viernes, 9 de noviembre de 2018

Una novela hecha pedazos (y vuelta a armar)


Texto leído en la presentación de Rancor de Daniel Rojas Pachas, el 11 de noviembre de 2018

Fue durante el siglo XIX que la forma de la novela cristalizó con una larga serie de cultores, como Balzac, Dostoievski, Henry James o Herman Melville, lo que se tradujo en las bases que tendrían las novelas de porvenir; se definió su extensión, su cronología, su temperamento, su cercanía con un público burgués, ávido de romances, aventuras y misterios.  Si pudiéramos trazar una línea imaginaria entre aquel siglo XIX y nuestro tiempo, podríamos ver una larga serie de novelas, la mayoría casi, que no han hecho más que repetir, homenajear o parodiar un esquema consolidado. Pero la batalla contra la novela estándar partió desde muy temprano. Si tomamos un libro como Los cantos de Maldoror, publicado originalmente en 1868, ya percibimos, principalmente en el último canto, que la llamada poesía en prosa pasa a convertirse en una especie de novela folletinesca. Por esos mismos años, Joris-Karl Huysmans, en plena efervescencia del naturalismo francés, decía que aquellas obras de lo único que trataban eran del mozo de cuadra enamorado de la campesina, o del señor que cortejaba a la dama de alta alcurnia; estudiar a la sociedad no hacía más que redundar en la superficie del alma humana, como si el fin último de nuestra especie no fuera más que la reproducción biológica.

Desde entonces que han existido novelas que por un lado, siguen avanzando por los rieles del realismo y de sus procedimientos —incluso las novelas fantásticas que siguen utilizando los mismos armazones—y otras que simplemente han dinamitado la estación de tren, incorporando dentro de sí mutaciones o parásitos que redundan en que difícilmente podamos reconocerlas como tales. Es lícito preguntarse: ¿una novela irreconocible, a medio camino entre la ilegibilidad y la incoherencia, puede seguir llamándose novela? Es lo que vamos intentar responder, basándonos en la lectura de Rancor de Daniel Rojas Pachas.

Daniel Rojas Pachas
Raúl Ruiz se quejaba con insistencia respecto al cine de sus contemporáneos; su verdadero conflicto, decía, era la tesis del conflicto central, la cual en pocas palabras no es más que la subyugación de una trama al servicio de un esquema dividido en tres fases: inicio, conflicto y desenlace, siendo el conflicto (o una suma de conflictos) el motor que permite el avance del relato. Trasladado a la literatura, la novela funciona si se supedita a un tiempo cronológico, en el cual todo ocurre en un largo fluir, desde el pasado hacia el presente narrativo.  Pero entonces ¿qué es un libro bien narrado? ¿Es el que repite la luminosidad de estos esquemas, como una brújula que permite que el lector se oriente y no se pierda? Sí, pero hay más horizontes. Rancor va a la contra de esta idea. Se trata un libro chocante, no sólo por los materiales diversos que agrupa (ya nos refreiremos a ellos), sino por la destrucción de las convenciones novelísticas que plantea desde un comienzo. Intentar combatir la dictadura del realismo y del conflicto central no es una lucha nueva. Joyce destruyó el lenguaje con su intraducible Finnegans Wake, pero ya antes Laurence Sterne con su Tristram Shandy fracturó la linealidad del relato, e incluso más atrás, con Don Quijote, donde Cervantes introdujo un juego ficcional al pretender que el libro que teníamos entre las manos no era más que una traducción del español al árabe de un tal Cide Hamete Benengeli, el verdadero autor del libro. Más de cerca, tenemos la narrativa de Thomas Pynchon, dislocada, paranoica, siempre abierta para explorarla y perdernos irremediablemente, o los juegos de Georges Pérec, y citamos una de sus obras más llamativas, como lo es El Secuestro (La disparition) en la cual se omite en todo el libro la letra E, la vocal más utilizada en el idioma galo, estructurando de esta forma una novela que se abre hacia los bordes de la ilegibilidad.

No podemos desconocer que la narrativa durante mucho tiempo quiso imitar a la naturaleza: era lógico, si pensábamos que la escritura, antes de la literatura, era un modo de transmitir conocimiento, pero la percepción de la realidad en el siglo XIX era muy distinta a la de nuestro siglo, tan dispar y distante como el pensamiento del hombre de la Edad Media con el de la Antigüedad. Hay nodos, hay información, hay un cerebro y un montón de algoritmos que procesan datos, sí, siempre los hubo, pero la irrupción del Internet y de otras formas del arte —formas bastardas para los que las desdeñan— como el cómic, el manga, el animé, la pornografía o la confesión escrita u oral de un asesino serial, desestabilizaron todo lo que veníamos entendiendo por realidad, y ello redundó en que se esté escribiendo una literatura ya no interesada en reflejar la realidad, sino que en reflejar el reflejo que tenemos de esa realidad.

Martín Kohan, en uno de sus atentos y excelentes ensayos, supone una tesis muy útil que nos puede ayudar a entender cómo se arman los textos. Existen textos construidos deliberadamente, sabiendo previamente que tendrán una lectura; es la escritura que se mira a sí misma, que se pule y se nutre en función de saber que la están mirando, una escritura exhibicionista, impúdica, y ello abarca desde los estados del Facebook, los blogs, la redacción de un artículo judicial, hasta la última novela que cayó en nuestras manos. Existe en estos textos una intención deliberada por demostrar que se tiene una episteme, un conocimiento previo de lo que se está redactando. Al otro lado de la vereda están los textos espontáneos, íntimos, escritos sin esperar que sean leídos por nadie en particular, textos redactados sobre la marcha, improvisados o dictados desde el más acá o el más allá, como los diarios de vida, las confesiones, las notas suicidas (que por lo general van redactadas al juez o sólo a la familia), la escritura automática, las psicografías, los criptogramas o los apuntes.  Mircea Cartarescu, autor rumano sorprendente no sólo por su literatura sino que por sus ideas, dice al respecto en su novela Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.”

