viernes, 25 de mayo de 2018

Arthur Machen y sus impostores: la verdadera pesadilla del mundo

Editorial Emecé
Los Tres Impostores, Arthur Machen
1era Ed. 1895. Versión revisada 1947.
Traducción: Benjamín Hopenhayn

En algún momento la novela realista se robusteció, a tal punto, que se convirtió en una suerte de horizonte para la industria del libro y su clientela, que ávida, comenzó a demandar en grandes cantidades libros que poseían tipos móviles seriados. Esto redundó en que se crearan reglas para contar una historia, lo que pudiendo ser una mera estrategia para encarar un texto, se convirtió en regla, y de la regla pasó rápidamente a la fórmula. Podían ser dramas sociales, aventuras fantásticas, romances lacrimógenos,  o lo que la imaginación del autor de turno quisiera narrar. La idea modular era contar una historia lineal, con una progresión in crescendo y ojalá con final cerrado, todo amarrado en una forma que fuera susceptible y aprehensible tanto para la crítica como para el lector. Novelas que se entendieran, que dentro de su caos, fueran siempre armónicas. 

En la imaginaria guerra de las maneras de escribir una historia, fue la novela del siglo XIX la que triunfó, y la que ha venido hincando con fuerzas las formas masivas de consumir (bórrese de adrede la palabra leer) un libro, siendo ésta la ramera más apetecida por la industria del libro, la cual ha intentado por todos los medios y fuerzas replicar hasta el hartazgo. Como en toda guerra, esta tuvo generales, y fueron generales grandes, de primera línea. Los grandes maestros del XIX, como Balzac, Dostoievski o Flaubert, imprimieron su sello a esta novela realista y decimonónica; tuvieron distintivos de alta originalidad (por algo son leídos después de una centuria), pero que de forma paradójica han sido clonados, repetidos y homenajeados hasta la saturación, no dejando ver otras obras de la misma época, como por ejemplo Los tres impostores, novela publicada en 1895 por el escritor galés Arthur Machen, trabajo que comentaré en estas líneas.

¿Qué hace que Los tres impostores, una novela que bordea las 200 páginas, sea postulada como una rara avis? Su innovación no está en su lenguaje —que por cierto es prístino y poético, pero sin las torceduras y giros que imprimirían más tarde un Joyce o un Proust— sino en su estructura: adopta una forma concéntrica y de muñecas rusas, que tampoco era imposible de imaginar en aquellos años, teniendo en cuenta que Los cuentos de Canterbury, o el mismísimo Quijote o Hamlet, llevaban siglos amontonando polvo con sus innovaciones en el relato. No obstante Machen, como un esteta y un buen observador de la realidad, supo imprimirle su propia rúbrica, y en vez de repetir una novela al uso, imaginó e inventó una literatura alterna, que aún leída hoy, luce más brillante y jovial que cualquier tocho o novelucha amontonada en la mesa de novedades.

En Los Tres Impostores hay de fondo un Londres que busca plasmar los barrios bajos, con casas destartaladas y callejones oscuros (sí, esa niebla flotante y esa decadencia ilustrada y revisada hasta el cansancio en la imaginería de las calles que recorrió el mítico Jack El Destripador), pero sobre ese fondo se urde la historia de dos caballeros y una dama (los tres impostores), que en un comienzo luce bastante confusa: empieza con un diálogo entre ellos repleto de sobreentendidos, pues se habla de un cuarto hombre, descrito como de enormes gafas y curiosas patillas, que por algún motivo ha sido perseguido y encontrado. ¿Ha cometido algún crimen? ¿Y quiénes son sus perseguidores? En un segundo plano, descrito de forma muy cinematográfica, dos paseantes que al parecer nada tienen que ver con esa conversación, atraviesan la escena y se apropian del foco narrativo;  rápidamente pasamos de los tres conspiradores celebrando algo que desconocemos, a saber más de los paseantes, saltos que serán la tónica en una novela de novelas, una suerte de Mil y una noche en miniaturas, porque antes que nadie, Machen pareció comprender algo decidor en el arte de la novela que vendría.

UNA NOVELA DEBE CONTAR MÁS DE UNA HISTORIA

Aquella idea la propuso Piglia cuando se le consultó por los múltiples laberintos tejidos en una de sus obras maestras, La Ciudad Ausente. Al revés de su Tesis sobre el cuento, donde elucubra que un relato literario efectivamente debe contarnos más de una historia, en su propuesta novelística subyace el contraataque a la manoseada y asfixiante novela decimonónica: es necesario contar varias historias y no sólo una, que se superpongan o se contradigan, que se completen o se fracturen, que se aíslen o se colonicen, con la finalidad de crear un disparador de historias condensadas que se van abriendo de cara al lector. Se trataría pues de una novela proteica, o multiforme, que bien pergeñada crearía un efecto unitario, y no como una mera acumulación de relatos cosidos a la fuerza. 

Esto lo entendió Machen antes que nadie, y es por eso que al seguir las páginas de Los Tres Impostores, descubrimos que la historia va cambiando su foco, para abrirse en cada capítulo a nuevas historias, disonantes y extrañas, todas con un tamiz de horror y de sobrenaturalidad evidente. El hilo conductor de esta imaginería no es otro que el de los dos caballeros ingleses señalados en el comienzo, Mister Dyson y Mister Phillips (los que nada tienen que ver con los impostores) ambos pintados como señores, que sin ser acomodados, pueden entregarse al ocio gracias a generosas herencias, una fantasía muy en boga y codiciada por los artistas de aquellos años, goce que albergó su forma en la figura del dandismo y en el flâneur.  

De entrada, ambos hilos conductores (habrá que resistirse a llamarlos como protagonistas) son presentados como opuestos complementarios:

"Había un agitar incesante de fórmulas literarias: Dyson exaltaba los derechos de la imaginación pura; en tanto que Phillipps, que era estudiante de ciencias físicas, insistía que toda literatura debía poseer una base científica."  

Imaginación y base científica serán los polos que se irán alternando en esta novela de novelas (en miniatura), con historias que van saliendo de la misma boca de los impostores para referirnos rituales y ahorcamientos en los valles del oeste estadounidense, la investigación de un científico obsesionado con las antiguas tradiciones sobre duendes que lo lleva a páramos antiguos y desolados de Inglaterra, o la renombrada Novela del polvo blanco, la que narra los trágicos sucesos de un estudiante de derecho, que por llevar un tratamiento médico para curar su “neurótico aislamiento del mundo”, termina sus días envuelto en una terrible pesadilla, que prefigura en décadas a las ficciones lovecraftianas.

