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viernes, 10 de mayo de 2019

Extra Life: 10 videojuegos que han revolucionado la cultura contemporánea




Editorial Errata Naturae
Extra Life, Varios Autores
1era edición 2012.

Recién estaba dando mis primeros pasos en la vida cuando tomé por primera vez un mando de videojuegos. Se trataba del Pong. Era el año 1986 y tenía tres años. El Pong era un juego arcaico, compuesto por una pequeña consola y un control, el cual se conectaba a la televisión donde se podía vislumbrar (y en mi caso en blanco y negro), dos paletas que se movían evocando un tenis muy rudimentario. Mi padre, que era técnico electricista, trabajaba armándolos, y por eso tampoco fue extraño que me llevara desde muy pequeño a las maquinitas de videjuegos (que en esos años le decían simplemente videos y no arcade), donde tuve mis primeras partidas memorables de Double Dragon, Street Fighter y Arkanoid. Mi relación con los videojuegos a lo largo de los años fue accidentada; en mi frenesí por dominar los avatares del Atari, el Nintendo, el Super Nintendo y el Nintendo 64 descuidé los estudios, algunas amistades, pero nunca dejé de cultivar el afán por conocer e imaginar mundos imaginarios (y posibles).

Saco a colación este breve retazo autobiográfico, porque podría ser la historia de cualquier jugador veterano, la de ese que rescató a la princesa, recorrió los laberintos más intrincados matando nazis, o viajó a planetas donde extraterrestres salvajes construían sus colonias. Ser videojugador durante mucho tiempo fue castigado y mal visto: que era una adicción nociva porque separaba al jugador del mundo real, que podía traer trastornos mentales propios de los ludópatas, que empujaban al ocio y a la irresponsabilidad, que podías convertirte en un sociópata, y mil taras más.

Un libro como EXTRA LIFE: 10 videojuegos que ha revolucionado la cultura contemporánea (EL10 de acá en adelante), marcó un hito en el mundo hispano, acabando con la idea preconcebida de que los videojuegos sólo eran un ocio pasatista, y que desde ya es una actividad que sí se puede tomar más en serio. Por supuesto que existe una larga data de estudios y ensayos en el ámbito anglosajón, y que la apuesta escritural sobre videojuegos tiene su pasado en las viejas revistas, pero EL10 fue un importante paso que trajo consigo que se visibilizaran iniciativas en el mundo académico y editorial, dejando de lado esas guías de Tienes que jugar estos mil juegos antes de morir y las consabidas reseñas para poner al videojuego en la mira del pensamiento y la reflexión.

El homo ludus y el homo poeticus

Una cualidad innata en el ser humano es su impulso por jugar y por crear. Es como si dentro de nosotros estuviese impresa esa capacidad que se observa con claridad en los niños, cuando los vemos ingresar a mundos alternos donde rigen otras leyes. EL10  a través de 10 ensayos examina juegos claves, más dos bonus que analizan el fenómeno desde posiciones globales. Su propósito no es exhaustivo, no está ni Mortal Kombat ni la saga de Street Fighters ni la aparición del primer Sonic, ni el glorioso y épico Chrono Trigger, pero un libro no tiene por qué ser autoconclusivo cuando se trata de abrir un tema que no lleva más de un decenio en exploración. 

Lo novedoso de este compilado es que la información y el contenido se va desgranando por capas, partiendo por una nota periodística sobre una mujer que bate un récord mundial en el Tetris (el videojuego amado por antonomasia para quienes odian los videojuegos), una historia breve de Nintendo que pone en énfasis el largo camino de depredación y fracasos que una empresa debe seguir para lograr posicionarse (y cómo surgió la inesperada imagen de Mario, un fontanero con sobrepeso que no auguraba el boom que vendría después), o las películas que marcaron al creador de la saga Metal Gear, Hideo Kojima, esbozo escrito por él mismo el cual le rinde homenaje a películas de serie B como las que hizo Carpenter o Romero las cuales tenían como elemento clave la evasión y la huida. 

Cuando llegamos al escrito de Lee Sherlock sobre Zelda, ya hemos hecho el recorrido inicial para entrar de lleno en la filosofía del tiempo. La saga de Zelda supuso un quiebre en la concepción lineal de los videojuegos, en especial con los juegos Ocarina of time y Majora's Mask, las cuales abren el abanico de las posibilidades en la que un jugador se puede implicar, en el primero porque se nos pone el desafío de Link, el protagonista del juego, quien debe madurar y ganar experiencia en un futuro para luego derrotar a Ganondorf, el malote principal, y el Majora`s Mask, porque luego de tres días (que equivale casi a una hora de juego real), el mundo se destruye y se vuelve de nuevo al día uno, una y otra vez, hasta que el jugador se ve inmerso en un desafío en el cual debe gestionar al máximo lo que hará en esos tres días para intentar dejar alguna huella tras el colapso, intentando recuperar el tiempo perdido a través de objetos y dinero.