Aquella cita encaja como anillo al dedo con la propuesta de trae Rojas Pachas. Su novela Rancor, que podríamos llamar también como anti-novela o novela en miniatura, o incluso como novela puzle, se abre con un archivo judicial sobre el asesinato de un hombre a su mujer, y todo lo que queda en escena, además del cadáver, es un notebook con dos documentos; el primero es un archivo titulado Y si no hay infierno ¿Dónde está la carne? Y otro archivo, un manuscrito incompleto y lleno de incoherencias, titulado Rancor. Las siguientes páginas podrían ser muchas cosas, he ahí la ambigüedad y la plasticidad que plantea el libro.  Se abandona la narración directa para dar paso a la caída en cascadas de información sobre personas o personajes virtuales, vinculadas en foros o redes sociales o páginas que bien podrían ser retazos de la deep web, aquella porción de la Internet donde se esconden movimientos ilícitos y aberraciones casi inenarrables. No sabemos hacia dónde nos llevará Rancor, y aquella es su principal virtud. En un momento la narración quedará interrumpida para dar paso a tres historietas, que con toda su violencia gráfica y sin sentido, pareciera que están ahí para interrogarnos directamente: ¿por qué todo ese caos y esa sangre y esas crucifixiones? ¿Para qué esos descensos al infierno? Esas historietas, que parecen bosquejos, ideas sueltas, sólo nos prepararán para una nueva escalada en la perversión de la maldad que plantea Rancor. Como en las piezas de un intrincado rompecabezas, no veremos la imagen final hasta completar el trazado que invisiblemente sugiere cada parte.

ilustración realizada por esquizofrénico
En la segunda mitad de libro comienza la apertura de temáticas, tan difíciles de encarar y tratar con profundidad, como lo son la pornografía analizada desde un punto de vista estético y moral, y la existencia de los asesinos seriales. Sobre esto último, las referencias se van cruzando en breves relatos que nos hablan del asesino de Green River, quien mató de forma brutal a más de setenta mujeres según su propia confesión, o la historia Jeffrey Dahmer, caníbal y necrófilo que asesinó a diecisiete  personas, y que con los restos de sus víctimas realizaba rituales difíciles tan sólo de imaginar. Pero la historia de Rancor no transcurre sólo en el ciberespacio o en los Estados Unidos, ocurre también en la mente quebradiza de Ronald Humel, hombre que mantuvo a más de cuarenta perros albergados en su destartalada casa, todos hacinados y enfermos y rabiosos; también la acción ocurre en las calles de Arica con una historia de amor y odio. Si la maldad nace con la supresión hipócrita del gozo, como nos dice Leopoldo María Panero, Rojas Pachas responde con el título de una de las últimas entradas de Rancor: “el orden constituye la supremacía del vicio”.

Ricardo Piglia, siempre preocupado de la forma del relato, nos decía que una manera de poder contar una novela que no fuera a la vieja usanza, es decir con el formato decimonónico de obra cerrada y armoniosa, era barajar múltiples historias en construcción, que hiladas, conformaban un todo. Pero no se trata de agarrar un puñado de relatos y coserlos a la fuerza como un Frankestein defectuoso. En Rancor, las costuras que podrían quedar a la vista, se van borrando a medida que avanzamos en la historia, hasta llegar al último relato, o entrada o epílogo, en la que las partes sueltas, como las de un cuerpo desmembrado, finalmente se unifican. Las historias son como monedas de cambio, las escuchamos en los bares, en las noticas, en las confidencias con el amigo, o las leemos en foros tipo 4 Chan o portalnet. No obstante, el mérito de una obra es encauzar este tráfico enloquecido de historias que se multiplican para fabricar un universo propio, un universo que tenga consistencia, y que como decía Philip K. Dick, no se desmorone con sólo sacar una frase o cambiar una coma. Rancor es la constatación de que la literatura seguirá fluyendo, siempre misteriosa y campante, por los farragosos ríos que nos plantea la realidad.

viernes, 31 de agosto de 2018

Mario Bellatin: escritor de la mutilación y de la ruina



La escritura de Mario Bellatin fue una disrupción clave en algún momento del panorama latinoamericano: frente a la novelas enciclopédicas  y totales,  frente a escrituras que buscaban retratar el sino, las costumbres y el futuro de comunidades, en pleno auge de apuestas metaliterarias que ponían al centro al escritor y sus exégesis, Bellatin optó por el fragmento, retrató el abismo, y su universo de referencias fueron su propia biblioteca mutilada e imaginaria. Como una serpiente que se come la cola a sí misma, su poética parecía surgir de la nada: como si antes o después de la escritura Bellatin sólo existiera un gran vacío.

Pero no nos engañemos.

Mario Bellatin, como los antiguos chamanes, como los magos del cinematógrafo, produce imágenes que no parecen tener relación con el exterior, con la realidad real: su discurso se va hilvanando hacia adentro, siendo capaz de producir su propia magia. Así como los malos libros y las malas películas (aunque deberíamos decir “pobres”) se parecen y se reproducen gracias a la similitud que poseen entre sí, el cine y la literatura con marca de autor exigen una preparación previa de parte de su receptor, un camino recorrido para lograr compenetrarse con las imágenes e ideas que se plantean. Son obras distintas, principalmente porque buscan alejarse de las apuestas probadas, y ello las enmarcaría en la vanguardia. En este sentido, el arte vanguardista es terrorista, porque atenta contra cualquier plan de “cultura popular”. No hay que olvidar que el concepto de vanguardia es recogido de la guerra, donde la vanguardia es la línea de ataque que está cerca de las líneas enemigas, es la avanzada que deja atrás la comodidad y el refugio. Pero aquella es una mirada válida desde la autoridad, desde la serialización industrial, pues fuera de este campo, un arte vanguardista —el arte contemporáneo casi en su totalidad— siempre corre el peligro de volverse exiguo, irrisorio, abiertamente incomprensible, e incluso saturarse y contaminarse con la ideología, como ocurrió con el futurismo o el surrealismo, quedando anulados, apenas una pantomima, una interrogante que no se mira ni a sí misma ni a quienes la observan. Bajo estas premisas, podemos aseverar que la obra de Bellatin es una obra vanguardista.

A veces los libros de Bellatin parecen un capricho.

¿Lo son? Cuando están escritos (llenados) con textos muy breves, o acompañados de ilustraciones, un lector tradicional se podría sentir estafado. ¿Qué es un lector tradicional? Es alguien que busca en los libros una experiencia probada, que la historia le entregue una emoción, que se identifique con un personaje, una trama o líneas de tramas entendibles. En síntesis, busca una arquitectura, un lugar del cual conoce de antemano, pero que espera que éste le depare sorpresas, todo dentro de las mismas reglas que puede entregar y operar un edificio que se levanta y se sustenta en un género o una tradición. En Bellatin no hay nada de eso. La gran arquitectura, la construcción novelística decimonónica, queda hecho pedazos, dando paso a la ruina. 

Pero los libros de Bellatin no son un capricho, están construidos y armados con una mirada escrutadora: no es un experimento dadaísta que busque encajar demencialmente una frase con otra; al contrario, se nota que detrás de cada pieza, suelta y destruida, ha sido ensamblada con una intención. Y los procedimientos que utiliza Bellatin exceden lo meramente literario.

