viernes, 11 de mayo de 2018

El percherón mortal o la revisión del concepto de la originalidad


Editorial Elia Ediciones
El percherón mortal. John Franklin Bardin
Ed. 2012. 203 págs.
Traducción: César Aira

Lo nuevo, la originalidad en la literatura, de pronto no es otra cosa que hacer más notorio algo preexistente, algo que estaba ahí, en miniatura, pero que no lo habíamos notado. El ejercicio de la novedad puedes ser fútil, no sólo porque sea complicado o arriesgado, sino porque generalmente tiene réditos negativos; un texto excesivamente original puede parecer tan aislado, que la búsqueda de símiles puede tornarse tarea imposible para el lector, que sintiéndose rendido ante la extrañeza de lo no comprendido, termina por abandonar o negar lo que se enfrenta. 

De forma primaria, logramos pactar con la ficción gracias al juego de semejanzas, en la que una obra se enlaza a otra, y esta a otra, entonces nos agrada que un autor X tenga un aire a Z, o que su estilo se parezca mucho a K. El análisis de la morfología de los relatos, sobre todo en los cuentos de hadas y en la tradición oral, permite entender por qué existe una lectura que se decodifica con escasas competencias, y otras, las menos, donde toda esa estructura queda trizada o suplantada, provocando que el lector poco entrenado huya o rechace. 

No hay que engañarse con en esto último. El placer literario es un gusto adquirido que requiere entrenamiento: no es un arte automático que pueda ser asimilado por una parte importante de la población como el cine, el teatro, la música o la pintura, formatos abiertos que permiten mayor compenetración pues prescinden del silencio o la soledad que requiere la lectura. Y dentro de la ingente cantidad de lectores existentes, muy pocos trazan caminos alternos a los libros de moda. Pero este no es el tema del post, sino el de la originalidad y sus alcances, a propósito de una novela del olvidado y rescatado John Franklin Bardin

Pero antes, consideremos lo planteado al comienzo: respecto a la originalidad, Borges fue uno de los primeros en notar que un autor original, de forma paradojal, era capaz de crear sus propios precursores.  Tomó el ejemplo de Kafka, y lo llevó al extremo de sugerir que gracias a Kafka, podemos notar lo kafkiano en autores que escribieron antes de la existencia de Kafka, como Leon Bloy, Lord Dunsany o Kierkegaard. Entonces, un autor original sería: a) alguien que ingresa en caminos poco o nada transitados; y b) alguien capaz de revertir el tiempo para introducir un elemento singular en momentos de no existencia. Pero no nos engañemos. La originalidad no siempre es sinónimo de grandeza. Philip K. Dick se quejaba de Virginia Woolf, pues siendo una gran estilista, capaz de narrar situaciones intrincadas, no acertaba con ideas demoledoras que provocaran extrañeza o remezón en los lectores. El caso de Philip K. Dick es emblemático, pues utilizó el engranaje de las novelitas de ciencia-ficción, con temáticas y estructuras probadas en un mercado gigantesco como el norteamericano, para introducir ideas sobre dislocaciones en el tiempo, bioética en torno a las inteligencias artificiales o el carácter irreal o ilusorio de la realidad. Philip K.Dick, nos pese o no a sus lectores, no fue un estilista de pluma afilada, pero siempre lo rescatamos y lo estamos releyendo porque supo tratar temas adelantándose a todos, eludiendo los clichés y los lugares comunes de la ciencia ficción. En suma, podríamos decir que fue un escritor mediocre con grandísimas ideas.

John Franklin Bardin es un ejemplo que ilustra esto último. Se ciñó al policial, pero evitó la tradición inaugurada por Hammett con el hardboiled o la inglesa tradicional del whodunit, para explorar temáticas vestidas con el traje de la novela de misterio y lo folletinesco, elaborando libros en las que su marca personal era dar una vuelta de tuerca en cada capítulo, pero sin la minuciosidad, la ambigüedad y el talento de un Henry James, por poner un caso de alguien que inauguró en la novela una perspectiva inusual de giros sobre giros. 

El percherón mortal es su primera novela, de un ciclo de novelas que se completan con El final de Philip Banter y Al salir del infierno, las cuales giran en torno a lo delictual y la locura. Y de vaya forma. El argumento de El percherón mortal es perfecto, y recuerda al clásico citado por Piglia basándose en los diarios de Chejov: un hombre va al casino, gana un gran premio, llega a su casa de madrugada y se suicida. Lo inverosímil irrumpe de forma fantasmal, provocando una serie de dudas en esta historia ¿por qué se mató si tenía los bolsillos llenos de plata? 

En El percherón ocurre algo similar, pero amplificado. El narrador es un psiquiatra, que un día cualquiera, recibe en su consulta a un hombre atormentado que dice que unos duendes lo están atosigando con pruebas inusuales, como repartir dinero en las calles o silbar cierta melodía. El hombre dice estar abrumado, porque algo así no ocurre en la realidad, por ende presiente con miedo que la locura se estaría apoderando de su mente. La biografía del hombre perturbado es la de un dandy, alguien que ha recibido una cuantiosa herencia, es mujeriego, algo misántropo y tiene todo el tiempo del mundo. Entonces el psiquiatra hace algo inusual con su paciente: viendo la perturbación del mismo por los presuntos hechos, le dice que puede acompañarlo en su jornada, para así descartar que los duendes que lo atormentan sean reales o un mero brote psicótico, es decir, pondrá a prueba el relato imposible.

Con un estilo directo y sencillo, Franklin Bardin abre el camino menos transitado: es verdad que el dandy tiene un duende que le encarga misiones extravagantes, porque él asiste a un bar con su paciente y comprueba cómo un enano le hace una serie de encargos, cuál de todos más extraños. ¿Qué está ocurriendo entonces? ¿El paciente no está loco y los duendes que lo visitan de verdad existen? El psiquiatra se deja envolver por las circunstancias, y sin más, acompaña al hombre perturbado en una nueva misión encomendada por el enano, que no es otra que ir a dejar ¡un caballo! Frente a la habitación de una distinguida señorita. Así lo hacen. Van a dejar el mentado caballo, un percherón, pero al llegar al lugar indicado descubren que la mujer ha sido asesinada. La policía intercede, arresta al dandy, y el psiquiatra acompaña en los trámites al oficial de policía, comprometiendo ayuda para resolver el caso. Pero los hechos sin razón aparente se siguen multiplicando. Una mujer, que dice ser cercana al dandy, acompaña al hombre en los trámites, salen del cuartel de policía escoltados por el psiquiatra, pero el dandy no es el dandy, es otro hombre disfrazado que se hace pasar por el dandy. El psiquiatra los sigue en el delirio y simula no darse cuenta de la suplantación, pensando que esa es la mejor forma de entender lo que está sucediendo. Caminan por las calles de la ciudad, toman el metro, y de forma súbita y sin previo aviso, el psiquiatra es golpeado en la cabeza perdiendo la conciencia. 

