la promesa de paz y esperanza por una vida mejor que ésta entrega, principalmente en condiciones donde una existencia limitada puede ser asediada por plagas, enfermedades, desamores y el mismo sonsonete brutal y sinsentido de la vida: no puede negarse, afirma la voz de la novela, que es un milagro que entre tanta negrura y sangre brille una luz que calme a los débiles, menesterosos y enfermos, a los tísicos del espíritu, que gracias a esa iluminación que viene perpetuándose desde la época de los primeros cristianos, les sirva para mantenerse erguidos y de pie, con la frente en alto. 

A contrapelo también analiza el estilo que emplean los escritores católicos franceses, afincados en un lenguaje de raigambre latinista con conceptos e ideas inmutables, las cuales se encuentran en el seno mismo de la Iglesia y de sus prédicas, logrando así que sus mejores estilistas (pocos, Leon Bloy por ejemplo) sean capaces de levantar la pluma con una claridad retórica que en nada tendrían que envidiarle a los escritores laicos, ni siquiera a Rousseau o Voltaire —a quienes considera mediocres— pues esta vertiente mística y espiritual tiene la facilidad para asimilar abstracciones con mucho más claridad que en una lengua no religiosa.

Por último, hay que señalar que la traducción y edición al cuidado de Juan Herrero, convierten al libro en un objeto realmente apetecible: no sólo hay notas introductorias, sino que estas en conjunto conforman un verdadero ensayo que nos ayuda para situarnos mejor en una época tan lejana, que pese a su distancia y sus sinsabores, aún sigue resonando tan actual, tan a la vuelta de la esquina.

viernes, 11 de enero de 2019

La pesadilla de Sergio Alejandro Amira

Visión tras el sermón, de Paul Gauguin

Editorial Pudú
Sweet Dreams, Sergio Alejandro Amira
1era Edición 2018, 250 páginas. 

¿Es real el realismo?

Joris-Karl Huysmans se quejaba en Francia a fines del siglo XIX que los mecanismos del naturalismo, y toda su joyería anclada en el realismo, ya se estaba agotando, y que por lo tanto era necesario indagar en la ficción a través de nuevas formas La novela decimonónica ya estaba dominada y sujeta a esquemas pequeñoburgueses que no hacían más que repetir la misma historia pero con diversos elementos: el cortejo, las nupcias, la infidelidad, el crimen, máscaras de una misma obra que podían adoptar el mozo de cuadra, el marino mercante o el conde arruinado. Algo había que hacer, y así fue como los decadentes (movimiento no programático con el que se asoció la figura de Huysmans) pusieron la primera piedra de algo que se aproximaba, de algo que dejó su constancia telúrica y que arrasó como una bomba atómica los floridos campos de Europa. Aquel impulso redundó en que durante la primera mitad del siglo XX, y sólo en el país galo, se concentrara una pléyade completa de movimientos y artistas que desafiaron las convenciones de la realidad, quedando sus frutos regados por todo el continente. Nombres como Jarry, Proust, Céline, Breton o Roussel, aún estallan y resuenan, y eso fue sólo el comienzo de una larga tirada de escritores coronados por una nueva aura que venía a desafiar las convenciones del realismo.

Algo muy diferente sucedió en Chile. Algo de lo que por suerte supo sustraerse la poesía, pero no la narrativa. Se trata del excesivo peso que ha ejercido el realismo en la balanza creativa, poniendo en primera fila a un grupo de autores que sólo se han contentado con repetir los mismo esquemas narrativos de hace doscientos años, y cuando estos mismos autores han tanteado caminos divergentes, rápidamente han regresado al camino seguro, todo con el fin de no evitar rechazos y frustraciones. ¿Por qué será que en Chile aún se siga valorando la literatura como un medio utilitario o de denuncia? ¿No es posible avocarse sólo al placer estético? Pero no se trata de enarbolar una concepción del arte por el arte mal comprendida; se trata de sacudir a la literatura, desempolvarla y removerla de las mismas formas probadas y gastadas, de terminar con la modorra de provincia y ombliguista,  para abrirse paso hacia lo desconocido, a los infértiles terrenos de la incomodidad, a la selva de los temas que nadie habla o quiere tocar como la violación, el incesto, o la misma ambigüedad que unen la muerte con el sexo. 