Hay que leer a Bellatín a través del cine, pero no a través de cualquier cine

La mirada cinematográfica es un componente central en la producción artística de Bellatin. Él mismo ha declarado que su interés por el cine no se refuerza por intentar desarrollar una literatura audiovisual (algo que estuvo muy en boga en los 90), sino por utilizar el método del montaje como herramienta compositiva. Y el cine que se respira dentro de la obra de Bellatin no es por cierto el cine industrial y serializado. Es un cine artesanal, de producción manual, y no se entienda que la producción hecha a mano es pobre o parca en recursos. No nos olvidemos que alguna vez existió una fuerte tensión entre la manufactura, versus lo serializado, valorándose con más tesón una cartera o un zapato confeccionados a manos, que hechos por la industria china, por ejemplificar. Aquella comparación del mundo industrial nos puede servir para ilustrar mejor cuál es la diferencia entre un cine seriado y un cine artesanal.

Uno de sus libros —de los muchos que ha publicado—que lleva al extremo el corte, el fragmento, la disolución de la historia, la mutilación, el sadismo y la ruina, es sin duda Retrato de Mussolini con Familia. La historia se cuenta en un puñado de páginas, y luego es recontada (y reconectada) a través de las sugestivas y hermosas ilustraciones de la artista húngara Zsu Szkurka. La economía narrativa es llevada al límite: hay páginas que, como en un haikú, apenas están compuestas por un puñado de líneas.

“Nunca nos va a perdonar”, le / dijo mirándolo a los ojos /mientras se encontraban de /pie al lado de la cuna.

O incluso por una sola:

“Una imagen espectacular.”


Retrato de Mussolini con Familia, es un momento, una escena fragmentada en muchas partes, que nos describen una escena homosexual entre un moribundo y un sacerdote católico. Es una temática que se va tamizando y repitiendo con variaciones en sus otros libros, y a pesar de que puestos unos al lado de otros parecen conformar una sola unidad, es posible entrever algunas series. Esta la serie tradicional, con sus novelas Salón de belleza, Damas Chinas, Poeta Ciego, Flores, Lecciones para una liebre muerta, o Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, apareciendo con fuerza la idea de la manipulación del tiempo, la deformidad o la enfermedad como ethos de los personajes, historias que se van imbricando para componer un corpus de obras que se pueden leer (falsamente) como novelas tradicionales: hay un argumento que podemos articular, se trabajan los detalles circunstanciales, existen elementos reconocibles, como la inclusión de Bruce Lee, Mishima o Akutawaga, los cuales confeccionan un mundo de orientalismos falsos, porque las realidades que abarca Bellatin siempre tienden al encierro y la asfixia: son réplicas en miniatura de otras realidades, pero que terminan de algún modo torciéndose y anulándose. El sufismo, el zen, el minimalismo y el misticismo que se muestran en sus textos son ahistóricos, en el sentido de que no son digresiones o esquemas que busquen situar un conocimiento o una creencia para intentar explicar su desarrollo cultural y espiritual. En las obras de Bellatin no veremos a rabíes, monjes o sacerdotes en actitud teológica, simplemente operan sobre la materia, revelándose epifanías que se relacionan de cerca con los momentos finales en la vida de un personaje.

Bajo esta lógica, la escritura de Bellatin entra en guerra directa contra la novela tradicional, aquella que busca contarlo todo, al grado superlativo de ingresar a la psique de sus personajes. Sus personajes, muy al contrario del realismo, se mueven como sombras chinas, en la ambigüedad, pareciendo ser las ruinas de una construcción mayor: son psiques fragmentadas, desplazadas, apenas gestos que están ahí para escenificar el abismo. La trama de sus libros también se resienten, parecen ser páginas depuradas al grado de hacerlas ver incompletas, apenas conectadas entre sí, mínimas, borrando la anécdota y los detalles circunstanciales que imbricarían el desarrollo de cualquier novela al uso.

Sin embargo, los momentos finales de sus libros toman diversas máscaras: los hermanos divergentes de Bola Negra, en el que uno quiere convertirse en un enorme luchador de sumo y el otro busca extinguirse por medio de la anorexia hasta desaparecer, o la figura del Amante otoñal en Flores, hombre que visita geriátricos porque en realidad esconde una gerontofilia. 

Extremos, extremidades

La mano ausente de Bellatin opera como santo y seña a lo largo de su escritura, en la cual asistiremos a imágenes que van alimentando el centro secreto de su obra: un cerdo amarrado el cual es cercenado y comido lentamente en El gran vidrio, la peluquería devenida en moridero en Salón de belleza, la cabeza parlante que nos cuenta su historia en Biografía ilustrada de Mishima. En Bellatin siempre existe un correlato con la muerte: media vita in morte sumus, la muerte yace en el corazón de nuestra vida -y de sus novelas- y como tal, los ungüentos que la enmascaran, la salud misma, la medicina, el gesto del buen vecino, son solos maquillajes que tapan al verdadero esqueleto.


viernes, 24 de agosto de 2018

El material humano de Rodrigo Rey Rosa

Ed. Anagrama
El material Humano. Rodrigo Rey Rosa.
1era Edición 2009: 181 páginas.

Pintura de Jay Rechsteiner
Rodrigo Rey Rosa nos recuerda  una frase de Borges (citado por Bioy Casares), donde afirma lo monstruoso que puede llegar a ser el destino: basta dar un mal paso, como elegir el camino izquierdo en vez del derecho, para que ello redunde en la muerte. El autor guatemalteco es poseedor de una vasta obra, en la que mixtura lo onírico, con el hiperrealismo y la violencia (destacando Lo que soñó Sebastián y las piezas de cuentos Ningún lugar sagrado y Otro Zoo), teniendo como tema repetitivo su obsesión por la inseguridad y las constantes lucha fratricidas al interior de su natal Guatemala. La peligrosidad que le obsesiona no es gratuita, no se trata de una pose o un manierismo: al revés, se deriva de una experiencia cercana con una Centroamérica turbulenta regada de estados débiles o títeres, situaciones políticas en las que ha predominado los caudillismos, los movimientos populistas y demagógicos y el eterno problema de la segregación e integración indígena. Pero también hay una historia personal: el secuestro de la madre de Rey Rosa cuando éste era joven, su posterior huida hacia el extranjero, y su hasta cierto punto comprensible retorno. 