Como se dijo desde un comienzo, todo el pulso narrativo, sin mayores alardes de técnica, se centra en ir girando y girando como un cubo de rubik los lados de la novela. El psiquiatra despierta en un psiquiátrico y experimenta un robo de identidad. Descubre que ya no es quien dice ser: fue encontrado como un vagabundo con otro nombre, y todas las coartadas que tiene para afirmar quien dice ser, un psiquiatra serio y de renombre, se desmoronan. Pide que llamen a su consulta, lo hacen, y afirman que no hay nadie atendiendo en esa consulta. Han pasado seis meses desde que él perdió la conciencia y esas lagunas mentales son imposibles de llenar: como carta definitiva, hace que llamen al cuerpo de policías, pero ahí se informa que el psiquiatra ha fallecido: su cuerpo fue encontrado en las riberas de un río. El último recurso del desdichado psiquiatra, tomado ahora por vagabundo, es mirarse al espejo, y no se puede reconocer; está más viejo, tiene canas, la cara arrugada, y sumado a ello, una gran cicatriz le hace deformar el rostro, provocándole temor y asombro. 

La novela sigue el mismo derrotero: el psiquiatra logra rehabilitarse y se va del psiquiátrico, para comenzar una nueva vida en un cafecito de Coney Island, atendiendo tras un mostrador, como un humilde mesero, a los parroquianos que se dejan caer en el establecimiento. Pero los dados ya han sido arrojados, y el misterio será resuelto utilizando todas las armas de la lógica que tiene el narrador desdichado, armando las piezas de este rompecabezas imposible, para llegar a un final que justifica el viaje y que nos hace retrotraer lo que afirmábamos al comienzo: hay escritores buenos, malos y mediocres, pero al margen de aquello, una buena idea, al menos una sola buena, puede hacer que alguien poco dotado no naufrague y consiga asombrarnos. Y eso nos lleva a concluir con alivio que todo no está escrito, que la originalidad está esperando a ser descubierta.

viernes, 4 de mayo de 2018

El amor como viaje imposible: una flor desgajada y tres líneas de francés antiguo



Amor y muerte han danzado como dos serpientes enroscadas desde los comienzos de la humanidad. No puede ser de otra forma; ambas engendran energía y movimiento, fundiéndose en pulsiones de destrucción o de vitalidad, de deseo, venganza o muerte. La literatura, como reflejo de la realidad (¿o cómo la realidad del reflejo?), escenifica el tema amoroso en una serie inagotable de relatos: Adán y Eva y la expulsión del paraíso, la guerra de Troya provocada por el rapto de Paris a Helena, la terrible muerte de Acteón tras contemplar a Diana desnuda, el Cantar de los cantares y la exaltación del amor nupcial, el príncipe Jaufré Rudel muriendo de amor por una condesa a quién sólo conoció de oídas, Dante en el infierno y la conducción de Beatriz hacia el paraíso, la trágica muerte de Ofelia tras el desprecio de Hamlet, el envenenamiento de la desdichada Emma Bovary, y el no menos desdichado y también despreciado Werther, quien por propia mano ultima sus días. 

Considerando esta rápida enumeración sobre el inagotable tema amoroso, podemos aseverar que no existen muchos relatos que aúnen el amor con lo fantástico, a excepción de los antiguos poemas épicos, o el relato macabro El hombre de arena, de E.T.A Hoffmann, en la que un desdichado se enamora de una autómata y aquello lo conduce a la locura. Así, tenemos al amor como venganza, como perdición, como salvación, y en este caso particular, como viaje imposible. No obstante, entrar en una disquisición sobre qué es o no es el amor excede el alcance de este artículo. No obstante, una visión original es la que plasma el filósofo serfardí del siglo XVI, León Hebreo, quien contraviniendo a los griegos, afirmaba que la verdad se correspondía con el amor, y no con la belleza, pues: 

“La belleza sólo busca lo mejor de los medios para expresarse, en cambio el amor es una mano sabia que guía para lograr que el ser llegue a ser”.

Anotación acertada, porque el amor traspasa y supera las condiciones biológicas de apareamiento, pues ¿qué mérito puede haber en sentir atracción por el macho o la hembra alfa de la manada? ¿No hay más amor, como apuntaba Houellebecq, en esa abuela que abandona todo para criar a su nieto, que el mismo acto que engendró a ese pequeño? Si pensamos que en el juego de la seducción existe un teatro carnavalesco con miles de caretas y jugarretas que no hacen más que confundir a los individuos, atándolos a laberintos de hipocresía donde se conjuga el interés por el poder, la posición social o el dinero, el amor (mal confundido con la belleza) queda como un sentimiento pobre y harapiento, una marioneta trágica con sus hilos cortados y sus parlamentos atragantados en la garganta. Pero tras la belleza o la verdad ¿qué tenemos? Probablemente nada más que ilusión, vana esperanza, o un viaje imposible a un lugar inaccesible. 

LA DEMOISELLE D'YS 

El estadounidense Robert W. Chambers fue un escritor que encarna a la perfección el flagelo del éxito temprano y la consagración. Gozó de gran popularidad en su tiempo, fama que probablemente obnubiló su talento, pues en lugar de permitirle desarrollar un camino único o particular, lo empujó a escribir novelas por petición de sus editores, para así satisfacer a la masa lectora y hacer dinero. No obstante, fue Lovecraft quien hizo hincapié en su primera obra El rey de amarillo, conjunto de relatos que marcó a varias generaciones y subsiguientes, el cual aún siendo escrito de forma convencional, sí introdujo algunas novedades, como la aparición de un “narrador desplazado”, el cual enloquecía a medida que iba contando su historia, lo que terminaba por contaminar el relato hasta transformarlo en ilegible, y la idea de un libro que podía volver loco a quien lo leyese, obra dramática que tenía por título precisamente como “El rey de amarillo”, y que se rodeaba de toda una mitología que hablaba de una ciudad ficticia y espectral llamada Carcosa (creada años antes por Ambrose Bierce). La demoiselle d'ys, texto que comentaremos y que figura en la colección citada, abre con el siguiente epígrafe:

"Hay tres cosas que son en exceso/ hermosas para mí, sí, cuanto que no conozco: El águila en el aire; la serpiente en la roca;un barco en medio de la mar; y la presencia de un hombre ante una doncella."