Si hubiese existido un Huysmans chileno a fines del siglo XIX (¿pero cuántos  lo leen fuera de Francia en la actualidad?), o si la obra de Juan Emar durante la década de los treinta hubiese despegado, probablemente estaríamos ante otro paisaje literario, uno que no señalase con el dedo a la literatura fantástica tratándola de irreal o evasiva, porque precisamente lo seminal de la literatura fantástica no es evadir la realidad (y si lo hace siempre resulta triunfante, porque como decía Teófilo Cid, es necesario derribar esta asquerosa realidad para ser libres) sino para mostrarnos una realidad aumentada y especulativa en la que caben dentro de sí las variaciones de la historia, los símbolos arquetípicos, el misterio de la creación, el enigma, y por supuesto, los sueños, variables que la literatura realista-convencional, en su misma simpleza y chatura, es incapaz de integrar armoniosamente la disrupción de lo desconocido. 

El centro silencioso y la mágica cortina de humo

Sweet Dreams tiene como centro la voz de un narrador que nos muestra la fisura y  descomposición de su mundo personal, mundo en que ni el trabajo ni el amor han servido como anclajes para evitar el desastre: ¿debo seguir viviendo o mejor apretó el gatillo? El narrador se hace cargo de todas esas fuertes pulsiones autodestructivas mostrándonos que nada tienen que ver con la posición social, el éxito mediático o la ostentación de bienes. De hecho, el narrador-protagonista ha sorteado los principales obstáculos como para lograr conquistar su propio metro cuadrado: está casado, tiene una hija, una mujer bella y adinerada, hogar propio, e incluso es escritor y no le va nada de mal con las ventas.

Mandrake el mago
Como toda novela que se alza por sobre las convencionales, el libro discurre por múltiples carriles en las que las interpretaciones y las lecturas van corriendo dispares al interior de los ríos y las aguas que arrastra la prosa de Amira. No es exagerado decir que la novela se trata nada más y nada menos que de un escritor que ha extraviado el camino y que gran parte de lo que (le) sucede ocurre en su mente; pero lo que ocurre en su mente, las dislocaciones e idas y venidas por distintos recuerdos y fantasmagorías, contaminan e invaden la noción de plenitud y unidad del sujeto narrativo, dejando al descubierto algo que siempre hemos sospechado de los demás, e incluso de nosotros mismos: que no somos más que marionetas ancladas en un escenario de utilería.
La mente es igual a un biocomputador, es un biocomputador que funciona de acuerdo a un programa. Actuamos de acuerdo a nuestra programación, de acuerdo a determinada forma de presentarnos al mundo. Pero debajo de esa programación (…) hay un centro silencioso.
Sweet Dreams es una novela que se torna obsesiva, que está salpicada de referencias a otras obras y artistas, pero a diferencia de esos textos donde sus autores intentan exhibir vulgarmente sus conocimientos librescos, como en un espectáculo de fuegos de artificio, Amira hace lo contrario; agrupa en bosques incendiados diversas líneas de pensamientos y conocimientos dispersos que van siendo hilados y tamizados al son de la trama, acumulación de los días que nos va relatando esa misma voz que cada vez sentimos más cercana, como la de un amigo que a veces nos relata algo importante, y a veces lejana, cuando de repente delira y comienza a discurrir en torno a la soledad, al fracaso, la angustia, la locura y el inexorable paso del tiempo.

Pero Sweet Dreams no es sólo una enciclopedia del mal o del buen gusto estético, porque por fuera y por dentro de las reflexiones de este yo, que se torna cada vez más enigmático, van desfilando sus experiencias en el matrimonio y en el amor, institución y sentimiento socavados por las malas experiencias, emergiendo claro está, la figura de la femme fatale, de la mujer manipuladora y maligna, que absorbe como un parásito al narrador, aparece su hija, con la cual establece una relación de odio-amor incestuosa, y el mismo narrador, que no se nos muestra como un ser angelical o como una víctima de las circunstancias; al contrario, muchas veces se golpea a sí mismo con la misma virulencia con la que golpea a los demás. Y así como el narrador tiene una idea sobre qué podría ser la mente, también tiene más de una sobre qué es el mundo:
Hay pistas en todas partes, pero el creador de este rompecabezas es astuto. Las pistas, aunque a nuestro alrededor, están confundidas entre otras cosas. Y a esas otras cosas, a la incorrecta lectura que hacemos de las pistas, la llamamos mundo. Nuestro mundo es una mágica cortina de humo.
Así como el vidente o el psicótico experimentan que muchas veces se pueden ver las costuras y lo artificioso de la realidad —como en la matrix—, el que ve, también intuye que tras esa realidad ilusoria puede que exista algo más que no necesariamente sea un lugar idílico como el Jardín del Edén, sino que acaso algo intoxicado, enfermo y patológico.