El material humano es un intento por desentrañar la violencia creciente en Las Antillas. ¿Es la herencia sangrienta del colono? Sí, no, a veces. Es difícil de precisar. La cantidad de negros e indios que se exterminaron durante el proceso de asentamiento y conquista, y los sobrevivientes que fueron quedando como mano esclava o de explotación indirecta, escapan a cualquier estadística. Incluso existiendo un número (las cifras oscilan entre los 800 mil nativos exterminados, hasta los 13 millones y medio, sólo en Centroamérica), la barbarie no puede ser entendida matemáticamente. Tampoco la violencia es patrimonio de alguna etnia o cultura: no olvidar la gran matanza en Haití de 1804, en la cual se asesinó a toda la población blanca, sin considerar que muchos eran criollos, es decir de padres blancos y madres negras, y que por una cuestión genética tuvieron la mala suerte de nacer con la piel blanca.

Fuera de cualquier consideración numérica, basta con imaginarnos un machete, una cabeza rodando, y detrás de la cabeza rodando, un río turbulento y grumoso de sangre, para horrorizarnos. ¿Es tan grande el horror que frente a su poder cualquier voz se puede desplazar a zonas de murmullos, y ese murmullo terminar finalmente en el silencio? ¿Se gana algo con describir el horror? Rey Rosa va más allá, y la interrogante que parece sostener a su libro -que mixtura novela, ensayo y autobiografía- es si se puede hacer justicia visibilizando la memoria escondida, si escarbando en patios ajenos o propios, pueda ser útil que nos encontrarnos de sopetón con la visión del esqueleto apaleado. 

VOLTAIRE

En la página 73 de El material humano, leemos la siguiente cita de Voltaire:

“La necesidad de hablar, la dificultad de no tener nada que decir, y el deseo de tener ingenio son tres cosas capaces de poner en ridículo al hombre más grande”.

Pero, ¿qué tiene que decirnos Rey Rosa en El material humano? Mucho. Y jamás quedando en ridículo. El libro abre con una advertencia, y nos dice que aunque no lo parezca, estamos ante un libro de ficción. No es pues una autobiografía de lleno, pero sí podríamos hablar directamente de una autoficción, que en términos genéricos vendría a poner al narrador como protagonista central de los hechos, y aquel narrador -y este podría ser el truco de magia- coincide con el del autor del libro: sí, es como si el autor se duplicase por medio de un espejo articulado por palabras, pero no se pone en un escenario que busque calcar e imitar la realidad, sino que busca imitar la realidad del reflejo: es decir, utiliza pasajes de hechos que le acontecieron a este autor/narrador, y otros los modifica, los altera o surgen de la vana o elaborada invención. 

Ese es el pacto que se busca establecer con el lector, y se afirma en los hechos centrales de que la vida del narrador coincide con la de su autor (han escrito los mismos libros, tienen un pasado con el escritor Paul Bowles), se narra además el angustiante secuestro de la madre del narrador, no se sabe si por la guerrilla o por agentes del Estado, pero finalmente todo, como las aguas de un río,  apunta a un constructo donde las distintas conexiones que entabla el narrador van convergiendo a través de un archivo, real o fantasma, que contiene un fragmento del pasado violento de Guatemala: es pues, la historia de un libro fallido, la constatación de alguien que intentó algo, pero como no le resultó, lo dejó patentado a través de libretas, cuadernos y hojas adjuntas que testimonian aquel fracaso.

La necesidad de tener algo que decir se expresa en la introducción, y estriba en que su autor solicita a las autoridades el acceso a una serie de archivos desclasificados, todo con el fin de averiguar qué intelectuales y artistas fueron objeto de investigación policíaca. Aquellos papeles, expedientes que suman millones de carpetas, fueron encontrados dentro de un edificio en un sitio denominado como La Isla (un lugar siniestro que albergó un hospital, pero que en realidad  habría operado como centro de tortura), en medio de un recinto policíaco, un depósito de autos chocados y una perrera municipal.  

¿Cómo se puede contar una historia así? ¿Con qué ingenio? No son los muertos los que hablan, son apenas fragmentos descosidos, deshilvanados, de alguien (porque todos los laberintos tienen en su centro a un minotauro), que se encargó de catastrar y de cercar la realidad. Y esa obra son los expedientes del archivo. Ese alguien es el que habla por los que ya no están, los que sin ojos, con las bocas rasgadas, parecería que nos dijeran:

—¡Acá estamos!

Detalle de la portada del libro

Quizás el ingenio nazca de las mismas limitaciones, pues el autor se da cuenta, nada más en llegar hasta el edificio que alberga a esa Biblioteca del Mal, que buscar fichas de intelectuales y artistas conllevaría una tarea titánica de años, tantos como vidas posibles que pudiera vivir un ser humano común y corriente. Entonces ¿Qué hacer?

ZWEIG

En la página 138 de El material humano, leemos la siguiente cita de Stefan Zweig:

“Increíble periodo, ominoso y homicida, en que el Universo se transforma en un lugar peligroso".

El autor que revisa el expediente, consciente de la escasez del tiempo (y de recursos), decide filtrar de forma muy somera el archivo; entonces ahí se produce el hallazgo, la materia humana con la cual elaborará su libro. El material humano, es, en un primer plano, la narración sobre un intento narrativo, la novela sobre cómo armar un proyecto fallido, pero en un plano más profundo es un intento por expurgar del olvido la violenta memoria de Guatemala. Durante casi quince páginas van cayendo como cascadas los nombres de víctimas de la represión, son resúmenes de fichas que incluyen nombres completos, ocupaciones, y las formas en que fueron fichados, ya sea por motivos políticos, algunos tan risibles como “fichado por propalar ideas exóticas”, o surrealistas, como “fichado por practicar la quiromancia”, o “por ejercer el amor libre”.

En algún momento el autor se da cuenta de lo kafkiano de la situación: ingresar a los archivos policiales de actos atentatorios contra la humanidad, cometidos por la autoridad y por algunas facciones guerrilleras, pero también custodiados por la misma autoridad. Sabe que su presencia no es bienvenida, que detrás de las máscaras y los guantes que usan los archiveros se pueden esconder delatores, que a pesar de que operar bajo una lógica investigativa (vamos a ver qué intelectuales fueron investigados), el peso ideológico flota como una nube tóxica que puede cobrar vida y cernirse sobre su cuello. ¿Es realmente una contradicción que la misma autoridad se deje observar desde adentro, desde sus recónditas entrañas, para que ese conocimiento pueda ser usado en su contra? Nada más lejos de la realidad, nada más lejos de la mecánica con la que se rige este mundo.


Rey Rosa recoge una cita que muy bien podría ilustrar el temperamento del mundo:

“No hay contradicciones en nosotros, ni en la naturaleza en general. Lo que hay por todas partes son contrariedades.”

