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viernes, 12 de abril de 2019

Raymond Chandler: a quemarropa contra la lógica capitalista

Fotograma de Fantomas (1913)
Editorial Debolsillo
El largo adiós, de Raymond Chandler
1era edición en inglés, 1953, Esta edición, 2015. 448 págs. 


Raymond Chandler tenía 51 años cuando inventó a Philip Marlowe con su primera novela El sueño eterno. Como Cervantes, como Saramago, Chandler es un escritor tardío; sus primeros relatos aparecieron en la revista pulp Black Mask con 45 años cumplidos durante la década de los años 30, en plena depresión económica. Es cierto que antes, en sus años mozos, hizo sus intentos con poemas y ensayos que no tuvieron mayor repercusión, poniendo su capacidad creativa en el congelador por mucho tiempo. No obstante, Chandler fue un escritor tardío en un género que en ese entonces era nuevo. El policial había echado raíces con sus defensores y cultores enfocados en el drama de misterio, crímenes de guante blanco, pruebas de ingenio y deducción, en la línea que iba desde Poe hasta Agatha Christie y que en el momento en que Chandler salta a la escena (del crimen) el género no contaba ni siquiera con un siglo. 

Chandler, sin tapujos, afirmaba que la gran ventaja que tenían los escritores policiales (Detective Story as an Art Form), era que no se contaba con obras maestras que cristalizarán un género: en sus años ni siquiera Sherlock Holmes era considerado un clásico, por ende, se trataba de un lugar donde era posible inventarlo todo. Hoy, con la perspectiva del tiempo, ya podemos hablar del género que cuenta con obras clásicas, y El largo adiós, es una de ellas. Pero ¿cómo fue incursionar en un género que recién nacía?

Continuadores de la tragedia griega

En un cuento magistral de Rubem Fonseca, Novela negra, se nos cuenta la historia de un exitoso escritor de novelas policiales que viaja hasta Europa a un congreso sobre escritores del género, donde se exponen las diferentes tesis y corrientes desarrolladas en el policial. Winner (así se llama el escritor), sorprende a la audiencia proponiendo un enigma: él ha cometido un delito e insta a los concurrentes a descubrirlo. El cuento, que pone en abismo la tormentosa relación del escritor con su agente literaria y amante, propone la idea de que en el fondo, lo que hacen los escritores policiales, no es más que revivir la tragedia griega. “Somos continuadores de la tragedia griega”, dispara Winner, y ese es el núcleo principal por el cual discurren todos los caminos del policial: sin muerto no hay tragedia, y sin enigma no hay Esfinge a la cual derrotar.

Raymond Chandler
Chandler es diferente. Desdeñando al crimen como puzle, utiliza a su detective privado Marlowe como una especie de doctor de la sociedad, doctor que busca poner el dedo en la herida pero que tampoco se empeña por buscar un remedio a la enfermedad. Sabe que los crímenes continuarán sucediéndose, una y otra vez, en diversos estratos y con diversos elementos. En sus primeros relatos ya aparece la figura de los matones de poca monta, las mujerzuelas, los policías y los detectives privados que mal viven con tal de cumplir misiones y encargos. El estilo de Chandler es prístino y a veces abigarrado. Siempre violento: su santo y seña se resume en que “más vale una buena descripción y la ambientación de una escena, que la prefiguración de una trama sofisticada”.

Ya en los lejanos años 40 Chandler reconoce los trucos del oficio, trucos puestos ahí para dotar de mayor verosimilitud al relato policial. Primer corolario: se ha saturado hasta la caricatura la atmósfera realista. El cadáver imprevisto, la mujer en apuros, la escena en la que “tras un callejón aparece un hombre apuntando con su revólver”, se han vuelto inverosímiles, porque operan como guiones efectistas que sólo apuntan a que el lector siga avanzando veloz por la página. ¿Qué hay de realista en que tras cada esquina salte un gorila con una porra? ¿O que la policía siempre esté detrás de los pasos del delincuente de turno? La novedad se agota. Hay que innovar.

El largo adiós: poder y miseria

Chandler entiende muy bien que las posibilidades del policial se cierran. Pero entiende que el relato largo, novelesco, puede sacar a relucir otras temáticas que un relato breve apenas esboza. A Chandler le importa dejar al descubierto lo inoperativo y brutal que son los sistemas policíacos y legales, más que los crímenes en sí. Ausculta la sociedad que le tocó vivir:

“¿Qué mierda de sistema legal es este que permite que un hombre sea encerrado en un bloque de delitos graves porque no respondió una pregunta de un policía?”