Son pues, un ave, una serpiente, un barco y una mujer, el cuarteto que prefiguran lo que ocurrirá. Un explorador americano ha perdido el camino y se ve de pronto solo en medio de un páramo; sabe que si encuentra el mar podrá regresar hasta una misteriosa isla que lo espera, pero las cosas no resultan así. La irrupción de una joven francesa cetrera (adiestradora de aves rapaces, en este caso un halcón) alimentan la esperanza del viajero; en efecto, él, asombrado por el temple y la figura de la mujer, se deja guiar por ella hasta un viejo castillo. Ahí descubre no sólo que otros halconeros le rinden a ella pleitesía, sino que también hacen gala de un francés antiguo, probablemente medieval, extrañeza que se refuerza por el anticuado mobiliario y las curiosas ropas que usan los habitantes de ese reino. El viajero, espíritu libre y aventurero, representa el reverso de la doncella; mientras él ha recorrido el mundo, ella nunca ha salido de esos idílicos páramos. Él, al poco transcurrir en esa nueva morada, entiende que sus anfitriones han quedado atrapados, aislados durante siglos en una pequeña comunidad que se ha detenido en el tiempo, no mutando su lengua y costumbres, lo que redunda en una candidez conmovedora. El amor surge de forma natural y cursi para nosotros los contemporáneos entre ambos, tomando la forma del antiguo arte de adiestrar halcones, en un contexto que recuerda al paraíso perdido: 

Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. Entonces Jeanne d'Ys cogió mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette

Está el amor, están las aves, la doncella y un mar quieto. Pero falta la serpiente, que aparece intempestiva. cortando de raíz los últimos párrafos del relato. ¿Qué ocurre en el último tramo? No lo diremos, al menos no frontalmente, pero lo conectaremos con el segundo relato, que juntos guardan una poco visible, pero estrecha relación.

TRES LÍNEAS DE FRANCÉS ANTIGUO

Abraham Merritt no gozó de tanta popularidad como Robert W. Chambers, pero sí tuvo grandes momentos literarios que probablemente se fueron disgregando y opacando por su breve producción. En la época en que Merritt publicó sus escritos los cuentos de misterio y fantasía, los denominados weirds tales, contaban con una gruesa base de lectores y publicaciones. Entiéndase que era una época y un contexto en que el talento literario podía estar o no presente en estas publicaciones, leídas a raudales, pero sin ninguna pretensión artística más que la de vender y entretener, y en esas lides, la posta fue tomada con gran maestría por tres escritores: Lovecraft, Robert Howard y Clark Ashton Smith, los narradores que más imaginación y dotes demostraron. En esta constelación de autores costaría mucho brillar por luz propia, y pese a que Merritt cayó bajo el influjo de Lovecraft (homenajéandolo en varios temas y relatos) realizó exploraciones llamativas para el género, como la irrupción de seres provenientes de dimensiones paralelas (temáticas que en la actualidad han sido explotadas hasta el hartazgo pero que en la época era una anomalía), alegatos ecológicos como ocurre con su relato modélico La dama del bosque (que adelanta el espíritu de El hombre del pantano de Alan Moore), y el relato que nos preocupa, Tres líneas de francés antiguo.

El relato es magistral no sólo porque estar bien escrito, sino también porque se adelanta a los mundos simulados de Philip K. Dick, deslizando la idea de que la técnica puede alterar la conciencia para hacerla ingresar a otras realidades. El cuento se inicia directamente con un diálogo confuso, en la que un hombre habla de los horrores de la guerra, y pese a cualquier ética, alaba las bondades que se han podido extraer de ella. Estamos pues —lo sabemos más tarde—, en medio de una conversación entre científicos, quienes han elegido como tema hablar de la sugestión para enarbolar sus más dispares teorías. ¿La sugestión puede desencadenar visiones sobrenaturales?, ¿Y qué relación tiene con la guerra? Engarzando a estas interrogantes, uno de los científicos expone el curioso caso de Peter Laveller, soldado francés que estuvo a punto de morir en las trincheras de la Gran Guerra, pero que sobrevivió y gozando de buena salud, una vez finalizada, volvió nuevamente hasta el lugar en que sucedieron los hechos difíciles de explicar, para morir ahí mismo, como buscando la muerte de forma voluntaria. 

Utilizando el mismo recurso del relato gótico en la que alguien transcribe un manuscrito o escucha una “historia verídica” de la boca de otro personaje, uno de los oyentes de la historia, un tal Abraham Merritt, se ha comprometido a cambiar los nombres para proteger a los verdaderos participantes y relatar lo que ocurrió.  Entonces, sin más, pasa a relatar los tensos momentos de este soldado francés, quien en medio de las metrallas, los bombardeos y el fuego que escupen los obuses, intenta mantener la línea de trinchera fuera del alcance de los enemigos, describiéndose una tierra manchada de sangre por la gran cantidad de hombres caídos y apilados como moscas. El soldado, nos dice el cuento, está agotado por la falta de alimentación y sueño. De pronto, entre medio de la pólvora y las nubes tóxicas, vislumbra un viejo castillo medio en ruinas, el cual alcanza como última esperanza para protegerse en sus ruinosos sótanos. Hasta acá, estamos ante un relato bélico y realista, pero sin previo aviso, se apersonan tres figuras, entre ellos un cirujano. ¿Qué quieren?, se interroga el soldado francés, tratando de entender qué buscan, pero en el esfuerzo se desvanece, y en ese desvanecimiento, pasa a un mundo fantástico: de la pesadilla de la guerra llega a un lugar totalmente opuesto, descrito con abundante vegetación, flora y fauna rebosantes:

Era un mundo absolutamente normal, tal y como debía serlo. Pero recordó que en cierto momento había estado en otro mundo, remoto y muy diferente de este: un mundo lleno de miseria y dolor, de barro manchado de sangre y suciedad (…) un mundo lleno de crueldad. 

Como en el relato anterior, acá también hay un castillo, y también una dama que vive en el; una mujer descrita con profusión de detalles, resaltando su gran belleza. Ella parece no saber qué es Francia, pero se entrega prontamente al soldado y comienza a confortarlo. La señorita Tocquelain —ese es su nombre— lo presenta ante su madre y lo convida a un banquete. Él insiste en su lamentable estado, que por estar en las trincheras está todo sucio con barro, pero ella y su madre le recalcan que no es así, que sólo es una ilusión de su mente la visión lamentable que tiene de sí mismo. 

Como el amor, la felicidad no dura mucho. Entremedio del banquete una visión lo espanta; puede ver la guerra, en forma de escenas fundidas y superpuestas con la cena familiar; las trincheras son reales, los hombres se están muriendo, reflexiona horrorizado el soldado. Él sólo se ha quedado medio dormido y atrapado entre la vigilia y el sueño ¡Necesita despertar rápido o van a morir todos sus compañeros! Grita desesperado. La joven y la madre lo apaciguan y le dicen que el mundo en el que están ya no existe, que están ahí para descansar, que es un lugar en el que van a morar los muertos. El soldado francés les dice que entonces volverá a su mundo, pero antes, pide que le entreguen algo, cualquier cosa, para intentar demostrar a los hombres de las trincheras que tras la muerte no hay infierno ni una oscuridad eterna: que existe un mundo confortable, que ese mundo es la salvación. Entonces la madre le entrega una flor y la joven una carta escrita por su puño y letra. La imagen de las trincheras y del mundo idílico se desvanecen, para dar paso a una sesión en la que un grupo de científicos ha experimentado con él en plan de trance hipnótico. La finalidad no es otra que la de comprobar si alguien cualquiera, recibiendo estímulos específicos, es capaz de alucinar con una realidad paralela inducida.  El soldado francés despierta asustado, relatando lo que ha vivido como algo verdadero, pero cuando se entera de la farsa en la que ha caído (que la doncella es sólo un nombre cualquiera susurrado, que los mismos científicos han puesto en su chaqueta una flor y una carta escrita a mano) entra en un frenesí violento. Entonces ¿si la flor desgajada y la nota escrita que tiene en su poder son falsas… su paso por el otro mundo es igualmente falso? Pero el soldado francés tiene una última prueba, y aquella prueba es la que convierte a este escrito en un cuento memorable, por hacer posible lo imposible.