Y en ese caos que es Guatemala, nos dice Rey Rosa, el reguero de sangre corre con la forma de la paranoia: un guerrillero muere ajusticiado por un pelotón de la policía militar, pero luego corre una versión contraria, en verdad ese mismo guerrillero fue asesinado por sus propios camaradas, acusado de traición. No hay bandos que no tengan sus manos manchadas, peor aún, no existen bandos claramente diferenciados como en cualquier contienda civil: da la impresión de que a ciertos inescrupulosos les conviene que la situación continúe, pues han encontrado una manera de lograr lucrar con la miseria humana.

Como en un diario de vida (imposible no pensar en Los diarios de Kafka, cuando no son un ejercicio de estilo, sino que sólo buscan registrar la realidad) los rastros que va dejando su narrador reducen la anécdota a breves pinceladas: no hay descripciones, no hay caracteres desarrollados, pero sí hay sombras, huellas, la historia de Benedicto Tun, el creador del Frankestein que representan los archivos, la situación sentimental del narrador con una mujer que se acerca y que se aleja, el día a día con su hija, sus titubeos, su vida atravesando el proyecto que a cada tramo va echando aguas por todas partes, las opiniones del pasado, tan actuales:unos piden que los indígenas se levanten en armas, otros quieren que se integren como ciudadanos; los menos, que sean eliminados sistemáticamente, como propone el premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco que corre como una mancha de sangre a lo largo del libro.

El tiempo hace variar la opinión de la gente, apunta Rey Rosa citando a Voltaire. Pero ¿existen cosas inamovibles? ¿Cuando, en qué momento se jodió Guatemala? Las patadas, los puños y las balas no se acaban. Es la moneda corriente del país de Rey Rosa, el mismo país del cual busca escapar, pero del que no (se) puede salir, porque probablemente, parafraseando a Enrique Lihn “nunca salió del horroroso Guatemala”.

lunes, 30 de julio de 2018

Quiero la cabeza de sir Arthur Conan Doyle (antología del nuevo policial chileno)

Algunos autores de la antología. De izquierda a derecha: JL Flores, Pablo Rumel,
Beda Estrada, Juan Calamares e Ignacio Fritz
Pocos meses después de conocernos personalmente con Ignacio Fritz, y compartir nuestras lecturas, era irremediable que no saliera a la palestra el nombre de Roberto Bolaño. Quizás a muchos lectores mayores de cuarenta años no les parezca tan importante su gravitación en las letras, y está bien que no les pueda gustar, tampoco somos apóstoles de Bolaño, pero para nosotros, que dábamos nuestros primeros pasos, que teníamos veinte y pocos años, su irrupción significó una ampliación y revisión del campo literario. Bolaño diseccionó el boom latinoamericano, nos habló del espíritu de la ciencia-ficción, y también escribió novelas teñidas de sangre y violencia, novelas que no eran policiales al uso, pero que la figura del investigador —de sus “detectives salvajes“— cobró dimensiones colosales, en particular con su voluminosa y vigorosa 2666 y La parte de los crímenes.  

Bolaño no sólo nos entregó literatura. También nos entregó una moral: nos enseñó que una literatura vigorosa (y esto tuvo que haberlo leído en El Quijote, donde Cervantes mencionaba que el costo de una obra de calidad requería desvelos, fatigas y entuertos) se fortalecía a la intemperie, sin becas, sin academia, casi sin lectores. Recordemos sus palabras cuando compara al escritor no con un detective, sino con un samurái, y en la visión de Bolaño los samuráis no suelen batirse a duelo contra otros samuráis, sino que lo hacen contra un monstruo, generalmente gigantesco, de titanio, de múltiples brazos y cabezas, y este samurái-escritor, que creía en el honor y que tenía sus códigos de lucha, salía a dar la pelea, sabiendo de antemano que perdería. Entonces eso era para él la literatura, se trataba de salir a pelear, aunque el monstruo nos reventara a patadas.

Sergio Alejandro Amira.
Otro autor de la muestra
Eran esas conversaciones que teníamos con Ignacio, en un heladísimo julio de 2017, aunque quizás fue en verano y vestíamos chalas y pantalones cortos, y lo del “heladísimo julio” lo pongo para darle mayor dramatismo. Pero me desvío del tema. Lo que quería contarles era cómo había nacido la idea de hacer una antología policial, y el punto cero fue el nombre de Bolaño. ¿Por qué no inventamos un grupo de escritores desalmados y hacemos la revolución en la literatura chilena? Me propuso Ignacio Fritz, con el fin de tributar a Los detectives salvajes. ¡Estás loco! Le contesté, ya estamos cerca de los cuarenta, y a nuestra edad nos está faltando salvajismo y también tiempo, ya no somos aquellos jóvenes imberbes que fuimos, que veníamos a revolver el gallinero y ponerlo todo patas para arriba. Nos habíamos aburguesado, pero el llamado de la selva seguía persistiendo en algún punto perdido de nuestras psiques.

No obstante la idea quedó flotando. Quizás una de las ambiciones de la literatura sea recrear un tipo de realidad, o al menos el de generar una visión alterna de los hechos cotidianos y estereotipados. Piglia decía que el escritor podía transformarse en un revolucionario si le arrebataba al Estado el “relato”, en el sentido de que el Estado es el órgano que fabrica y produce narrativas que envuelven y amordazan a la realidad.

Le propuse entonces a Ignacio la idea de crear una antología de textos de autores nuevos, y no tan nuevos, algo así como Antología del nuevo cuento chileno, trabajo que pudiese dar cuenta de que existían más escritores que los promovidos y amparados por algunas instituciones privadas o por el mismo Estado, y que la prensa vocifera como si fuesen unos genios. Entonces Ignacio me propuso que el crimen había que perpetrarlo desde el relato policial. Si no podíamos crear un grupo de escritores desalmados que operaran en la realidad, sí podíamos convocarlos en torno a una antología.

Desde un comienzo nos propusimos que esta antología iba a tener dos ejes: el principal, que contuviese relatos de calidad, y el segundo, que sus autores hayan ensayado previamente la escritura de relatos policiales, ya sea como cultores del policial duro y clásico, o bien conociendo los patrones y las reglas del policial, las desdeñaran con textos limítrofes o paródicos, donde la muerte por homicidio o la investigación policial estuvieran presentes.

Con Quiero la cabeza de Sir Arthur Conan Doyle, quisimos entregar un fresco actual con las versiones posibles de un género, ampliamente explotado y trabajado en otras latitudes, pienso en EE.UU, Inglaterra, Japón o Suecia, pero que en Chile a lo largo de los años apenas ha reunido a un decena de escritores, que contra viento y marea han conseguido publicar sus obras y crear un público cautivo. Es importante aclarar que nuestra antología no busca abarcar la totalidad de los autores policiales chilenos, que tienen méritos de sobra para figurar en cualquier muestra, sino la de mostrar el trabajo de escritores que se están abriendo camino; salvo tres o cuatro excepciones que ya tienen proyección internacional, el resto aún lustramos nuestras placas y revólveres.