Sabe que sus lectores ya han hecho el periplo, sabe que es necesario dar un golpe más fuerte para infundirles miedo. Marlowe, en El largo adiós investiga el asesinato de un millonario desesperado, Terry Lennox, que en realidad no es un millonario pero sí está desesperado. El hombre, una especie de Toy Boy, o juguete sexual de una mujer muy adinerada, es acusado de haberla asesinado. El pobre insiste que es inocente. Marlowe, con sus particulares códigos le cree a pie juntillas. Sabe que un hombre borracho tiene sus límites, sabe que un hombre borracho está más cerca de la verdad que de la mentira.  Marlowe, como buen borracho, cree en los borrachos. Pero Marlowe no es un mercenario, torciendo la moral de los detectives privados que sólo reciben encargos por la plata. Así, no busca sacarle dinero a su cliente, busca protegerlo, pero los lazos de protección son endebles. Sabe que tras la muerte de una mujer con plata otros mecanismos judiciales se prenden, otros mecanismos ilegales que él sospecha se activan, y en este caso se cumplen con creces: su cliente arranca a México y se suicida. Deja una nota escrita, informa la policía a la prensa, como prueba suficiente de que Lennox es el real culpable del crimen de su esposa. El caso se cierra.

 “Me siento algo enfermo y bastante asustado. En los libros encuentras situaciones semejantes, pero nunca lees la verdad.”

El caso no se cierra para Marlowe: sospecha que detrás hay una trama de millonarios aburridos, de gente peligrosa que busca cuidar reputaciones y liquidar lazos que ya no son provechosos, y que en el caótico tablero de ajedrez donde se desplazan las jugadas, la mafia y los políticos corruptos son sólo una figura más, fuerzas que se pueden usar a favor si se tiene dinero. Chandler pone la vara más alta que nunca; sus personajes lucen más cínicos y despiadados, como el millonario Harlan Potter, padre de la mujer a la cual se le achaca la mano asesina de Lennox, el cual parece estar mucho más interesado en sus negocios que en esclarecer el crimen de su propia hija. Su visión sobre el poder y los mass media son escalofriantes. Sabe que es un ciudadano común y silvestre, pero poderoso. ¿Por qué tanta mezquindad? ¿Por qué tanta ambición? El dinero, una vez más, es la contraseña del libro.

La escritura como sinonimia de éxito

Otro caso, que se va enhebrando con la muerte de Lennox, es la desaparición del exitoso escritor de best-seller Roger Wade, hombre que tiene una mansión, vende libro a raudales, tiene a una bella mujer, pero que es infeliz, un fracasado adicto al alcohol, un loser en el término total de la palabra. Chandler administra con mucho cinismo y sabiduría su particular visión de la sociedad americana capitalista: la figura del empresario, del innovador, del american dream, no son más que cortinajes que ocultan la naturaleza endeble del ser humano. Ahí donde alguien logra posicionarse y escalar, no es por su talento, es por sus relaciones sociales y su cuna. El éxito es un fracaso, porque sólo alguien demasiado inocente o que viva demasiado dopado puede esgrimir el delirio de que el dinero y el reconocimiento son el culmen de la realización personal. Wade está destrozado; no sabe cómo terminar sus libros, pero entiende que sus libros son una mierda pasatista, y nadie le venderá la pomada. Sabe que pudiendo tratar otros temas personales está amarrado de pies y manos, pues debe cumplir con el patrón oro, y el patrón oro en la literatura norteamericana de millones de ejemplares vendidos es renuente a temas espantosos o complicados que afecten la credibilidad de las instituciones. Ni hablar de estilo. Asumir una voz ajena es no tener estilo, pues para tener estilo se debe ser totalmente independiente, no cumplir con ningún credo, ni político ni social; es oír la voz interna, y desde ahí adentro ir sacudiendo las ruinas que la entorpecen y la dificultan. 

Evidentemente Chandler sí adoptó fórmulas, claro está, Hammet es su Padre  y le ayudó a correr en los primeros cien metros de la maratón, pero él como Hijo, sabe que la literatura, como dijera Nabokov, es contribuir con un nuevo lente para enfocar y mostrar lo que antes no se había visto con nitidez.

“Mis padres están muertos, no tengo hermanos ni hermanas, y cuando me liquiden en un callejón oscuro (…) nadie va a tener la sensación de que su vida se ha quedado sin sentido”.



Y salir de ese callejón oscuro, herido pero vivo, es otra forma de contar la historia personal de un escritor que entregó nuevos binoculares para continuar con la tragedia griega. Es el largo adiós, que aún sabe saludarnos desde su lejanía, para contarnos algunas cuantas verdades. Incómodas, la mayoría.
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