“EL UNIVERSO ES MÁS ESPLENDIDO Y MÁS TERRIBLE DE LO QUE SOLÍAMOS SOÑAR”:

Dice en una parte de Los Tres Impostores uno de los atormentados personajes que narran su desdicha. La filiación de Lovecraft con Machen es reconocida por el mismo vate de Providence en su Ensayo El horror sobrenatural en la literatura, y no puede ser de otra forma. Machen, que frecuentó sociedades ocultistas (fue miembro de la Golden Dawn), no tuvo reparos para dar un paso al costado a estos grupúsculos, por considerarlos depositarios de falsarios y charlatanes. No obstante, en vez de abrazar un materialismo fanático, optó por un escepticismo moderado que se ve cristalizado en la novela comentada. Así, vemos como los caballeros ingleses ociosos se van topando con situaciones inusitadas, que hace pensar que detrás del entramado de aquel Londres, existen fuerzas ocultas y sociedades operando, tamizado por dos ideas centrales: la primera, es que existiría un ocultismo basado en supercherías y mesmerismos de opereta, y la otra, es que lo sobrenatural realmente existe, pero subyace oculto entre leyendas y mitos que podrían esconder, a través de la parodia, una verdad, un terrible conocimiento que es mejor que circule fuera de nuestras conciencias. 

Y así como existen malos libros que se borran rápidamente de nuestras memorias, hay otros que se quedan ahí, activando algunos sentidos abotagados. Lo que nos hace llevar a pensar, como dice una señorita muy perspicaz en Los tres impostores, que no siempre sabemos de dónde viene lo que nos aterra (y los que nos obsesiona):

"Si yo supiera a qué hay que temer, podría guardarme de ello: pero aquí, en esta casa solitaria, cercada por todos lados por antiguos bosques (...) el terror parece saltar absurdo, de todos los rincones, y la carne se encoge, despavorida ante los murmullos indistintos de cosas horribles".

Y esa casa solitaria probablemente nos siga a todas partes.

viernes, 18 de mayo de 2018

Digresiones de “gente en pelota”: Hay un mundo en otra parte, de Gonzalo Maier












Editorial Random House
Hay un mundo en otra parte. Gonzalo Maier.
Ed. 2018. 112 Págs.

Por Ignacio Fritz


Penguin Random House Grupo Editorial (PRHGE) lo hizo de nuevo. Reconozco que no descubro conectores lógicos que indiquen un patrón cuando publican libros —en este caso “librito”— como el del treintañero Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981). Seguramente los editores de Hay un mundo en otra parte (Literatura Random House, 2018) debieron haber encontrado un mérito elogioso en este volumen de cuentos —o varios, quién sabe; todo ello, quizá, ligado al tráfago de algún cafetín en el Tavelli del Drugstore de Providencia— para haber publicado este compendio por la puerta ancha, con una singular tirada de mil quinientos ejemplares. Pero la verdad de las cosas, no he visto nada notable aquí, salvo que pegué más de algún bostezo cuando iba en las primeras diez páginas, y en algún momento quise abandonar el texto entre los “insufribles” que nunca he podido terminar, aunque siempre me los trago por más que desee abortar la lectura de cualquier cachivache literario, a pesar de lo malo y letárgico que sea. Los lectores monógamos pecamos de aguantarla hasta el final y también nos “empelotan” las vicisitudes del mundillo editorial criollo, de las megaeditoriales con sedes en todo el globo.


En la época de la Nueva narrativa chilena de los años noventa se publicaban libros que marcaron un referente, tanto de crítica como de público, y que también innovaban en lo estético, aunque no le hubiesen gustado a Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 28 de abril de 1953-Barcelona, 15 de julio de 2003) en su oportunidad: autores como Jaime Collyer (Santiago, 1955) y Gonzalo Contreras (Santiago, 1958) construían narraciones en las que se notaba oficio y, en consecuencia, tuvieron el apoyo de críticos como José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago, 1936), y el hecho de estar varias semanas en la lista de best-sellers (treinta y seis semanas con La ciudad anterior, de Contreras) lo confirmó. En general, puedes publicar porquerías hasta cinco veces, parafraseando al argentino Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914-Ib., 8 de marzo de 1999) —en realidad él fue un perfeccionista: no encuentro nada malo en sus cinco primeros libros—, pero últimamente se publican libros prescindibles —a diario— en la narrativa chilena actual, de la que Gonzalo Maier forma parte inherente. Una literatura que Juan Manuel Vial, el pontificador literario de La Tercera, trata de rescatar y adular tímidamente, pero para mí Hay un mundo en otra parte está repleto de frases vacías, de una imprecación pueril, boba, manceba; simple estrategia amparada por la sarta de editores que hay en el mundillo (sobre todo si Vial ha criticado cizañeramente, negativamente, novelas de peso como Las islas que van quedando de Mauricio Electorat [Santiago, 1960]). Efectivamente, si a Maier se le considera “una voz excéntrica” en la narrativa latinoamericana actual, no sé qué queda para el resto. Curiosamente, en su cuento “Intestino grueso”, Rubem Fonseca postuló que no existe la narrativa latinoamericana.    

Aunque se trata de un libro de “tiro corto”, de escasas ciento diez páginas, con cuentos que giran en torno a una manera hedonista, simplote también, de “mirarse el ombligo” en cada párrafo —una y otra vez—, en los que no se halla punto atractivo que llame la atención, y que de alguna manera el narrador, constantemente diga y rediga hasta la saciedad que debe tratar de escribir “veinte líneas” como meta o lugar común, a cómo dé lugar, no logro descifrar el mérito narrativo aquí, salvo encontrar cierta similitud con los primeros libros de Ray Loriga (Madrid, 1967), tales como Lo peor de todo y Héroes. Aquí lo cotidiano es la fuente de inspiración; asunto que puede ser arma de doble filo, por somnífero, “latero”: las técnicas narrativas de autores avezados faltan en cada uno de estos ocho cuentos que exhiben una rancia manera de instalar el enfoque o punto de vista de su autor, predecible, monótono y fútil.  
Porque en los libros de Loriga había una prosa parca atiborrada de españolismos, ligada a lo que es el fanatismo del rock, y su obra estaba dirigida a la gente joven de la “movida” madrileña de los años noventa; de ahí que Loriga funcionara e incluso fuera reclutado en 1996 para la antología de Alberto Fuguet (Santiago, 1964) y Sergio Gómez (Temuco, 1962), McOndo. También fue encasillado como un escritor de culto, cosa que Maier no es, que yo sepa, a no ser que caiga un meteorito —como el que extinguió a los dinosaurios— justo en calle Merced 280, donde quedan las oficinas de PRHGE. Hay un mundo en otra parte debe estar dirigido a los dinosaurios de LUN, supongo, donde Maier colabora asiduamente. O a su familia. Pero nunca sabremos qué hilos fueron los que incidieron para que Hay un mundo en otra parte fuese publicado por una editorial “oficial”. 