LA FLOR DEL PARAÍSO

Borges ensaya en La flor de Coleridge una historia de la literatura basada en la asombrosa, pero no del todo imposible, idea de que ésta podría estar siendo elaborada por un mismo espíritu que va acercándose a disimiles autores, de diferentes épocas y espacios geográficos. Ese espíritu no es otro que un mismo tema que va adoptando distintas máscaras. El tema que propone Borges es el del viaje imposible, citando varios casos, como por ejemplo, en el que Wells narra en La máquina del tiempo,  elaborando la idea de un hombre que trae del futuro una flor paradojal, porque aún no existe en el presente. 

Tanto las historias de Robert W. Chambers y de Abraham Merrit acá referidas, se suman a la hipotética antología del viaje imposible. ¿Y cuál es el epítome de ese viaje imposible? Borges lo señala y se desprende de los siguientes versos de Colerdige:

¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar...
tuvieras esa flor en la mano?

viernes, 20 de abril de 2018

Allá Lejos de Joris-Karl Huysmans: horror y fascinación por la Edad Media


Editorial Valdemar
Allá Lejos. Joris-Karl Huysmans.
Ed. 2015. 365 págs.


Cuando pensamos en los grandes autores franceses del siglo XIX, pensamos automáticamente en Balzac y Stendhal como los grandes renovadores de la novela, en poesía aparecen Rimbaud, y Mallarmé, y si tuviéramos que mencionar a los decadentistas pensaríamos rápidamente en Baudelaire o en Lautréamont. El canon se ha cimentado por años y años de lecturas y relecturas: es volátil porque flota en la psicósfera, pero también es rígido, pues se ancla en la materialidad de los libros y en las lecturas que circulan.  

Joris-Karl Huysmans es, por sus temáticas y estilo, un escritor deslumbrante pero fuera del canon. Ya sus contemporáneos, como Oscar Wilde, celebraron su trabajo, siendo elogiado posteriormente por una línea de escritores franceses que va desde Marcel Proust (quien lo alabó por las vigorosas evocaciones de sus personajes), Céline (por su pesimismo) hasta llegar a Houellebecq, quien dijo que “feliz habría sido un gran amigo suyo”, al considerarlo como el escritor misántropo más grande no sólo de su tiempo, sino de la historia. El elogio de Houellebecq no es gratuito. Escribe Huysmans en Là-bas, la obra que nos ocupa —traducida como Allá Lejos según la Valdemar—un cuadro que busca retratar el mundo de los escritores de aquellos años: 

“Los literatos se dividían (…) en dos grupos, el primero, compuesto por burgueses ávidos, y el segundo, por palurdos abominables. En efecto, unos eran los que el público mimaba, corruptos, por lo tanto, pero exitosos; hambrientos de consideración, imitaban a los comerciantes de altura, se deleitaban en las cenas de gala, daban fiestas de etiqueta, no hablaban más que de derechos de autor y de ediciones, hacían sonar el dinero. Los otros se arremolinaban en manada en los bajos fondos. Eran la gentuza de las tabernas, el residuo de las cervecerías. Todos se odiaban, pero se gritaban sus obras, publicaban su genio, rebosaban los bancos, y, atiborrados de cerveza, vomitaban hiel.”

Aquel desencanto por el mundo de la literatura no venía de la mano de un refinado dandi, que ocioso, registrara el vaivén de los espíritus que se amontaban en las tabernas. Huysmans tampoco fue un desarrapado sin ley que estuviera al borde del crimen o de la bancarrota, al revés, fue un pequeñoburgués sin mayor fortuna y sin contactos, un funcionario que trabajaba para el gobierno de turno, y que en sus últimos años se convirtió al catolicismo; no obstante fue un hombre nada pío, que metió el dedo en la llaga de la sociedad de su época, hablándonos de temas molestos y sacrílegos que escandalizaron a sus contemporáneos (y que aún volvería a hacerlo si se le leyera con más atención), aunando satanismo, esoterismo, infidelidad y locura en su celebrada y vilipendiada Allá Lejos.

GILLES DE RAIS: TAN LEJOS, TAN CERCA

Allá lejos no es una novela al uso. Existen dos niveles narrativos que se van entrecruzando y superponiendo, aunque uno está supeditado al otro. La historia principal narra las vicisitudes del escritor Durtal, quien fascinado por el satanismo y el mundo espiritual de la Edad Media, se lanza en una investigación personal para intentar comprobar si es verdad que existen las misas negras, los sacrificios y la adoración por el Mal. Salen en su camino un hombre especialista en campanología, el tañido de las campanas que es mucho más que coger una cuerda y hacerlas sonar, un astrólogo que afirma ser de los reales y no de los charlatanes que tanto pululan,  una mujer fatal que podría estar o no conectada con una secta satánica, y finalmente Des Hermies, un intelectual que actúa como una suerte de espejo o rebote que refracta y expande las inquietudes artísticas y espirituales de Durtal.

La segunda historia que se entrecruza con la principal es la investigación biográfica que hace Durtal sobre el barón de la Edad Media Gilles de Rais, conocido como Barba Azul, quien ha sido considerado como el mayor asesino y criminal de la historia, principalmente por el centenar de niños que ejecutó en misas negras, de las formas más inimaginables y espantosas que Allá Lejos describe con lujo de detalles. Tras relatar la infinidad de maltratos soeces y luctuosas perversiones que comete con los impúberes —que por respeto a la sensibilidad del lector no transcribiré acá—  se describe así a de Rais tras sus asquerosas orgías:
“Los cuerpos que ha masacrado y cuyas cenizas ha hecho tirar en los fosos resucitan en forma de larvas y lo atacan por las partes bajas. Se debate, chapotea en la sangre, se yergue sobresaltado, y encorvado, se arrastra a cuatro patas, como un lobo, hasta el crucifijo, cuyos pies muerde rugiendo.”
Allá Lejos hace gala de una prosa realista que en estas descripciones se revienta con escenas pesadillescas, intentando horadar en el gran misterio de cómo un hombre, un barón que fue compañero de Juana de Arco, un campeón de la cristiandad y de las buenas obras, fue capaz de hundirse en el fondo cenagoso de la miseria, en los más asquerosos pozos de la locura. Y lo que atisba Durtal, es que es necesario adentrarse a la Edad Media para intentar comprender el por qué de estos excesos.