El escritor es el monstruo y el patólogo a la vez

Así como existen pocas obras que buscan explorar el otro lado del espejo, la parte más visceral y monstruoso de nosotros mismos, pocas también tienen como centro las motivaciones y las vivencias de un artista. Ejemplos lo podemos encontrar en la obra de Enrique Vila-Matas, donde mixtura ficción y ensayo literario, o los diarios de Cesare Pavese o Kafka, constataciones de los días y las pesadillas, aunque más próximo a la constelación de Sergio Alejandro Amira encontramos a Philip K Dick (en especial con Valis), o Mircea Cartarescu y su Solenoide, todas novelas teñidas no sólo por la búsqueda de encontrar alguna respuesta entre los cortinajes y las tarimas de lo novelesco, sino que también por las implicancias metafísicas y filosóficas de lo que presupone consagrar una vida a una actividad que no suele entregar réditos, ni económicos ni sociales. Esto es cierto no en el caso de los best-seller, con escritores-fábrica que homologan la actividad literaria a una industria de crear libros, sino que se trata cuando la actividad literaria se transforma en una religión o en una droga, en una manera auténtica de estar solos.

Sergio Alejandro Amira
Pero ese estar solo, lo que discurre entre afirmarse como un yo, con una historia y una memoria, como un alguien desprovisto y desnudo de máscaras, implica asumir una identidad, y la identidad es una constante en la literatura de Amira. Lo que nos sugiere el narrador de Sweet Dreams, es que no sólo es importante y vital el ¿hacia dónde vamos?, sino que hay algo más estricto que se debe desentrañar, y es el ¿quiénes somos?, porque sin identidad no puede haber camino, pues se necesita de una voluntad y un propósito para andar. Es el horror vacui, el miedo a la zombificación, el ir y venir entre las mareas siguiendo los dictados de la moda o apropiándose de frases hechas y slogans como inspiraciones de vida, es el horror a navegar como una carcasa vacía que luego será enterrada y cifrada bajo un número y un código, es el pánico de sentir que al momento de morir darán en el funeral un sentido y lloroso discurso, no para elevar la memoria de un individuo para diferenciarlo para siempre del resto, sino que sólo para aplanarlo, comprimirlo, y terminar aniquilándolo igual que como quedarán los huesos y la carne, presas de la putrefacción y el olvido. No es pues, el miedo a la muerte, sino que es el miedo a no ser nadie, peor aún, es el miedo más íntimo de mirarse al espejo y ratificar que efectivamente no somos nadie porque no sabemos qué somos, de qué estamos compuestos, cuál es nuestro origen, y por qué existen fuerzas secretas que nos atormentan.

En Sweet Dreams no todo es monólogos o digresiones; como en todo universo original, alrededor de la voz principal aparece su hija Agustina y su mujer Mónica, el núcleo familiar y claustrófobico a la vez, pero también discurren por la vida del narrador otros escritores y lectores, que van sucediéndose para constatar diversas teorías sobre el arte y la novela. No obstante, como suele suceder en la realidad, no siempre las conversaciones más explosivas o intelectualmente atrevidas suelen darse entre artistas; puede venir desde una alumna que le pregunta al protagonista por el sentido o sinsentido de leer a Joyce, o la siempre en sospecha y bajo la lupa (y léase con letras de neón y pequeños chispazos) ciencia-ficción, o la posibilidad que sugiere un hombre apodado "Soviet", en la que los escritores ven a la literatura tan sólo como un mecanismo, como una droga para alejarse de los sueños, más letales que la vida misma. ¿Hay que vivir o escribir? La pregunta es tramposa, porque...
No hay que escribir, hay que vivir. Pero la vida es parte de una escritura hermética... ¿Dejar mi pluma para abrazar el fuego blanco? Eso jamás.
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