Alfredo Lewin y Marcelo González en la presentación.
Trabajamos con nuevos y antiguos materiales para construir nuestras narrativas. Edgar Allan Poe es un referente inevitable. Con dos cuentos seminales, de los cuales deriva gran parte de la narrativa policíaca, me refiero a Los crímenes de la rue Morgue y La carta robada, quedó la pista dispuesta para que otros autores ejecutaran sus crímenes. Ya entrado el siglo XX, la segunda deriva fue inaugurada por Dashiell Hammet, quien nos muestra el caos y la locura que giraba en torno a los cuarteles policiales, y sobre todo el quijotismo lacónico de los irreflexivos y muchas veces arrojados detectives privados, como lo encarna su personaje Sam Spade, y que luego perfeccionaría Raymond Chandler con su serie basada en Philip Marlowe.

Desde sus comienzos, la puesta en escena del policial tenía como figura central al detective, quien de manera intelectual, como en un juego de ajedrez, resolvía los delitos valiéndose de la lógica y la deducción. Fueron emblemáticos los casos del cuarto cerrado, donde era imposible entrar o salir de la escena del crimen, o el asesinato en público, el cual convertía a todos los testigos en sospechosos. La ficción policial se llenó de hombres delicados y elegantes, otros más rústicos y primitivos, pero siempre con sus ojos puestos más allá de las apariencias. Aún los leemos con admiración, porque se valían sólo de la razón, el órgano más acucioso para resolver paradojas y sinsentidos. Eran hombres limpios, que no necesitaban irse a los combos, ni pagar testigos falsos ni recurrir a ninguna artimaña para esclarecer sus casos. Todo estaba en la cabeza, y cualquier situación se podía resumir a un buen puñado de variables, dirimiéndose como en una buena ecuación.

Esta visión romántica del policial fue cambiando a través del tiempo; acá es donde emergen Hammet y Chandler, a quienes se les suele citar casi como si fueran un dúo dinámico, tipo Batman y Robin, aunque en realidad podríamos decir que el primero fue el que abrió la puerta para ventilar el olor del cadáver, y el segundo fue el que abrió las ventanas para que terminase de expirar el hedor. La figura del detective intelectual fue reemplazada por la de un detective dubitativo, cansado y cínico, la escena se amplió en forma de denuncia, y se pasaron a retratar  elementos como la corrupción, el narcotráfico o la violencia sexual, ámbitos en los cuales la figura detectivesca coqueteaba con los códigos del hampa.

Resumiendo; del cuarto cerrado, donde se conjugaban elementos delictivos casi como en un insectario o en un laboratorio, el policial avanzó hacia el laberinto, donde el caos, la burocracia, y el hampa impidió que un detective limpio, a la antigua, pudiera sobrevivir en ese ambiente. El detective tuvo que contaminarse, adoptar las malas prácticas.

Pero el policial es un género mutante. No se agota en unos pocos esquemas, es tan variado y extraño como la misma realidad.  Está la novela de espionaje y contra-espionaje, que tuvo su auge y caída durante la Guerra Fría, o la popular whodunit (contracción de Who has done it?), en las que la trama se centra en develar quién cometió el asesinato, todo centrándose en una especie de literatura-juego, en la que el autor entrega datos y pistas falsas, proponiéndole al lector un puzle que debe resolver antes de que se acabe el libro. Hay obras que están interesadas en los aspectos judiciales, trasladándose la acción de las calles a la burocracia de los tribunales de justicia. En Latinoamérica, ya podemos hablar sin problemas de un policial de denuncia social, libros principalmente dedicados a revelar los mecanismos de represión de las dictaduras de turno, o de retratar el mundo del narcotráfico, con la denominada narcoliteratura.

Como decía en un comienzo, el cuerpo del género policial es enorme, corren muchos ríos de tinta y sangre sobre su cadáver, detrás de sus engranajes podemos encontrar delincuentes de diversa monta y catadura, detectives delicados, elegantes, y otros no tan delicados y elegantes. Y no debemos pensar o suponer que la literatura policiaca, por ser una literatura de género, es una recreación menor de la Literatura con mayúsculas. Muchos, durante bastante tiempo, la vieron como una cosa pasatista, una literatura hecha para las clases proletarias —y en efecto lo fue en un momento gracias a las publicaciones pulps —, historias donde se explotaba el morbo, mostraban sexo descarnado y asesinatos escabrosos. Pero no nos engañemos: el policial tiene puestos los pantalones largos hace rato. El género se masificó gracias al trabajo del escocés Arthur Conan Doyle, o a la perspicaz labor de Agatha Christie. También fue vindicada por Borges y Bioy Casares con numerosas antologías y relatos.  Pero esos son los nombres de antaño. ¿Qué hay de nuevo viejos? Quizás no tanto, un puñado de crímenes del pasado, del presente y del futuro, alucinaciones de psicópatas al acecho, detectives petrificados por cortinas de humo, muchas víctimas al acecho y por supuesto, la antología que presentamos ante ustedes. Muchas gracias.

Portada de la antología

viernes, 6 de julio de 2018

La mirada prístina de un paseante: Robert Walser


A los que no (se) abandonan.

Existen escritores que hacen todo lo posible para salir a relucir y darse a conocer,  todo el esfuerzo y la concentración y las mil y un penurias, con el fin de conseguir la sacrosanta fama y el estrellato. Hacer todo lo posible, incluye, entre otras prácticas, la de realizar un lobby eterno, conseguir suculentas firmas con editoriales, apariciones televisivas estelares, redacción de columnas sobre sus últimas obras en las páginas centrales de los suplementos culturales, y todo esto, aderezado con una intensa actividad pública, la cual redunda en maratónicas jornadas de firmas de libros, participación en ponencias, charlas, coloquios, homenajes, elegías, bautizos, casamientos, todo, todo, tanta lágrima, sudor y esfuerzo, para intentar estar en el puesto de los más vendidos y en la boca de todos los críticos.

En la era de las redes sociales lo importante es estar siempre presente. Para ello vale opinar de lo que venga, política, economía, religión, el más acá y el más allá, la santería y la última película, el escándalo de moda de la semana, la última frase que dijo Trump. La red, configurada en sintonía con el artista, son la quintaesencia de la figura del escritor “antena cultural” que debe estar absorbiendo todo lo que circunda a su alrededor, porque de lo contrario corre el riesgo de caer en el olvido, y un escritor invisibilizado es un cero a la izquierda, alguien que no se ve y que no existe, por ende, su escritura corre el mismo peligro.