LA VILIPENDIADA EDAD MEDIA

A pesar de que el Medioevo abarca mil años de historia y se suele dividir en Alta y Baja Edad Media, esta siempre se caracteriza en términos generales como una etapa oscura, de pocas luces y muchas tinieblas, periodo ampliamente desprestigiado  en su momento por los humanistas y renacentistas, quienes consideraban el Medioevo apenas como un puente o escollo entre la antigüedad clásica, representada por los griegos y los romanos, y la modernidad, marcada por el sino de la civilización, el desarrollo de la cultura y el arrollador progreso.

Sabemos que el cristianismo primitivo de los primeros siglos después de Cristo, en muy poco se asemeja al culto erigido por la Iglesia Católica durante la Edad Media, y es precisamente en este encuadre de hechos, que la Edad Media sea considerada una época de caballeros andantes repartiendo mazazos a diestra y siniestra, junto a santos enclaustrados al borde del delirio. Gran parte de las formas y del espíritu que aún existen al interior del clero, son herencia directa de la tradición medieval, por lo que no es descabellado afirmar que la Iglesia Católica es la Edad Media, rediviva, punzante, polémica y vigorosa, aun hoy, en nuestros tiempos. No obstante, la mirada de Alla Lejos corresponde a la mirada de un escritor francés de fines del siglo XIX, decadente por ser antimodernista y por despreciar los valores burgueses de su época, quien critica duramente a la iglesia de su tiempo, enarbolando a la Edad Media como una etapa esplendorosa:
“El clero, que a pesar de esos pocos conventos que desolaron los ladridos de la lujuria, las rabias del Satanismo, fue admirable, ¡se arrojó en éxtasis sobrehumanos y alcanzó a Dios! Los santos florecen a través de aquella época, los milagros se multiplican, y, aunque aún es omnipotente, la Iglesia es dulce con los humildes (…) Hoy odia al pobre, y el misticismo agoniza en un clero que frena los pensamientos ardientes y predica la sobriedad del espíritu.” 

HUYSMANS VUELVE DE LA SOMBRA

Toda la tensión de Allá Lejos descansa en si es posible que la antigüedad pueda coexistir con la modernidad. Ritos de sangre, fiestas paganas y sacrificios de la Edad Media han sido muy bien documentados, pero ¿qué pasa en el París de fines del siglo XIX? ¿Existen sociedades secretas que alaban al Demonio? ¿Y quién es ese sacerdote llamado Docre, el que se ha hecho tatuar en los pies la figura de Cristo para pisotearla todo el tiempo y que dicen que envía maleficios a sus contrincantes? Allá Lejos es la inmersión de un hombre en la espiritualidad, y no de manera dulce y despojada de dolor, es un intentar llegar “allá arriba” desde muy abajo, desde muy lejos, de alguien que sabe que tras la monotonía del diario vivir, podría esconderse un conflicto eterno entre dos contrarios irreconciliables.

Pero Alla Lejos es más que eso. Es también la tirria, la rabia que siente Huysmans con su propio tiempo expresada a través de su personaje Durtal; es una rabia contra la falsedad, la hipocresía y la indolencia, contra el clero hipócrita que prefiere las divisas de los ricos y las buenas comidas para llenarse la panza, es también un ajuste de cuentas contra el naturalismo y los movimientos de moda que sólo buscan el objetivismo, el “retratar” la exterioridad y superficie de las cosas pero dejando de lado lo sobrenatural, la oscuridad de lo mágico, la integración de los contrarios en una visión más excelsa y sublime que el reduccionismo de la ciencia, es Allá Lejos la posibilidad cierta de que la Edad Media fue más que un montón de monjes rezando y azotándose en las abadías y grupos de enloquecidos caballeros dándose espadazos, fue la Edad Media, nos propone Huysmans, mucho más que eso, fue una época donde coexistió la libertad con la esclavitud, la magia con la ciencia, la cristiandad con el satanismo, que la alquimia era una forma más metafórica y alegórica de entender la química. 

Huysmans nos dice de la mano de su alter ego Durtal, que es posible acceder a otro mundo, y que:
“Sólo es interesante conocer a los santos, los criminales y los locos; son los únicos cuya conversación puede valer la pena. Las personas con sentido común son necesariamente vanas, porque machacan la eterna antífona de la vida aburrida.”

viernes, 13 de abril de 2018

Kafka: Ilusionista y mutante de la escritura



¿Qué atributos debe tener un escritor para volverse una obsesión y no borrarse de nuestra propia biografía lectora? Me refiero a esos escritores de los que nunca terminamos de aprender, que tras cada relectura van ganando más espesor. No siempre se trata de un asunto de calidad. Autores como Verne, Cortázar o Hesse, se nos van adelgazando. Crecimos y la madurez nos empujó a otros horizontes, a otras lecturas que siguieron ensamblándose y encadenándose a otras, y  aquellos viejos escritores que nos llevaron esas oscuras tardes de lluvia a lugares imposibles, cuando nos enfrentamos de nuevo a sus páginas, algo cambió: hay ternura y nostalgia, como volver a reencontrarnos con los juguetes de nuestra infancia, pero la emoción se agota en sí misma y luego pasamos a otra cosa.

Con Kafka no ocurre lo mismo. Nos hicieron leer —o lo hicimos por cuenta propia— La metamorfosis de Kafka, y la sensación que nos embarga al recordarla siempre es imprecisa: no es la nostalgia, porque la nostalgia requiere completitud y éxtasis, tampoco es amor puro u odio descarnado, porque a menos que seamos masoquistas, nuestras defensas mentales tienden a olvidar o a sublimar a quienes nos lanzaron de cabeza en la sombra. ¿Qué nos queda entonces? Queda la extrañeza, el desasosiego, pero sobre aquellas sensaciones se impone un factor que podría explicar a las anteriores, y abrir las puertas a muchas otras más: el factor sería una suerte de fragmentariedad truncada.  Recordemos el argumento de La metamorfosis: Gregorio Samsa se despierta en su cama como un monstruoso insecto, y de eso no sabemos más. Simplemente se transformó (y por eso aventurar que hubo una metamorfosis es ridículo, porque en el reino animal aquella ocurre como un proceso de ciertas especies, y no de un hombre a animal o viceversa: de esto se desprende que las últimas traducciones del relato sean simplemente La transformación y no La metamorfosis), y con esa incertidumbre, como un puente tejido sobre el abismo, se estructura toda la trama.

