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martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 
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