Pasado insepulto

Supe de Gonzalo Maier hace dieciocho años. Leí su primera nouvelle, El destello (LOM, 2000), deseoso de saber cómo había logrado publicar en el sello LOM —ahora quisiera descifrar, en otro nivel, cómo consiguió publicar el Penguin Random House—, y reconozco que me interesó la historia del personaje central de ese libro, un Diablo o El Diablo, pero no me agradaron ciertos errores de novato —según mi opinión—, opcionales (tal vez) como decirle “cigarro” a un “cigarrillo”, o la utilización azarosa de los puntos suspensivos, no para generar suspenso, como se suele hacer, sino a pito de nada. También estudié Leyendo a Vila-Matas: este último librito —también de no más de cien páginas, editado por LOM en 2011— ha sido uno de mis favoritos de Maier, en la medida en que Vila-Matas es un autor de renombre que está desligado de los falsos oropeles de la literatura, pero que también incurre en lo típico cuando se trata de escritores consagrados de más de cincuenta años (aceptar halagos). La prosa de Maier intenta ser exacta, “al callo”, porque seguramente tiene la idea errónea, puesta de moda por César Aira (Coronel Pringles, 1949), de que los relatos deben ser escritos estéticamente sin mayor empleo de adjetivos o rimbombancias léxicas, con cierta parodia y autorreferencia irónica que, obviamente, al igual que Loriga, solo le resulta a Aira.

Aquí las narraciones o crónicas de minucias cotidianas alejadas de efectismos —tan en boga en el cine hollywoodense— pueden ser el catalizador de que, como casi hago yo, el lector de Hay un mundo en otra parte termine dejándolo en su mesa de luz, rezagado. Se rescata, eso sí, que muestre la idiosincrasia —o “ideosingracia” como planteó el poeta Diego Maquieira (Santiago, 1951)— de una generación igual o anterior a los millennials, con mención somera de narradores “interesantes”, entre comillas, o “cultos”. Curiosamente, los autores mencionados por Maier no son previamente identificados. No se dice quiénes son: se los nombra pero nada más (salvo en un caso, si mal no recuerdo: César Aira. Dice “el escritor argentino”, no sé para qué si todos sabemos quién es si ya está postulando al Nobel de Literatura). Personajes como Roser Bru o Wittgenstein y varios más, no se dice quiénes son. Incluso el parafraseo de ciertas ideas de autores me parece innecesario porque no va más allá, no dice algo que ya no se sepa, y claramente ostenta el reflejo acomodaticio y fláccido de la generación millennials, tan puntudos, que todo lo necesitan probado, masticado, deglutido: una narrativa para la mamita y el papito que tienen casa en Ñuñoa. (La mayoría de estos cuentos ocurren en el ceniciento, ambivalente sector ñuñoíno, hábitat de gran parte de los narradores chilenos).  

A pesar de algunos gratos títulos (Dos o tres apuntes sobre el maoísmo, Ah, la Ilustración y Ah, la Perestroika, por ejemplo), el libro se tranca en los buenos rótulos pero no profundiza en lo titulado (el nombre de una narración hará que se ahonde en el tema, pero ¿qué dice Maier sobre la Ilustración o la Perestroika que no lo sepa un alumno de octavo básico?). Aquí puedo encontrar el conector con los otros textos publicados por PRHGE, en los que se beneficia una literatura publicada para una audiencia light, salvo por uno que otro caso cuyos nombres me reservaré.

A través de las redes sociales, un amigo librero asoció a Gonzalo Maier con los libros que estaba publicando Cristián Geisse y Matías Correa, instalándolo como una “prosa exquisita”, “elegante”, “sutil”. ¿Puede ser una prosa exquisita cuando te refieres a la “gente desnuda” como “gente en pelota”, o el “cigarro” por el “cigarrillo”, como dijimos con antelación? Y suma y sigue. Los cotidiano aburre por sí solo; aquí la historia no es la columna vertebral, con mensajes archimanidos, y aquí no se reivindica el “mundo interior” como un magma que solo le puede interesar a los amigos y a la familia de Gonzalo Maier. 

Máxime, no se trata de escribir con sinceridad, ni dispersa ni volátilmente. La narración debe enganchar al lector, no aburrirlo con historias personales de esas que un psicoanalista estaría deseoso de escuchar previo pago de la consulta. ¿Hay reflexión en los cuentos de Hay un mundo en otra parte? Efectivamente, sí. Pero no al modo de la “vieja escuela”, con autores reconocidos que metían en el colador “algo” que iba “más allá” del escudriño del ombligo, de la referencia trillada y del delgado barniz cultural; por cierto, en la “vieja escuela” se tiene consistencia, espesor, innovación, denuncia: Jaime Collyer es un caso. En la “vieja escuela” se mete el dedo en la llaga; “si no duele, no vale” como decía Alberto Fuguet. 

O estoy desfasado con mi pensamiento polifásico, o algo no me cuadra aquí, sobre todo si el autor vivió varios años en Holanda y Bélgica, e hizo un máster en Estudios Iberoamericanos. ¿La mediocridad es el target de la literatura chilena de hoy? Vale decir ¿hay que escribir para preservar el statu quo trillado con autoficciones y narrativa del “facilismo”, con el consabido “realismo chato” que denunciaba Juan Emar (Santiago de Chile, 13 de noviembre de 1893-Santiago, 8 de abril de 1964)? Tampoco uno encuentra sugerencias que indiquen que hay “algo más” en este libro. A un staff de narradores instalados y publicados quién sabe por qué (o que han entrado a los poderes fácticos de las megaeditoriales), Gonzalo Maier se adhiere a la narrativa de corto aliento, lánguida, sosa, junto a Constanza Gutiérrez (Castro, 1990) y Diego Zúñiga (Iquique, 1987). Literatura trivial y cortoplacista que no escatima en aburrir al lector. Muy malo, porque aquí no estamos “en pelota”; sino, más bien, “empelota” tanta insustancialidad en los productos culturales publicados en la actualidad por las megaeditoriales como PRHGE, que dan carte blanche a narradores carentes de ambiciosa pretensión. 