En manos de un escritor menos hábil, el mismo argumento habría adquirido un tono más acabado, quizá recurriendo de forma manifiesta a la alegoría, a la simbología y quizás hasta a la moraleja. La grandeza de Kafka, no obstante, reside en que a través de un lenguaje llano y descriptivo, logra contarnos una historia que por sí sola —como si Kafka fuera un hábil prestidigitador— es capaz de transformarse. No es necesario que el lector ponga la lupa o remarque ciertas zonas para percibir la mutación de la historia: como las mejores ficciones, el cuento del insecto hecho humano es orgánico, en el sentido de que no es puro artificio lo que lo sustenta. La explicación de aquello puede residir en que sus relatos no buscan contaminar la realidad trayendo una premisa o un nuevo pensamiento al lector (como por ejemplo 1984 o Farenheit 451), al revés, sus escritos dejan puertas, rendijas, ventanas, pequeños corredores, agujeros, zonas abiertas, para que no sólo entre aire fresco, sino que también el mal aire, la corrupción, la toxicidad de la realidad misma, que irremediablemente se apodera de sus escritos y los empujen hacia otra parte. Las ideas son las que se pliegan a la literatura de Kafka, y no al revés, como ocurre con el resto de casi todos los narradores. A raíz de esto, es ejemplificadora la cantidad de lecturas que puede arrojar la obra antes citada, pero pasa lo mismo con sus relatos largos como El Proceso o El Castillo (¿burocracia estatal? ¿Vaticinio de los futuros totalitarismos? ¿La corrupción en la justicia?), o los relatos brevísimos como Un artista del hambre  o Ante la ley, en las que el texto se resiste a una sola interpretación y puede poner en jaque cualquier intento. Las ficciones de Kafka son ficciones especulares en el sentido más terminal y extremo de la palabra: sus textos no se acaban en sí mismos, sino que desafían al lector a que lectura tras lectura, pueda ir abriendo nuevas interpretaciones, contradictorias y complementarias, jamás reductoras. ¿Cómo logra hacer eso? Intentaremos dilucidarlo.

El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA

No es aventurado suponer que Kafka estuviera preparando una nueva dirección al interior de su escritura. Al final de sus días, a mediados de la década de los 20, ya con una tuberculosis avanzada, es probable que lo embargara la llamada “fiebre del crepúsculo”, una supuesta exaltación en los enfermos, que de la noche a la mañana deliberaban mil proyectos con una fuerza demoníaca —a tal punto, que muchos insensatos de aquellos años pedían enfermarse para tener aquel don—, redundando en que un enfermo a las puertas de la muerte, en vez de entregarse dócilmente, sintiera una repentina mejoría y pensasen que sólo estaban en el comienzo, que aún quedaba mucho por delante.  En ese contexto, recordando que en 1922 James Joyce había puesto patas para arriba a la literatura con la publicación de su Ulises, y Proust había publicado los tres primeros tomos de En busca del tiempo perdido, no es exagerado suponer que el próximo asalto kafkiano era reunir todas sus rasgos escriturales, ya ampliamente desarrollados, para verterlos en una suerte de nueva escritura, llevando hasta las últimas consecuencias lo que podía significar el sinsentido, la alineación y la destrucción del yo.

Es con su último relato del que se tiene constancia, Der Bau (traducido al español de distintas formas, como La construcción, La madriguera, o La obra) en el que asistimos a todo el despliegue kafkiano posible en una narración, que al revés de todo lo realizado anteriormente, se va replegando a sí misma de forma recursiva: a Kafka ya no le interesa disfrazar escenográficamente el abismo y contarnos una anécdota en la que un personaje cualquiera, K, por ejemplo, intenta llegar a Z, pero no puede porque otro personaje o un obstáculo se lo impide. Kafka se deja de ramplonerías y artificios para narrarnos inmediatamente desde el propio abismo, anulando detalles circunstanciales y estrangulando el tiempo narrativo de los hechos que se van relatando, en un grado superlativo de neurosis y paranoia que no es delirante, sino que al revés, usando un tono demencialmente lúcido que asusta.

Der Bau no puede ser más ambigua y exacta a la vez, pues con precisión de cirujano, con un lenguaje seco y llano, desprovisto de todo lirismo, barroquismo y artificio, Kafka nos cuenta el relato no de una caída, sino que "de la caída" misma. El narrador, que es un animal que vive bajo tierra, un roedor indefinible que podría ser un topo, o una comadreja, incluso un monstruo o mutante, detalla milímetro a milímetro cómo es la guarida subterránea en la que vive, hablándonos de su construcción, los túneles de acceso, las entradas falsas, y las galerías subterráneas que van desmontándose bajo tierra. Nos dice:

“Comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción.”

Esta frase coloca y recoloca al lector dentro de la lectura. Literalmente, trata de un roedor que se queja de su poca pericia de la construcción de su madriguera, pero la sorpresa aumenta si trasladamos esa misma carga semántica como confesión explícita del mismo Kafka, quien pareciera estar resumiendo su poética; es como si nos dijera que fracasó porque sus juegos literarios no alcanzaron el esplendor, el reconocimiento en vida que esperaba. No obstante, la resistencia que presenta la obra kafkiana a las interpretaciones, es la principal marca que enarbola. En el  mismo relato nos dice:

“Lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. (…)Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima.”

Es como si Kafka regara sus textos con minas antipersonales, engaños consensuados, explosiones calculadas, caminos que se cierran sobre sí mismos, dejándonos perplejos por los derroteros que ya llevábamos recorrido. Kafka no sólo es un escritor del laberinto (que no laberíntico), de la paradoja y del absurdo, es también un ilusionista y un escritor mutante: es capaz de ponerse al centro de su obra sin que nos demos cuenta, recurriendo también a la perversión de dislocar, alterar genéticamente el flujo o la estructura de textos canónicos, como el Quijote o los bestiarios medievales (La verdad sobre Sancho Panza, Las preocupaciones de un padre de familia o El híbrido,  ilustran lo que menciono). 

Con Der Bau, Kafka demuestra y explora a la perfección todos sus mecanismos. El relato pasa de ser un informe científico, a una confesión culposa y de ahí, a relatar el inminente ataque de enemigos invisibles y los preparativos para esa confrontación, pero todo esto sin perder la unidad, en una sola línea, sin tener que recurrir a pausas o cortes, o recursos narrativos anexos (como la epístola, nota al pie, digresión entre paréntesis, enumeración caótica, cambio de narrador, etc.), generando esas prodigiosas estructuras kafkianas unitarias en las cuales el sentido no se disuelve en medio de una retórica o el mero artificio: la parte engloba  al todo, y el todo engloba a cada parte, de forma fractal.