No obstante, hubo un escritor legendario al que no le importó hacer lobby, ni tener una poderosa red de contactos, ni tener que recurrir al periodismo de su época para mostrar con orgullo (el inefable y el pesado fardo del orgullo) sus muchos libros, los que publicó mayormente entre las dos primeras décadas de los años veinte en Suiza. No. La falsa modestia no fue una postura o un simple tópico, fue para este escritor legendario un modus vivendi, y es muy difícil encontrar casos en que obra y autor calcen como mano y guante, en el sentido más lato de la palabra: coherencia absoluta entre el devenir de una literatura y el de una vida misma, que dialogando se complementan, para formar ese oscuro hermano gemelo que alguna vez elucubró Sergio Pitol.

UNA LEYENDA SIN HEROÍSMO

El escritor legendario se llamó Robert Walser, nació en Suiza en 1878 y murió internado en un psiquiátrico del mismo país en 1956. Si se le hubiese visto entremedio de una gran multitud, no se le habría reconocido por nada inusual: vestía como un hombre de su época, era siempre reservado, y opinaba que un hombre que buscaba demostrar sus conocimientos o su valía le parecía la práctica de alguien detestable e indigno. Walser era un maestro de la lentitud, y para él, hablar de grandezas y proyectos era propio de seres que no se detenían, que sólo cotorreaban porque carecían de un poder de observación que los hiciera detenerse y mirar un poco mejor a su alrededor. Escribe en Jakob von Gunten
“¿Qué es uno realmente en medio de ese oleaje, de esa abigarrada corriente humana que no tiende cuándo acabar? (…) Aquí todo el mundo busca, todos sueñan con riquezas y bienes fabulosos. Caminan muy deprisa.”
Jakob von Gunten (1909) trata sobre las impresiones de un joven estudiante, y ese es el hilo conductor de todo el libro. En la literatura de Walser hay por sobre todas las cosas impresiones, principalmente sobre las cosas cotidianas de la vida, como la graciosa forma de los zapatos de la mujeres (Los hermanos Tanner), la insulsa velocidad de los automóviles (El paseo), o la necesidad de que los niños tengan que ir a estudiar (Los cuadernos de Fritz Kocher).  

Los cuadernos de Fritz Kocher (1904) es su primer libro impreso, y ya se prefigura en él todo lo que vendría a continuación. Un prólogo, casi a modo de advertencia, nos informa que el libro que tenemos en las manos se trata de unas sencillas redacciones escolares de un tal Fritz Kocher, el cual ha fallecido tempranamente y que por voluntad de la madre se ha publicado íntegramente. Walser atribuye su escrito a este falso Fritz, arguyendo que se le deben perdonar sus incorrecciones, pues si buen un  joven puede tener ideas maravillosas, a renglón seguido es esperable que también suelte alguna estupidez. Y sin duda, en esta primeriza obra de Walser se deja ya sentir toda la frescura y la elegancia que recorrerán sus futuras páginas, remarcado por un lado su gusto por describir las nimiedades de la vida en formatos que son casi estampas, pero que también funcionan como una suerte de ensayos desplazados, observaciones sobre la futilidad del tiempo o la importancia de hacer gimnasia en el colegio, miradas donde se engarzan con maestría la ingenuidad y la visión profunda, conviviendo ambas bajo una misma máscara, como un dios bifronte con los rostros del niño y del anciano abismados y perdidos. 

ROSTRO Y OBRA

De las fotos que existen y que circulan de Walser, en muy pocas se le ve centrada su mirada al objetivo, y cuándo lo hace, pareciera que sus ojos traspasaran el tiempo y el espacio, pero sin esa solemnidad de quien se sabe pagado de sí mismo. Quizás sea una exageración, probablemente Walser ni siquiera tuviera conciencia de que luego de cien años sus libros iban a seguir floreciendo entre nosotros, sus lectores, pero lo que es indudable, examinando su prosa, es que la voz que se impregna en sus escritos nunca deja de pensar, siempre lleva adelante una reflexión, por mucho que un personaje vegete o se pare ante una puerta para contemplar el mobiliario de una cocina o de una alcoba. Incluso esa voz no cesa de pensar, cuando por ejemplo habla de las ventajas de no pensar, dejándose llevar por los empleos sencillos como las manualidades, en las que un hombre puede sentirse realmente útil y práctico, porque si bien por la vida desfilan personas importantes, distinguidas, de alto trato social, la gran masa de ciudadanos y desconocidos del mundo -la mayoría de nosotros- están ahora mismo, ahí, suspendidos en la inercia del trabajo remunerado, ensamblando una pieza en una fábrica, enhebrando el hilo en una aguja, realizando transacciones tras la caja registradora en alguna empresa del retail, o en el mejor de los casos, vegetando en alguna buhardilla con un libro en la mano, preparando los últimos exámenes que tendrá que dar. 



Walser anota en un fragmento titulado Los poemas, recopilado en su libro Sueños, una observación respecto a la experiencia:
Yo aún ignoraba muchas cosas; las primeras experiencias me hicieron feliz. Tal vez la más preciada de mis posesiones fuese la ignorancia. El desconocimiento engrandece. Yo era como una planta en flor que constituye un misterio para sí misma.
Walser no fue un escritor de multitudes, más bien fue el escritor del ciudadano gris que se esconde en las multitudes. Sus personajes siempre son los que no tienen el ímpetu necesario o los recursos materiales para surgir ni para triunfar en nada, y si es que tienen la posibilidad de ascender socialmente, se dejan caer por el despeñadero, como si la caída fuera parte sustancial de ese viaje hacia la nada. Sin embargo Walser no se solaza de la derrota; no hay vindicación ni apología de ella. Más bien, en medio de la vorágine que puede conllevar el fracaso, la desesperación está ausente y siempre hay rastros para la dulzura:
“La pobreza incluía alegre movilidad y libertad. El frío calentaba. Quien nunca estuvo inseguro, ni sufrió por algo, ni tembló por amor, sabía poco de la felicidad, y quien vencía siempre, aún no había sido nunca el verdadero vencedor”.
Es lo que nos dice en El primer poema, breve relato que describe el asombro y la sencillez de quien se encierra por primera vez a escribir un poema, desconociendo si la empresa pueda dar algún fruto: no obstante, en ese silencio es capaz de oír el sonido de la naturaleza, pese a que en realidad no se oye nada, por lo que podemos desprender que el verdadero rumor siempre viene desde adentro, como si un verdadero poema no vendría dado por lo externo, sino que tuviera que florecer desde adentro hacia afuera.