viernes, 11 de mayo de 2018

El percherón mortal o la revisión del concepto de la originalidad


Editorial Elia Ediciones
El percherón mortal. John Franklin Bardin
Ed. 2012. 203 págs.
Traducción: César Aira

Lo nuevo, la originalidad en la literatura, de pronto no es otra cosa que hacer más notorio algo preexistente, algo que estaba ahí, en miniatura, pero que no lo habíamos notado. El ejercicio de la novedad puedes ser fútil, no sólo porque sea complicado o arriesgado, sino porque generalmente tiene réditos negativos; un texto excesivamente original puede parecer tan aislado, que la búsqueda de símiles puede tornarse tarea imposible para el lector, que sintiéndose rendido ante la extrañeza de lo no comprendido, termina por abandonar o negar lo que se enfrenta. 

De forma primaria, logramos pactar con la ficción gracias al juego de semejanzas, en la que una obra se enlaza a otra, y esta a otra, entonces nos agrada que un autor X tenga un aire a Z, o que su estilo se parezca mucho a K. El análisis de la morfología de los relatos, sobre todo en los cuentos de hadas y en la tradición oral, permite entender por qué existe una lectura que se decodifica con escasas competencias, y otras, las menos, donde toda esa estructura queda trizada o suplantada, provocando que el lector poco entrenado huya o rechace. 

No hay que engañarse con en esto último. El placer literario es un gusto adquirido que requiere entrenamiento: no es un arte automático que pueda ser asimilado por una parte importante de la población como el cine, el teatro, la música o la pintura, formatos abiertos que permiten mayor compenetración pues prescinden del silencio o la soledad que requiere la lectura. Y dentro de la ingente cantidad de lectores existentes, muy pocos trazan caminos alternos a los libros de moda. Pero este no es el tema del post, sino el de la originalidad y sus alcances, a propósito de una novela del olvidado y rescatado John Franklin Bardin

Pero antes, consideremos lo planteado al comienzo: respecto a la originalidad, Borges fue uno de los primeros en notar que un autor original, de forma paradojal, era capaz de crear sus propios precursores.  Tomó el ejemplo de Kafka, y lo llevó al extremo de sugerir que gracias a Kafka, podemos notar lo kafkiano en autores que escribieron antes de la existencia de Kafka, como Leon Bloy, Lord Dunsany o Kierkegaard. Entonces, un autor original sería: a) alguien que ingresa en caminos poco o nada transitados; y b) alguien capaz de revertir el tiempo para introducir un elemento singular en momentos de no existencia. Pero no nos engañemos. La originalidad no siempre es sinónimo de grandeza. Philip K. Dick se quejaba de Virginia Woolf, pues siendo una gran estilista, capaz de narrar situaciones intrincadas, no acertaba con ideas demoledoras que provocaran extrañeza o remezón en los lectores. El caso de Philip K. Dick es emblemático, pues utilizó el engranaje de las novelitas de ciencia-ficción, con temáticas y estructuras probadas en un mercado gigantesco como el norteamericano, para introducir ideas sobre dislocaciones en el tiempo, bioética en torno a las inteligencias artificiales o el carácter irreal o ilusorio de la realidad. Philip K.Dick, nos pese o no a sus lectores, no fue un estilista de pluma afilada, pero siempre lo rescatamos y lo estamos releyendo porque supo tratar temas adelantándose a todos, eludiendo los clichés y los lugares comunes de la ciencia ficción. En suma, podríamos decir que fue un escritor mediocre con grandísimas ideas.

John Franklin Bardin es un ejemplo que ilustra esto último. Se ciñó al policial, pero evitó la tradición inaugurada por Hammett con el hardboiled o la inglesa tradicional del whodunit, para explorar temáticas vestidas con el traje de la novela de misterio y lo folletinesco, elaborando libros en las que su marca personal era dar una vuelta de tuerca en cada capítulo, pero sin la minuciosidad, la ambigüedad y el talento de un Henry James, por poner un caso de alguien que inauguró en la novela una perspectiva inusual de giros sobre giros. 

El percherón mortal es su primera novela, de un ciclo de novelas que se completan con El final de Philip Banter y Al salir del infierno, las cuales giran en torno a lo delictual y la locura. Y de vaya forma. El argumento de El percherón mortal es perfecto, y recuerda al clásico citado por Piglia basándose en los diarios de Chejov: un hombre va al casino, gana un gran premio, llega a su casa de madrugada y se suicida. Lo inverosímil irrumpe de forma fantasmal, provocando una serie de dudas en esta historia ¿por qué se mató si tenía los bolsillos llenos de plata? 

En El percherón ocurre algo similar, pero amplificado. El narrador es un psiquiatra, que un día cualquiera, recibe en su consulta a un hombre atormentado que dice que unos duendes lo están atosigando con pruebas inusuales, como repartir dinero en las calles o silbar cierta melodía. El hombre dice estar abrumado, porque algo así no ocurre en la realidad, por ende presiente con miedo que la locura se estaría apoderando de su mente. La biografía del hombre perturbado es la de un dandy, alguien que ha recibido una cuantiosa herencia, es mujeriego, algo misántropo y tiene todo el tiempo del mundo. Entonces el psiquiatra hace algo inusual con su paciente: viendo la perturbación del mismo por los presuntos hechos, le dice que puede acompañarlo en su jornada, para así descartar que los duendes que lo atormentan sean reales o un mero brote psicótico, es decir, pondrá a prueba el relato imposible.

Con un estilo directo y sencillo, Franklin Bardin abre el camino menos transitado: es verdad que el dandy tiene un duende que le encarga misiones extravagantes, porque él asiste a un bar con su paciente y comprueba cómo un enano le hace una serie de encargos, cuál de todos más extraños. ¿Qué está ocurriendo entonces? ¿El paciente no está loco y los duendes que lo visitan de verdad existen? El psiquiatra se deja envolver por las circunstancias, y sin más, acompaña al hombre perturbado en una nueva misión encomendada por el enano, que no es otra que ir a dejar ¡un caballo! Frente a la habitación de una distinguida señorita. Así lo hacen. Van a dejar el mentado caballo, un percherón, pero al llegar al lugar indicado descubren que la mujer ha sido asesinada. La policía intercede, arresta al dandy, y el psiquiatra acompaña en los trámites al oficial de policía, comprometiendo ayuda para resolver el caso. Pero los hechos sin razón aparente se siguen multiplicando. Una mujer, que dice ser cercana al dandy, acompaña al hombre en los trámites, salen del cuartel de policía escoltados por el psiquiatra, pero el dandy no es el dandy, es otro hombre disfrazado que se hace pasar por el dandy. El psiquiatra los sigue en el delirio y simula no darse cuenta de la suplantación, pensando que esa es la mejor forma de entender lo que está sucediendo. Caminan por las calles de la ciudad, toman el metro, y de forma súbita y sin previo aviso, el psiquiatra es golpeado en la cabeza perdiendo la conciencia. 