L10 pone de manifiesto la evolución de este entretenimiento: pasando de un rol pasivo en el que nos limitábamos a explorar espacios muy delimitados y lineales, a juegos de mundo abierto como es el GTA (y el ensayo etnográfico que contiene es una crítica brutal al sistema) o los juegos masivos en línea como el World of Wordcraft, con un artículo que abre sobre una protesta que realizaron miles de jugadores por considerar que el desarrollo del software no era equilibrado ¿qué hicieron? Disfrazaron a sus avatares de gnomos y comenzaron a desfilar por las tierras ficticias del juego, entorpeciendo las normas comunitarias y esenciales: jugar, conquistar y destruir. Los jugadores fueron banneados, pero se constató el hecho clave de que la mente del jugador nunca fue pasiva, que no solo somos homo ludens, o ludus, sino que también poeticus, que el jugador busca co-participar creativamente en el desarrollo de los juegos, y aquella fue una lección que los futuros desarrolladores de juegos no podrían dejar de soslayar.

Pero un momento ¿qué es un videojuego?




El teórico de los media y crítico social  McKenzie Wark autor del Manifiesto Hacker, desgrana con  maestría lo que es uno de los puntos más altos del libro, la popular saga de Sims. Correr, saltar, ganar experiencia, matar al jefe, recuperar una llave, viajar en el tiempo o colaborar en línea, son borrados de las fronteras con este producto, el cual su creador no lo consideró como un videojuego, (y con razón) sino como una experiencia de simulación de la vida contemporánea. En parte es cierto, porque Los Sims (los que ya lo jugaron sabrán a qué me refiero), busca emular la vida de alguien X que construye una casa, se compra un sofá nuevo, hace relaciones sociales, vive para trabajar y si hace las cosas de forma equivocada se puede morir por una cocina en llamas o de alguna enfermedad mortal. Estamos ante el despliegue de una inteligencia artificial que busca emular cómo sería una vida perfecta: una vida de amistades, de reconcomiendo social y de mucho dinero. Visto desde ese ángulo, Sims es un juego perverso, porque parece insinuar que el camino hacia la perfección tiene unos cuantos algoritmos que se pueden reducir a un puñado de alegorías, y así como se pueden cuantificar las posibilidades y las elecciones que debemos tomar para hallar la felicidad (en un mundo ficticio) ¿quién no dice que podamos trasladar esas mismas ideas al mundo real? Alegoritmo, es el concepto que acuña el teórico para fusionar el concepto de alegoría y algoritmo, temática que desarrolla en su ensayo hasta hablarnos finalmente de las placas de Intel para poner en entredicho al sistema poscapitalista: el Congo fue escenario de brutales guerras y de una explotación desmedida, todo con tal de conseguir estaño, tántalo y otros minerales necesarios para la creación de los chips que sustentan la creación de celulares, computadores y por supuesto consolas. Milicias y grupos rebeldes del Congo, financiados por la venta de estos minerales, han matado a más de 5 millones de personas desde 1998, estableciendo así una línea divisoria muy tenue entre la creación masiva de máquinas de entrenamiento, la alegoría de felicidad que pretende instaurar Sims, y el horror y la muerte.

Porque los videojuegos pueden ser más que juegos. Pueden ser herramientas de simulación virtual de guerras masivas, o puestas en escenas del mercado financiero con fines predictivos. Millones de jugadores están contribuyendo a su desarrollo, jugando y probando nuevas experiencias ¿pero jugando bajo qué costos y fines futuros?

Un escenario cultural en vías de expansión

Desconocemos a ciencia cierta qué se hará con toda la información que se está recabando en estos momentos en las millones de consolas y celulares en funcionamiento. El videojuego, que alguna vez se erigió como un mero pasatiempo, ya es una industria consolidada que ha desplazado al cine y a la televisión respecto a ventas: estamos ante una nueva corriente que no hace más que alzarse, diversificarse y estratificarse. La complejidad no ha hecho nada más que comenzar. El GTA, antes citado, nos pone en la piel de un delincuente barriobajero, negro o extranjero, que se mueve por los suburbios de San Andreas replicando la misma lógica del imperialismo, es decir ganar espacios y liquidar a los rivales o someterlos. GTA, polémico por el uso desmedido de la violencia, la cosificación de las relaciones en las que las putas y los cafiches campean, es mucho más problemático si se analiza desde un punto de vista etnográfico. “Me encantó robar ese coche. Una antropóloga en el mundo de GTA”, de Kiri Miller, no hace más que explorar y explotar con perspectiva crítica una experiencia individual que deviene colectivamente en foros y hazañas que los mismos videojugadores comentan, aumentando los horizontes míticos de un mundo que sólo en apariencia es cerrado, pues fuera del juego siguen ocurriendo interacciones, como si se tratara de una matrix que nos permitiera entrar y salir a voluntad.

Las perspectivas parecen inagotables. Se puede abordar a un videojuego desde la ética, desde la filosofía, desde la misma narratología (el ensayo sobre el Half-Life 2 recuerda al lector in fabula de Humberto Eco). Consecuencias catastróficas o positivas como aportes a la medicina o a la educación pueden ser ambas caras de una misma moneda. 

La nostalgia me vence. Vuelvo a mis años en que parecía que la única evasión posible eran las consolas, en que rescatar a la princesa, resolver el último enigma o descubrir la táctica secreta para destruir al más malote de todos, eran la recompensa no del día, ni de la semana, qué diablos, era sentirse como un pequeño Dios, un héroe digital que por medio del ensayo y del error nos entregaba el videojuego, experimentado esa epifanía y esa gloria que era concluir un largo recorrido, una experiencia al borde de lo religioso y de lo maravilloso, que no, que nunca terminó con las pantallitas del final donde ponían:


Que el sueño recién estaba comenzando. 
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