Editorial Elia Ediciones
El percherón mortal. John Franklin Bardin
Ed. 2012. 203 págs.
Traducción: César Aira
Lo nuevo, la originalidad en la literatura, de pronto no es otra cosa que hacer más notorio algo preexistente, algo que estaba ahí, en miniatura, pero que no lo habíamos notado. El ejercicio de la novedad puedes ser fútil, no sólo porque sea complicado o arriesgado, sino porque generalmente tiene réditos negativos; un texto excesivamente original puede parecer tan aislado, que la búsqueda de símiles puede tornarse tarea imposible para el lector, que sintiéndose rendido ante la extrañeza de lo no comprendido, termina por abandonar o negar lo que se enfrenta.
De forma primaria, logramos pactar con la ficción gracias al juego de semejanzas, en la que una obra se enlaza a otra, y esta a otra, entonces nos agrada que un autor X tenga un aire a Z, o que su estilo se parezca mucho a K. El análisis de la morfología de los relatos, sobre todo en los cuentos de hadas y en la tradición oral, permite entender por qué existe una lectura que se decodifica con escasas competencias, y otras, las menos, donde toda esa estructura queda trizada o suplantada, provocando que el lector poco entrenado huya o rechace.
No hay que engañarse con en esto último. El placer literario es un gusto adquirido que requiere entrenamiento: no es un arte automático que pueda ser asimilado por una parte importante de la población como el cine, el teatro, la música o la pintura, formatos abiertos que permiten mayor compenetración pues prescinden del silencio o la soledad que requiere la lectura. Y dentro de la ingente cantidad de lectores existentes, muy pocos trazan caminos alternos a los libros de moda. Pero este no es el tema del post, sino el de la originalidad y sus alcances, a propósito de una novela del olvidado y rescatado John Franklin Bardin.
Pero antes, consideremos lo planteado al comienzo: respecto a la originalidad, Borges fue uno de los primeros en notar que un autor original, de forma paradojal, era capaz de crear sus propios precursores. Tomó el ejemplo de Kafka, y lo llevó al extremo de sugerir que gracias a Kafka, podemos notar lo kafkiano en autores que escribieron antes de la existencia de Kafka, como Leon Bloy, Lord Dunsany o Kierkegaard. Entonces, un autor original sería: a) alguien que ingresa en caminos poco o nada transitados; y b) alguien capaz de revertir el tiempo para introducir un elemento singular en momentos de no existencia. Pero no nos engañemos. La originalidad no siempre es sinónimo de grandeza. Philip K. Dick se quejaba de Virginia Woolf, pues siendo una gran estilista, capaz de narrar situaciones intrincadas, no acertaba con ideas demoledoras que provocaran extrañeza o remezón en los lectores. El caso de Philip K. Dick es emblemático, pues utilizó el engranaje de las novelitas de ciencia-ficción, con temáticas y estructuras probadas en un mercado gigantesco como el norteamericano, para introducir ideas sobre dislocaciones en el tiempo, bioética en torno a las inteligencias artificiales o el carácter irreal o ilusorio de la realidad. Philip K.Dick, nos pese o no a sus lectores, no fue un estilista de pluma afilada, pero siempre lo rescatamos y lo estamos releyendo porque supo tratar temas adelantándose a todos, eludiendo los clichés y los lugares comunes de la ciencia ficción. En suma, podríamos decir que fue un escritor mediocre con grandísimas ideas.
John Franklin Bardin es un ejemplo que ilustra esto último. Se ciñó al policial, pero evitó la tradición inaugurada por Hammett con el hardboiled o la inglesa tradicional del whodunit, para explorar temáticas vestidas con el traje de la novela de misterio y lo folletinesco, elaborando libros en las que su marca personal era dar una vuelta de tuerca en cada capítulo, pero sin la minuciosidad, la ambigüedad y el talento de un Henry James, por poner un caso de alguien que inauguró en la novela una perspectiva inusual de giros sobre giros.
El percherón mortal es su primera novela, de un ciclo de novelas que se completan con El final de Philip Banter y Al salir del infierno, las cuales giran en torno a lo delictual y la locura. Y de vaya forma. El argumento de El percherón mortal es perfecto, y recuerda al clásico citado por Piglia basándose en los diarios de Chejov: un hombre va al casino, gana un gran premio, llega a su casa de madrugada y se suicida. Lo inverosímil irrumpe de forma fantasmal, provocando una serie de dudas en esta historia ¿por qué se mató si tenía los bolsillos llenos de plata?