Como se dijo desde un comienzo, todo el pulso narrativo, sin mayores alardes de técnica, se centra en ir girando y girando como un cubo de rubik los lados de la novela. El psiquiatra despierta en un psiquiátrico y experimenta un robo de identidad. Descubre que ya no es quien dice ser: fue encontrado como un vagabundo con otro nombre, y todas las coartadas que tiene para afirmar quien dice ser, un psiquiatra serio y de renombre, se desmoronan. Pide que llamen a su consulta, lo hacen, y afirman que no hay nadie atendiendo en esa consulta. Han pasado seis meses desde que él perdió la conciencia y esas lagunas mentales son imposibles de llenar: como carta definitiva, hace que llamen al cuerpo de policías, pero ahí se informa que el psiquiatra ha fallecido: su cuerpo fue encontrado en las riberas de un río. El último recurso del desdichado psiquiatra, tomado ahora por vagabundo, es mirarse al espejo, y no se puede reconocer; está más viejo, tiene canas, la cara arrugada, y sumado a ello, una gran cicatriz le hace deformar el rostro, provocándole temor y asombro. 

La novela sigue el mismo derrotero: el psiquiatra logra rehabilitarse y se va del psiquiátrico, para comenzar una nueva vida en un cafecito de Coney Island, atendiendo tras un mostrador, como un humilde mesero, a los parroquianos que se dejan caer en el establecimiento. Pero los dados ya han sido arrojados, y el misterio será resuelto utilizando todas las armas de la lógica que tiene el narrador desdichado, armando las piezas de este rompecabezas imposible, para llegar a un final que justifica el viaje y que nos hace retrotraer lo que afirmábamos al comienzo: hay escritores buenos, malos y mediocres, pero al margen de aquello, una buena idea, al menos una sola buena, puede hacer que alguien poco dotado no naufrague y consiga asombrarnos. Y eso nos lleva a concluir con alivio que todo no está escrito, que la originalidad está esperando a ser descubierta.

viernes, 4 de mayo de 2018

El amor como viaje imposible: una flor desgajada y tres líneas de francés antiguo



Amor y muerte han danzado como dos serpientes enroscadas desde los comienzos de la humanidad. No puede ser de otra forma; ambas engendran energía y movimiento, fundiéndose en pulsiones de destrucción o de vitalidad, de deseo, venganza o muerte. La literatura, como reflejo de la realidad (¿o cómo la realidad del reflejo?), escenifica el tema amoroso en una serie inagotable de relatos: Adán y Eva y la expulsión del paraíso, la guerra de Troya provocada por el rapto de Paris a Helena, la terrible muerte de Acteón tras contemplar a Diana desnuda, el Cantar de los cantares y la exaltación del amor nupcial, el príncipe Jaufré Rudel muriendo de amor por una condesa a quién sólo conoció de oídas, Dante en el infierno y la conducción de Beatriz hacia el paraíso, la trágica muerte de Ofelia tras el desprecio de Hamlet, el envenenamiento de la desdichada Emma Bovary, y el no menos desdichado y también despreciado Werther, quien por propia mano ultima sus días. 

Considerando esta rápida enumeración sobre el inagotable tema amoroso, podemos aseverar que no existen muchos relatos que aúnen el amor con lo fantástico, a excepción de los antiguos poemas épicos, o el relato macabro El hombre de arena, de E.T.A Hoffmann, en la que un desdichado se enamora de una autómata y aquello lo conduce a la locura. Así, tenemos al amor como venganza, como perdición, como salvación, y en este caso particular, como viaje imposible. No obstante, entrar en una disquisición sobre qué es o no es el amor excede el alcance de este artículo. No obstante, una visión original es la que plasma el filósofo serfardí del siglo XVI, León Hebreo, quien contraviniendo a los griegos, afirmaba que la verdad se correspondía con el amor, y no con la belleza, pues: 

“La belleza sólo busca lo mejor de los medios para expresarse, en cambio el amor es una mano sabia que guía para lograr que el ser llegue a ser”.

Anotación acertada, porque el amor traspasa y supera las condiciones biológicas de apareamiento, pues ¿qué mérito puede haber en sentir atracción por el macho o la hembra alfa de la manada? ¿No hay más amor, como apuntaba Houellebecq, en esa abuela que abandona todo para criar a su nieto, que el mismo acto que engendró a ese pequeño? Si pensamos que en el juego de la seducción existe un teatro carnavalesco con miles de caretas y jugarretas que no hacen más que confundir a los individuos, atándolos a laberintos de hipocresía donde se conjuga el interés por el poder, la posición social o el dinero, el amor (mal confundido con la belleza) queda como un sentimiento pobre y harapiento, una marioneta trágica con sus hilos cortados y sus parlamentos atragantados en la garganta. Pero tras la belleza o la verdad ¿qué tenemos? Probablemente nada más que ilusión, vana esperanza, o un viaje imposible a un lugar inaccesible. 

LA DEMOISELLE D'YS 

El estadounidense Robert W. Chambers fue un escritor que encarna a la perfección el flagelo del éxito temprano y la consagración. Gozó de gran popularidad en su tiempo, fama que probablemente obnubiló su talento, pues en lugar de permitirle desarrollar un camino único o particular, lo empujó a escribir novelas por petición de sus editores, para así satisfacer a la masa lectora y hacer dinero. No obstante, fue Lovecraft quien hizo hincapié en su primera obra El rey de amarillo, conjunto de relatos que marcó a varias generaciones y subsiguientes, el cual aún siendo escrito de forma convencional, sí introdujo algunas novedades, como la aparición de un “narrador desplazado”, el cual enloquecía a medida que iba contando su historia, lo que terminaba por contaminar el relato hasta transformarlo en ilegible, y la idea de un libro que podía volver loco a quien lo leyese, obra dramática que tenía por título precisamente como “El rey de amarillo”, y que se rodeaba de toda una mitología que hablaba de una ciudad ficticia y espectral llamada Carcosa (creada años antes por Ambrose Bierce). La demoiselle d'ys, texto que comentaremos y que figura en la colección citada, abre con el siguiente epígrafe:

"Hay tres cosas que son en exceso/ hermosas para mí, sí, cuanto que no conozco: El águila en el aire; la serpiente en la roca;un barco en medio de la mar; y la presencia de un hombre ante una doncella."