Muchas veces, ante una gran obra, no podemos dejar de interrogarnos si ésta se parece al autor que la concibe. Algunos creen que un autor sin máscaras ni manierismos, escribiría más o menos como habla: existiría un reflejo condicionado entre la lengua adquirida y su uso, tejiendo entre la boca y la mano un puente armado por aquella artificialidad que es la escritura misma. 

Pero hablar del rostro es otra cosa. 



Parece haber en la mirada de Walser, y esto se nota ya muy tempranamente, una forma de ver no sólo periférica y fijada en el detalle, sino que en dirección hacia abajo, como la de alguien que conoce muy bien su lugar en el mundo, alguien que ante cualquier hecho o pensamiento nimio debe mirarse los zapatos, porque sólo los príncipes o los que se creen príncipes miran con altivez y arrogancia, pero él, que nada tiene y que solo busca extraviarse, sabe que a pesar de todas las circunstancias, sigue siempre fiel consigo mismo, acaso el único gesto de libertad al cual puede aspirar cualquier hombre.

Las conclusiones de Walser suelen cerrarse siempre en la futilidad y en la fragilidad de las cosas, como si la vida estuviese ahí delante de nosotros para experimentarla, para vivirla por el mero hecho de que se está vivo. El desprendimiento es uno de los signos constantes en las reflexiones de sus personajes, desprendimiento que él practicó en carne propia, pues nunca se le conoció domicilio fijo, ni contó con importantes bienes materiales, más que la ropa que iba trayendo y el último libro que leía, más de las veces prestado que comprado con su propio bolsillo. La misma ternura por los humildes y los desprotegidos que siente, es inversamente proporcional a las personas carentes de tacto y cultura, personajes casi siempre venidos de una burguesía en alza que sólo tiene por delante la plata y el materialismo. Anota en El Paseo (1917), su obra más célebre, exhortando a toda esa gente que considera despreciable:
“Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosas y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección, y que se creen sabias porque se les ocurre la palabrita "sabio". La gente como usted se atreve a ser dura, descarada y grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto de todo, poseer un gran peso en todas las partes y triunfar a todas las horas del día.”
Para luego rematar, con mucha convicción:
“La gente como usted no respeta ni la edad ni el merito, ni sin duda el trabajo. La gente como usted respeta el dinero, y el respeto al dinero le impide respetar cualquier cosa".
El Paseo se podría considerar como una de sus obras más notables, no porque en ella se destile un gran argumento: se trata precisamente de un hombre que sale a pasear y comienza a observar a sus semejantes y a la realidad circundante, para ir poco a poco abismándose en pensamientos desconsoladores sobre la condición humana, y esto, en poco menos de 80 páginas.

El desprendimiento, que aparece como marca característica en sus personajes, a veces llegaba a ser exagerado en la vida del propio Walser. Nunca le interesó viajar, y es sabida una anécdota referente a un editor, el cual le pidió que eligiese Turquía o cualquier ciudad europea para conocer, ante lo que él respondió, entre bromas, que no le interesaba viajar a ningún lugar, pues un escritor con imaginación no necesitaba salir a mirar el exterior. Lo que le importaba a Walser eran las cosas que sucedían adentro, y aquello se refleja en El Paseo cuando realiza una defensa de la lentitud; se desmoraliza ante aquellos hombres que van veloces y sobre automóviles recorriendo con rabia el mundo. La manera más adecuada de reconocer una ciudad es caminando, afirma, lentamente, y aún así nunca se le conoce del todo, pues un detalle, como la sombra de un árbol o una fisura que antes no estaba en el camino, puede redimensionar totalmente un paisaje.

No se le conocieron mujeres: si bien trató con sus hermanas y con su madre durante mucho tiempo, e incluso se cuenta un intento fallido con una viuda, parecía que algo en su interior no funcionaba del todo correctamente, lo que le impedía llevar relaciones duraderas o estables con sus semejantes, hecho indesmentible pues casi no le conocieron amigos, a excepción de unos pocos, como Carl Seelig, su albacea, con quien caminó durante 20 años en las cercanías del internado psiquiátrico de Herisau donde estaba internado. Porque así ocurrió: a mediados de enero de 1929 sufrió una seguidilla de crisis nerviosas que terminaron por empujarlo al psiquiátrico, lugar del que no saldría más hasta su muerte.

En las obra de Walser el humor está presente. Son conmovedores los pensamientos de alguien que se sabe tan existente, tan ubicado en medio del marasmo y de la violencia de la vida, que no podemos menos que reírnos cuando describe a los profesores del instituto Benjamenta que aparecen en Jakob Von Gunten, aquel instituto al cual no se enseña nada, porque el destino de sus estudiantes es ser formados para ser útiles a personas de mayor rango. Ve a los profesores todos dormidos, con sus cabezas apoyadas contra los muros, simbolizando el sopor y la inutilidad de un sistema educacional tan familiar para las clases medias y bajas, no sólo de antaño, por cierto. Dice en este mismo libro:
“Cuando los hombres empiezan a contabilizar éxitos y reconocimiento, se ponen casi gordos de autosatisfacción saturadora, y la fuerza de la vanidad los va inflando hasta convertirlos en un globo casi irreconocible. ¡Libre Dios a un hombre honrado del reconocimiento de la masa!”
Y así fue como escapando del brillo de los flashs, de la admiración de los incautos, fue relegándose, o mejor dicho, replegándose más y más en el psiquiátrico, a tal punto de que abandonó la escritura, para dar paso a garabatear en hojas apretadas y estrechas, rayas, líneas intentendibles que vistas de lejos no eran más que manchones o pisotones sobre una hoja en blanco. Un 25 de diciembre de 1956, en uno de sus habituales paseos, se internó por la nieve, más y  más, hasta que de pronto, aterido por el frío, o afiebrado por alguna ocurrencia que solía calentar su corazón, se desplomó y cayó sobre la nieve.


Esta fotografía fue tomada cuando se encontró su cuerpo desplomado sobre la nieve. 

Hay escrituras que prefiguran eras completas. Otras que miran hacia adelante, y ven de cerca la llegada de los bárbaros y el fin de una época. Hay otras, acaso más íntimas, que sólo hablan desde el presente, pero que sin duda van moldeando la vida de su autor. Y muchas veces vida y obra dejan de ser oscuros hermanos gemelos, para al final, ser lo que quizá siempre tuvo que haber sido: una sola cosa. Walser escribió en El Paseo:
“Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. ¡Ah, si se pudiera sentir y gozar de la Muerte en la Muerte! Quizá es así. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizá oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.”

Y el que siempre quiso perderse, tuvo su tumba señorial en los bosques nevados.
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