En Der Bau todo es monólogo, pero el monólogo es en realidad monomanía: el roedor piensa en todas las consecuencias de su actual situación (un presente pesadillesco que nunca se termina) de forma circular y paranoica, elucubrando sobre la construcción que lo alberga y que él mismo realizó, y en la cual ya está hundido y parapetado sin vuelta; podría haber tenido la madriguera otra arquitectura, piensa, mejor o quizá menos deficiente, quizás más grande o más pequeña, esto en función de los enemigos, invisibles porque nunca los ha visto, pero sabe que existen (¿o no existen? Mejor el beneficio de la duda) los cuales podrían apersonarse y destruirlo en cualquier momento, no sabe muy bien desde qué lado, a pesar de que conoce como anillo al dedo todos los alrededores, aunque no hay que dejar afuera cierta logística que incluye previsiones y posibles salidas de emergencia…y sigue y sigue y sigue….

Muchos han visto a Der Bau como un vaticinio sobre los peligros de la civilización y la comodidad enfermiza en que se ha ido encapsulando más y más la humanidad, a tal grado de que viviríamos en la neurosis, más pendientes a las infinitudes de un posible hecho, que a la realidad del presente mismo. ¿Pero de eso se trata finalmente Der Bau? Sí, no. Tal vez. ¿Por qué no podemos, como con casi todos los autores que hemos leído, destripar la obra y decir que finalmente era una metáfora de esto, o la alegoría de esto otro, que tras un texto subyace una ideología (comunismo, feminismo, neoliberalismo, etc.) que queda preclara con tales y tales marcas textuales? ¿Qué hay dentro de la obra de Kafka que tanto nos dificulta un acceso libre y sin trampas? El enigma de lo que realmente quiso o no quiso decirnos con Der Bau (y el resto de su obra) se lo llevó Kafka a la tumba. No obstante, no podemos dejar de sentir cierta extrañeza cuando el narrador de Der Bau nos dice:

“La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior de la construcción misma. (…) El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto.”

Y ese juicio ¿cuál era?.

viernes, 6 de abril de 2018

Thomas Ligotti: el instigador de los límites de la realidad

Editorial Valdemar
La Conspiración contra la raza humana. Thomas Ligotti.
1era Ed. en español 2016. 305 págs.

Ni siquiera el mismo Lovecraft imaginó los alcances de su obra. En su abultada correspondencia, escribía a sus amistades que después de su muerte era seguro que su ficción se extinguiría pronto, cayendo su obra irremediablemente en el olvido. Su pronóstico era realista: sus cuentos circulaban en publicaciones de baja categoría, revistillas pulps que se vendían en kioscos como ocio pasatista, sin mayores pretensiones literarias más que entretener. Pero Lovecraft había tocado una importante nota en el gran diapasón de la literatura de horror: el miedo se había convencionalizado en un folclor que aglutinaba hasta el cansancio apariciones, fantasmas, diablos y brujas ¿podía haber algo diferente que nos provocara horror? La respuesta estaba al alcance de la mano, con la irrupción de Freud, Darwin y Nietzsche, trinidad que barrió de la mesa al yo, a la creación divina y al mismo Dios; el miedo —y esto lo capturó Lovecraft como nadie —podía ser también de tipo cósmico y materialista; ya no vamos a sentir horror por vampiros o momias, vamos a sentir miedo por sentirnos como una mota de polvo en medio de un universo caótico y devorador, apenas un accidente en el gran laboratorio del Cosmos,  una creación burda de dioses amorfos, apenas un parpadeo en la velocidad de la eternidad.

Hablar de terror en el siglo XXI es hablar irremediablemente de Lovecraft, porque fue él, y no Edgar Allan Poe, Hawhtorne, Bierce, Machen o el mismísimo Conde de Lautréamont, los que demarcaron una necesaria línea divisoria entre el romanticismo, el gótico, y la ciencia ficción. Lovecraft fue el que patentó una nueva mirada a esa mecanismo biológico tan antiguo como es el sentir miedo, y todas sus variantes en el plano estético: repugnancia, desesperanza,  temor, asombro ante lo imposible o sagrado (el siempre complicado de traducir a nuestra lengua uncanny), depresión, negatividad o pesimismo.  

Empezamos hablando de Lovecraft porque era necesario sacarlo a colación para hablar de la obra de Thomas Ligotti. Y en este caso de su particular ensayo pseudo-filosófico e investigación sobre el horror, titulado Conspiración contra la especie humana. Muy alejado del efectismo marquetero de Stephen King y su recurrente “pesadilla americana”,  o del malditismo y las descripciones gráficas de Clive Barker —por mencionar a dos contemporáneos suyos— Ligotti entra a la escena literaria de forma marginal, con escasa producción y cortos tirajes, sin dar entrevistas, sin armar una carrera de escritor profesional, exhibiéndose como un simio de feria en los medios masivos para enarbolar un mensaje (ojalá político o tipo defensa de minorías) para aumentar su masa lectora, o más nefasto aún, recurriendo a movidas editoriales para posicionarlo como un éxito de ventas. Ligotti rebasa las etiquetas de lo comercial, precisamente porque su cuentística es un reflejo de Lovecraft, pero aunado y amplificado con la pesadilla de Kafka, las dudas existenciales de Cioran o la erudición borgeana; como la mejor ficción de Lovecraft, sus cuentos giran en torno a hombres que son tragados por sombras, pero también vemos historias de seres apabullados que llegan a ciudades que no tienen sentido y han sido fagocitadas por una burocracia demente; abundan los simulacros humanos como toscas marionetas que cobran vida, o payasos que parecen continuar una tradición perversa y secreta; también nos encontramos con relatos en los que sus personajes devienen en meras figuras rígidas absorbidas por algo fuera de este mundo que no se puede comprender (su cuento La Medusa es modélico, porque relata el progresivo alejamiento social de un hombre obsesionado con el tema de la Medusa, que termina de forma muy acorde a su propia obsesión); su mayor baza, no obstante, radica en la apuesta que realiza sobre el vacío y la inutilidad de la existencia. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué existimos en tanto individuos? ¿Y qué hay sobre la humanidad? ¿Para qué existimos en cuanto colectivo?

LA PESADILLA DE EXISTIR

La religión o la ciencia no son exhaustivas: sabemos que no logran entregar evidencia sobre la razón de nuestra existencia, o al menos estas no son capaces de entregarnos creencias firmes que no puedan ser barridas o desmoronadas con facilidad, ¿qué hacer entonces? Esa es la primera piedra que traza la conspiración contra la raza humana. Dice Ligotti:
“Las falsedades panglosianas congregan a la multitud: las verdades desalentadoras la dispersan. La razón de esto es que lo que nos intimida no es la locura sino la depresión, lo que tememos no es la demencia sino la desmoralización, lo que pone en peligro nuestra cultura de la esperanza no es el trastorno de la mente sino su desilusión. Una epidemia de depresión acallaría todas esas voces que parlotean en nuestras cabezas, deteniendo la vida en seco.”
Pero detengámonos un momento. ¿Cuál es entonces, realmente, la verdadera conspiración contra la raza humana? ¿La aparición de fuerzas tenebrosas que buscan aniquilarnos? ¿El plan de un demiurgo o demonio que busca barrernos de la faz de la existencia? Nada de eso. La conspiración contra la raza humana propuesta por Ligotti es otra, más retorcida y abismante de comprender y asimilar.