Son pues, un ave, una serpiente, un barco y una mujer, el cuarteto que prefiguran lo que ocurrirá. Un explorador americano ha perdido el camino y se ve de pronto solo en medio de un páramo; sabe que si encuentra el mar podrá regresar hasta una misteriosa isla que lo espera, pero las cosas no resultan así. La irrupción de una joven francesa cetrera (adiestradora de aves rapaces, en este caso un halcón) alimentan la esperanza del viajero; en efecto, él, asombrado por el temple y la figura de la mujer, se deja guiar por ella hasta un viejo castillo. Ahí descubre no sólo que otros halconeros le rinden a ella pleitesía, sino que también hacen gala de un francés antiguo, probablemente medieval, extrañeza que se refuerza por el anticuado mobiliario y las curiosas ropas que usan los habitantes de ese reino. El viajero, espíritu libre y aventurero, representa el reverso de la doncella; mientras él ha recorrido el mundo, ella nunca ha salido de esos idílicos páramos. Él, al poco transcurrir en esa nueva morada, entiende que sus anfitriones han quedado atrapados, aislados durante siglos en una pequeña comunidad que se ha detenido en el tiempo, no mutando su lengua y costumbres, lo que redunda en una candidez conmovedora. El amor surge de forma natural y cursi para nosotros los contemporáneos entre ambos, tomando la forma del antiguo arte de adiestrar halcones, en un contexto que recuerda al paraíso perdido: 

Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. Entonces Jeanne d'Ys cogió mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette

Está el amor, están las aves, la doncella y un mar quieto. Pero falta la serpiente, que aparece intempestiva. cortando de raíz los últimos párrafos del relato. ¿Qué ocurre en el último tramo? No lo diremos, al menos no frontalmente, pero lo conectaremos con el segundo relato, que juntos guardan una poco visible, pero estrecha relación.

TRES LÍNEAS DE FRANCÉS ANTIGUO

Abraham Merritt no gozó de tanta popularidad como Robert W. Chambers, pero sí tuvo grandes momentos literarios que probablemente se fueron disgregando y opacando por su breve producción. En la época en que Merritt publicó sus escritos los cuentos de misterio y fantasía, los denominados weirds tales, contaban con una gruesa base de lectores y publicaciones. Entiéndase que era una época y un contexto en que el talento literario podía estar o no presente en estas publicaciones, leídas a raudales, pero sin ninguna pretensión artística más que la de vender y entretener, y en esas lides, la posta fue tomada con gran maestría por tres escritores: Lovecraft, Robert Howard y Clark Ashton Smith, los narradores que más imaginación y dotes demostraron. En esta constelación de autores costaría mucho brillar por luz propia, y pese a que Merritt cayó bajo el influjo de Lovecraft (homenajéandolo en varios temas y relatos) realizó exploraciones llamativas para el género, como la irrupción de seres provenientes de dimensiones paralelas (temáticas que en la actualidad han sido explotadas hasta el hartazgo pero que en la época era una anomalía), alegatos ecológicos como ocurre con su relato modélico La dama del bosque (que adelanta el espíritu de El hombre del pantano de Alan Moore), y el relato que nos preocupa, Tres líneas de francés antiguo.

El relato es magistral no sólo porque estar bien escrito, sino también porque se adelanta a los mundos simulados de Philip K. Dick, deslizando la idea de que la técnica puede alterar la conciencia para hacerla ingresar a otras realidades. El cuento se inicia directamente con un diálogo confuso, en la que un hombre habla de los horrores de la guerra, y pese a cualquier ética, alaba las bondades que se han podido extraer de ella. Estamos pues —lo sabemos más tarde—, en medio de una conversación entre científicos, quienes han elegido como tema hablar de la sugestión para enarbolar sus más dispares teorías. ¿La sugestión puede desencadenar visiones sobrenaturales?, ¿Y qué relación tiene con la guerra? Engarzando a estas interrogantes, uno de los científicos expone el curioso caso de Peter Laveller, soldado francés que estuvo a punto de morir en las trincheras de la Gran Guerra, pero que sobrevivió y gozando de buena salud, una vez finalizada, volvió nuevamente hasta el lugar en que sucedieron los hechos difíciles de explicar, para morir ahí mismo, como buscando la muerte de forma voluntaria. 

Utilizando el mismo recurso del relato gótico en la que alguien transcribe un manuscrito o escucha una “historia verídica” de la boca de otro personaje, uno de los oyentes de la historia, un tal Abraham Merritt, se ha comprometido a cambiar los nombres para proteger a los verdaderos participantes y relatar lo que ocurrió.  Entonces, sin más, pasa a relatar los tensos momentos de este soldado francés, quien en medio de las metrallas, los bombardeos y el fuego que escupen los obuses, intenta mantener la línea de trinchera fuera del alcance de los enemigos, describiéndose una tierra manchada de sangre por la gran cantidad de hombres caídos y apilados como moscas. El soldado, nos dice el cuento, está agotado por la falta de alimentación y sueño. De pronto, entre medio de la pólvora y las nubes tóxicas, vislumbra un viejo castillo medio en ruinas, el cual alcanza como última esperanza para protegerse en sus ruinosos sótanos. Hasta acá, estamos ante un relato bélico y realista, pero sin previo aviso, se apersonan tres figuras, entre ellos un cirujano. ¿Qué quieren?, se interroga el soldado francés, tratando de entender qué buscan, pero en el esfuerzo se desvanece, y en ese desvanecimiento, pasa a un mundo fantástico: de la pesadilla de la guerra llega a un lugar totalmente opuesto, descrito con abundante vegetación, flora y fauna rebosantes:

Era un mundo absolutamente normal, tal y como debía serlo. Pero recordó que en cierto momento había estado en otro mundo, remoto y muy diferente de este: un mundo lleno de miseria y dolor, de barro manchado de sangre y suciedad (…) un mundo lleno de crueldad. 