En El percherón ocurre algo similar, pero amplificado. El narrador es un psiquiatra, que un día cualquiera, recibe en su consulta a un hombre atormentado que dice que unos duendes lo están atosigando con pruebas inusuales, como repartir dinero en las calles o silbar cierta melodía. El hombre dice estar abrumado, porque algo así no ocurre en la realidad, por ende presiente con miedo que la locura se estaría apoderando de su mente. La biografía del hombre perturbado es la de un dandy, alguien que ha recibido una cuantiosa herencia, es mujeriego, algo misántropo y tiene todo el tiempo del mundo. Entonces el psiquiatra hace algo inusual con su paciente: viendo la perturbación del mismo por los presuntos hechos, le dice que puede acompañarlo en su jornada, para así descartar que los duendes que lo atormentan sean reales o un mero brote psicótico, es decir, pondrá a prueba el relato imposible.
Con un estilo directo y sencillo, Franklin Bardin abre el camino menos transitado: es verdad que el dandy tiene un duende que le encarga misiones extravagantes, porque él asiste a un bar con su paciente y comprueba cómo un enano le hace una serie de encargos, cuál de todos más extraños. ¿Qué está ocurriendo entonces? ¿El paciente no está loco y los duendes que lo visitan de verdad existen? El psiquiatra se deja envolver por las circunstancias, y sin más, acompaña al hombre perturbado en una nueva misión encomendada por el enano, que no es otra que ir a dejar ¡un caballo! Frente a la habitación de una distinguida señorita. Así lo hacen. Van a dejar el mentado caballo, un percherón, pero al llegar al lugar indicado descubren que la mujer ha sido asesinada. La policía intercede, arresta al dandy, y el psiquiatra acompaña en los trámites al oficial de policía, comprometiendo ayuda para resolver el caso. Pero los hechos sin razón aparente se siguen multiplicando. Una mujer, que dice ser cercana al dandy, acompaña al hombre en los trámites, salen del cuartel de policía escoltados por el psiquiatra, pero el dandy no es el dandy, es otro hombre disfrazado que se hace pasar por el dandy. El psiquiatra los sigue en el delirio y simula no darse cuenta de la suplantación, pensando que esa es la mejor forma de entender lo que está sucediendo. Caminan por las calles de la ciudad, toman el metro, y de forma súbita y sin previo aviso, el psiquiatra es golpeado en la cabeza perdiendo la conciencia.
Como se dijo desde un comienzo, todo el pulso narrativo, sin mayores alardes de técnica, se centra en ir girando y girando como un cubo de rubik los lados de la novela. El psiquiatra despierta en un psiquiátrico y experimenta un robo de identidad. Descubre que ya no es quien dice ser: fue encontrado como un vagabundo con otro nombre, y todas las coartadas que tiene para afirmar quien dice ser, un psiquiatra serio y de renombre, se desmoronan. Pide que llamen a su consulta, lo hacen, y afirman que no hay nadie atendiendo en esa consulta. Han pasado seis meses desde que él perdió la conciencia y esas lagunas mentales son imposibles de llenar: como carta definitiva, hace que llamen al cuerpo de policías, pero ahí se informa que el psiquiatra ha fallecido: su cuerpo fue encontrado en las riberas de un río. El último recurso del desdichado psiquiatra, tomado ahora por vagabundo, es mirarse al espejo, y no se puede reconocer; está más viejo, tiene canas, la cara arrugada, y sumado a ello, una gran cicatriz le hace deformar el rostro, provocándole temor y asombro.
La novela sigue el mismo derrotero: el psiquiatra logra rehabilitarse y se va del psiquiátrico, para comenzar una nueva vida en un cafecito de Coney Island, atendiendo tras un mostrador, como un humilde mesero, a los parroquianos que se dejan caer en el establecimiento. Pero los dados ya han sido arrojados, y el misterio será resuelto utilizando todas las armas de la lógica que tiene el narrador desdichado, armando las piezas de este rompecabezas imposible, para llegar a un final que justifica el viaje y que nos hace retrotraer lo que afirmábamos al comienzo: hay escritores buenos, malos y mediocres, pero al margen de aquello, una buena idea, al menos una sola buena, puede hacer que alguien poco dotado no naufrague y consiga asombrarnos. Y eso nos lleva a concluir con alivio que todo no está escrito, que la originalidad está esperando a ser descubierta.