No es exagerado afirmar que existen ciertos libros, como ciertas imágenes o situaciones, que estarían mucho mejor fuera de nuestro alcance. Así como hay obras de arte catalizadoras, que cumplen una función acotada para su receptor (entretenimiento, divulgación científica, erotismo, etc.), hay otras que parecen soltarnos ciertas amarras, descolocar algunos mecanismos internos, o dicho sucintamente, trastornarnos, provocarnos insomnio, vértigo hipnótico o incluso brotes psicóticos. La conspiración contra la raza humana no sólo es una obra atípica, que como hemos dicho aúna ensayo, con filosofía y literatura, sino que se cimienta en una idea muy poco sana: la verdadera conspiración contra la raza humana no es un ataque orquestado en contra de ella, sino que es el vitalismo que nos impulsa a reproducirnos y a seguir permaneciendo vivos, colectiva e individualmente, lo que conspira contra nosotros; en verdad debimos haber desaparecido hace milenios (plagas, desastres naturales, enfermedades, guerras, etc.), y no seguir expandiéndonos como un cáncer a través de este universo.  Es decir, que para Ligotti, y otros pensadores que va citando a lo largo de la obra (Mainländer, Weininger, Cioran y en especial Wessel Zapffe, a quien la obra le va dedicada), la humanidad, como toda especie viviente vegetal o animal, por culpa de múltiples obstáculos no ha logrado concluir su ciclo, que no es otro que su extinción total, por mucho que como Borges, citando a Spinoza, afirma que “todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”, fuera de la humanidad no hay esencias ni dictados programáticos, ni nada que pudiera hacernos creer que estamos en A, para llegar a C, no sin antes pasar por B. Es decir, no existiría ningún precepto matemático, divino o metafísico para ordenarnos a que tengamos que reproducirnos.

¿O existe? ¿Exagera acaso Ligotti? Quisiéramos decir que sí, que hay salvación, que detrás de cada tormenta siempre sale el sol, no obstante éste nos apabulla con razonamientos lógicos, filosóficos y biológicos, dinamitando cada atisbo de esperanza en una humanidad mejor, hasta dejarnos en el mejor de los casos, aturdidos y e inermes frente a las convicciones que pudiésemos sostener. Apunta Ligotti:
“Incluso en pleno siglo XXI hay gente que es incapaz de soportar la teoría de Darwin a menos que puedan reconciliarla con su Creador y Su diseño. Perder el apoyo de estos espectros protectores les obligaría moralmente a derrumbarse, como acaso dirían, porque el mundo según lo conocían se desmoronaría entre sus manos paralizadas. Al no estar preparados para afrontar la evidencia, huyen de ella como cualquier soñador huye del horror que le persigue.”
En ningún momento Ligotti nos propone la idea de un suicidio individual o colectivo, tampoco busca erigirse como un paladín de lo nefasto y lo repelente, y menos propugnar por un regreso al nihilismo, más bien lo que hace —y lo hace con una maestría que horroriza— es meternos el miedo en zonas sagradas y altamente ideologizadas que pueblan nuestra mente, preceptos que aprendimos en nuestra más tierna infancia, y que hemos ido asimilando inconscientemente durante nuestro desarrollo y madurez. Ligotti es un terrorista mental. Lo que hace es desmontar todo aquello en que creemos, como si fuera un juguetero siniestro y nosotros nada más que tétricas marionetas creadas sin razón alguna. En este “desmontaje de ideas”, de la mano de Peter Wessel Zapffe utilizando su peculiar ensayo “El Último Mesías”, cuatro serían las principales razones vitales para no desmadrarnos y lanzarnos de cabeza al abismo de la nada; la mera ignorancia, el epicureísmo, la fuerza y el carácter y la misma debilidad. Porque precisamente es la acumulación del conocimiento, y su acumulación sistemática, lo que nos ha ido convirtiendo en una especie cada vez más anciana, y a su vez menos sensible y deslumbrada ante la magia de la existencia.  Ha finalizado nuestra infancia, hemos dejado atrás nuestra adultez, y en nuestra ancianidad, hay cosas que no podemos dejar de obviar. En el fondo hemos salido de la caverna y al parecer lo que hemos visto ahí afuera no guarda mucha proporción con nuestros anhelos.
“Ya hemos soportado torrentes de conocimiento que no debíamos conocer y que sin embargo estábamos condenados a conocer. ¿Pero cuánto más podemos aguantar? ¿Cómo se sentirá la especie humana al saber que no hay una especie humana, que no hay nadie? ¿Sería esto el final del mejor cuento de horror jamás contado? ¿O podría ser la restitución de la forma en que eran las cosas antes de que tuviéramos vida propia?”

UN ARTIFICIO DE HORROR

Podemos no estar de acuerdo con ninguna idea planteada por Ligotti, y aún así, La conspiración contra la especie humana, se yergue como un documento único, una suerte de enciclopedia de la verdadera literatura maldita, estableciendo conexiones entre grandes autores del género, y cuáles han sido sus particulares hallazgos. Desfilan por sus páginas, además de los ya citados, otros autores que si bien no horadaron el tema del terror, sí, se aproximaron al describir la pesadilla del existir, tales como Topor, Tolstói, Kafka, Radcliffe, Zweig, Conrad y otros, agrupados en unidades temáticas como el fanatismo religioso, el culto a la muerte, lo sobrenatural en nuestras vidas, o la constitución del ello y el yo.   

Hay un momento (casi al final) dentro del ensayo en que una voz comienza a colarse, una voz que parece haber poseído al autor de este libro difícil de clasificar. Es como cuando vemos un film o leemos un libro intolerable y vemos acercarse la palabra fin, o detectamos que detrás de todo aquello hay puentes y poleas y artificios que han sido elevados para crear aquello que Colerdige llamó “suspensión de la credulidad”, la ilusión infantil de creer en el cuento de hadas no como una mera ficción, sino como algo mágico y vivo que se despliega ante nuestros ojos. No obstante, al frecuentar la ficción, con el tiempo nos vamos dando cuenta de algo irremediable: es posible que ingentes dosis de realidad se cuelen en aquellas entelequias, y eso nos puede provocar emoción, admiración y sí, un auténtico horror.  Dice Ligotti casi al final de su libro:
“La vida es como un cuento fallido por un desenlace insatisfactorio de los hechos precedentes. No hay apaños retroactivos para los cadáveres en los que nos convertiremos. «Bien está lo que bien acaba», está muy bien a corto plazo. «A largo plazo», como dicen que dijo el economista Maynard Keynes, «todos estamos muertos». Esto no nos conviene como final. Pero no parece que podamos elegir cómo acabarían las cosas para nosotros, o para la gente que todavía no ha nacido.”
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