Como en el relato anterior, acá también hay un castillo, y también una dama que vive en el; una mujer descrita con profusión de detalles, resaltando su gran belleza. Ella parece no saber qué es Francia, pero se entrega prontamente al soldado y comienza a confortarlo. La señorita Tocquelain —ese es su nombre— lo presenta ante su madre y lo convida a un banquete. Él insiste en su lamentable estado, que por estar en las trincheras está todo sucio con barro, pero ella y su madre le recalcan que no es así, que sólo es una ilusión de su mente la visión lamentable que tiene de sí mismo. 

Como el amor, la felicidad no dura mucho. Entremedio del banquete una visión lo espanta; puede ver la guerra, en forma de escenas fundidas y superpuestas con la cena familiar; las trincheras son reales, los hombres se están muriendo, reflexiona horrorizado el soldado. Él sólo se ha quedado medio dormido y atrapado entre la vigilia y el sueño ¡Necesita despertar rápido o van a morir todos sus compañeros! Grita desesperado. La joven y la madre lo apaciguan y le dicen que el mundo en el que están ya no existe, que están ahí para descansar, que es un lugar en el que van a morar los muertos. El soldado francés les dice que entonces volverá a su mundo, pero antes, pide que le entreguen algo, cualquier cosa, para intentar demostrar a los hombres de las trincheras que tras la muerte no hay infierno ni una oscuridad eterna: que existe un mundo confortable, que ese mundo es la salvación. Entonces la madre le entrega una flor y la joven una carta escrita por su puño y letra. La imagen de las trincheras y del mundo idílico se desvanecen, para dar paso a una sesión en la que un grupo de científicos ha experimentado con él en plan de trance hipnótico. La finalidad no es otra que la de comprobar si alguien cualquiera, recibiendo estímulos específicos, es capaz de alucinar con una realidad paralela inducida.  El soldado francés despierta asustado, relatando lo que ha vivido como algo verdadero, pero cuando se entera de la farsa en la que ha caído (que la doncella es sólo un nombre cualquiera susurrado, que los mismos científicos han puesto en su chaqueta una flor y una carta escrita a mano) entra en un frenesí violento. Entonces ¿si la flor desgajada y la nota escrita que tiene en su poder son falsas… su paso por el otro mundo es igualmente falso? Pero el soldado francés tiene una última prueba, y aquella prueba es la que convierte a este escrito en un cuento memorable, por hacer posible lo imposible.

LA FLOR DEL PARAÍSO

Borges ensaya en La flor de Coleridge una historia de la literatura basada en la asombrosa, pero no del todo imposible, idea de que ésta podría estar siendo elaborada por un mismo espíritu que va acercándose a disimiles autores, de diferentes épocas y espacios geográficos. Ese espíritu no es otro que un mismo tema que va adoptando distintas máscaras. El tema que propone Borges es el del viaje imposible, citando varios casos, como por ejemplo, en el que Wells narra en La máquina del tiempo,  elaborando la idea de un hombre que trae del futuro una flor paradojal, porque aún no existe en el presente. 

Tanto las historias de Robert W. Chambers y de Abraham Merrit acá referidas, se suman a la hipotética antología del viaje imposible. ¿Y cuál es el epítome de ese viaje imposible? Borges lo señala y se desprende de los siguientes versos de Colerdige:

¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar...
tuvieras esa flor en la mano?

viernes, 20 de abril de 2018

Allá Lejos de Joris-Karl Huysmans: horror y fascinación por la Edad Media


Editorial Valdemar
Allá Lejos. Joris-Karl Huysmans.
Ed. 2015. 365 págs.


Cuando pensamos en los grandes autores franceses del siglo XIX, pensamos automáticamente en Balzac y Stendhal como los grandes renovadores de la novela, en poesía aparecen Rimbaud, y Mallarmé, y si tuviéramos que mencionar a los decadentistas pensaríamos rápidamente en Baudelaire o en Lautréamont. El canon se ha cimentado por años y años de lecturas y relecturas: es volátil porque flota en la psicósfera, pero también es rígido, pues se ancla en la materialidad de los libros y en las lecturas que circulan.  

Joris-Karl Huysmans es, por sus temáticas y estilo, un escritor deslumbrante pero fuera del canon. Ya sus contemporáneos, como Oscar Wilde, celebraron su trabajo, siendo elogiado posteriormente por una línea de escritores franceses que va desde Marcel Proust (quien lo alabó por las vigorosas evocaciones de sus personajes), Céline (por su pesimismo) hasta llegar a Houellebecq, quien dijo que “feliz habría sido un gran amigo suyo”, al considerarlo como el escritor misántropo más grande no sólo de su tiempo, sino de la historia. El elogio de Houellebecq no es gratuito. Escribe Huysmans en Là-bas, la obra que nos ocupa —traducida como Allá Lejos según la Valdemar—un cuadro que busca retratar el mundo de los escritores de aquellos años: 

“Los literatos se dividían (…) en dos grupos, el primero, compuesto por burgueses ávidos, y el segundo, por palurdos abominables. En efecto, unos eran los que el público mimaba, corruptos, por lo tanto, pero exitosos; hambrientos de consideración, imitaban a los comerciantes de altura, se deleitaban en las cenas de gala, daban fiestas de etiqueta, no hablaban más que de derechos de autor y de ediciones, hacían sonar el dinero. Los otros se arremolinaban en manada en los bajos fondos. Eran la gentuza de las tabernas, el residuo de las cervecerías. Todos se odiaban, pero se gritaban sus obras, publicaban su genio, rebosaban los bancos, y, atiborrados de cerveza, vomitaban hiel.”

Aquel desencanto por el mundo de la literatura no venía de la mano de un refinado dandi, que ocioso, registrara el vaivén de los espíritus que se amontaban en las tabernas. Huysmans tampoco fue un desarrapado sin ley que estuviera al borde del crimen o de la bancarrota, al revés, fue un pequeñoburgués sin mayor fortuna y sin contactos, un funcionario que trabajaba para el gobierno de turno, y que en sus últimos años se convirtió al catolicismo; no obstante fue un hombre nada pío, que metió el dedo en la llaga de la sociedad de su época, hablándonos de temas molestos y sacrílegos que escandalizaron a sus contemporáneos (y que aún volvería a hacerlo si se le leyera con más atención), aunando satanismo, esoterismo, infidelidad y locura en su celebrada y vilipendiada Allá Lejos.

GILLES DE RAIS: TAN LEJOS, TAN CERCA

Allá lejos no es una novela al uso. Existen dos niveles narrativos que se van entrecruzando y superponiendo, aunque uno está supeditado al otro. La historia principal narra las vicisitudes del escritor Durtal, quien fascinado por el satanismo y el mundo espiritual de la Edad Media, se lanza en una investigación personal para intentar comprobar si es verdad que existen las misas negras, los sacrificios y la adoración por el Mal. Salen en su camino un hombre especialista en campanología, el tañido de las campanas que es mucho más que coger una cuerda y hacerlas sonar, un astrólogo que afirma ser de los reales y no de los charlatanes que tanto pululan,  una mujer fatal que podría estar o no conectada con una secta satánica, y finalmente Des Hermies, un intelectual que actúa como una suerte de espejo o rebote que refracta y expande las inquietudes artísticas y espirituales de Durtal.

La segunda historia que se entrecruza con la principal es la investigación biográfica que hace Durtal sobre el barón de la Edad Media Gilles de Rais, conocido como Barba Azul, quien ha sido considerado como el mayor asesino y criminal de la historia, principalmente por el centenar de niños que ejecutó en misas negras, de las formas más inimaginables y espantosas que Allá Lejos describe con lujo de detalles. Tras relatar la infinidad de maltratos soeces y luctuosas perversiones que comete con los impúberes —que por respeto a la sensibilidad del lector no transcribiré acá—  se describe así a de Rais tras sus asquerosas orgías:
“Los cuerpos que ha masacrado y cuyas cenizas ha hecho tirar en los fosos resucitan en forma de larvas y lo atacan por las partes bajas. Se debate, chapotea en la sangre, se yergue sobresaltado, y encorvado, se arrastra a cuatro patas, como un lobo, hasta el crucifijo, cuyos pies muerde rugiendo.”
Allá Lejos hace gala de una prosa realista que en estas descripciones se revienta con escenas pesadillescas, intentando horadar en el gran misterio de cómo un hombre, un barón que fue compañero de Juana de Arco, un campeón de la cristiandad y de las buenas obras, fue capaz de hundirse en el fondo cenagoso de la miseria, en los más asquerosos pozos de la locura. Y lo que atisba Durtal, es que es necesario adentrarse a la Edad Media para intentar comprender el por qué de estos excesos.

LA VILIPENDIADA EDAD MEDIA

A pesar de que el Medioevo abarca mil años de historia y se suele dividir en Alta y Baja Edad Media, esta siempre se caracteriza en términos generales como una etapa oscura, de pocas luces y muchas tinieblas, periodo ampliamente desprestigiado  en su momento por los humanistas y renacentistas, quienes consideraban el Medioevo apenas como un puente o escollo entre la antigüedad clásica, representada por los griegos y los romanos, y la modernidad, marcada por el sino de la civilización, el desarrollo de la cultura y el arrollador progreso.

Sabemos que el cristianismo primitivo de los primeros siglos después de Cristo, en muy poco se asemeja al culto erigido por la Iglesia Católica durante la Edad Media, y es precisamente en este encuadre de hechos, que la Edad Media sea considerada una época de caballeros andantes repartiendo mazazos a diestra y siniestra, junto a santos enclaustrados al borde del delirio. Gran parte de las formas y del espíritu que aún existen al interior del clero, son herencia directa de la tradición medieval, por lo que no es descabellado afirmar que la Iglesia Católica es la Edad Media, rediviva, punzante, polémica y vigorosa, aun hoy, en nuestros tiempos. No obstante, la mirada de Alla Lejos corresponde a la mirada de un escritor francés de fines del siglo XIX, decadente por ser antimodernista y por despreciar los valores burgueses de su época, quien critica duramente a la iglesia de su tiempo, enarbolando a la Edad Media como una etapa esplendorosa:
“El clero, que a pesar de esos pocos conventos que desolaron los ladridos de la lujuria, las rabias del Satanismo, fue admirable, ¡se arrojó en éxtasis sobrehumanos y alcanzó a Dios! Los santos florecen a través de aquella época, los milagros se multiplican, y, aunque aún es omnipotente, la Iglesia es dulce con los humildes (…) Hoy odia al pobre, y el misticismo agoniza en un clero que frena los pensamientos ardientes y predica la sobriedad del espíritu.” 

HUYSMANS VUELVE DE LA SOMBRA

Toda la tensión de Allá Lejos descansa en si es posible que la antigüedad pueda coexistir con la modernidad. Ritos de sangre, fiestas paganas y sacrificios de la Edad Media han sido muy bien documentados, pero ¿qué pasa en el París de fines del siglo XIX? ¿Existen sociedades secretas que alaban al Demonio? ¿Y quién es ese sacerdote llamado Docre, el que se ha hecho tatuar en los pies la figura de Cristo para pisotearla todo el tiempo y que dicen que envía maleficios a sus contrincantes? Allá Lejos es la inmersión de un hombre en la espiritualidad, y no de manera dulce y despojada de dolor, es un intentar llegar “allá arriba” desde muy abajo, desde muy lejos, de alguien que sabe que tras la monotonía del diario vivir, podría esconderse un conflicto eterno entre dos contrarios irreconciliables.

Pero Alla Lejos es más que eso. Es también la tirria, la rabia que siente Huysmans con su propio tiempo expresada a través de su personaje Durtal; es una rabia contra la falsedad, la hipocresía y la indolencia, contra el clero hipócrita que prefiere las divisas de los ricos y las buenas comidas para llenarse la panza, es también un ajuste de cuentas contra el naturalismo y los movimientos de moda que sólo buscan el objetivismo, el “retratar” la exterioridad y superficie de las cosas pero dejando de lado lo sobrenatural, la oscuridad de lo mágico, la integración de los contrarios en una visión más excelsa y sublime que el reduccionismo de la ciencia, es Allá Lejos la posibilidad cierta de que la Edad Media fue más que un montón de monjes rezando y azotándose en las abadías y grupos de enloquecidos caballeros dándose espadazos, fue la Edad Media, nos propone Huysmans, mucho más que eso, fue una época donde coexistió la libertad con la esclavitud, la magia con la ciencia, la cristiandad con el satanismo, que la alquimia era una forma más metafórica y alegórica de entender la química. 

Huysmans nos dice de la mano de su alter ego Durtal, que es posible acceder a otro mundo, y que:
“Sólo es interesante conocer a los santos, los criminales y los locos; son los únicos cuya conversación puede valer la pena. Las personas con sentido común son necesariamente vanas, porque machacan la eterna antífona de la vida aburrida.”
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