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viernes, 19 de enero de 2018

Pierre Bayard o el arte de la no lectura

Editorial Anagrama.
Cómo hablar de los libros que no se han leído: Pierre Bayard (Ensayo)
1era Ed. en español 2008. 200 páginas.
Traducción: Albert Galvany Larrouquere

Lo positivo de enfermarse, sobre todo de enfermedades graves, es que todo el vacío del tiempo cae a cascadas sobre la inmovilidad del enfermo, y esa inmovilidad es fundamental para la lectura. En realidad no me refiero a cualquier enfermo, tampoco a cualquier enfermedad, en realidad lo que quería hacer notar es que existen libros, grandes, voluminosos, como En busca del tiempo perdido, de Proust, o Umbral de Juan Emar, que parecen concebidos más para gente con piernas fracturadas, caderas rotas, tísicos, y toda una larga lista de patologías que inmovilizan y nos anclan a una cama, que para el ciudadano común de a pie, ese que lee poco, o lee mal, y no porque no le guste leer...¡cómo no le va a gustar leer si leer es tan entretenido! No lo hace, simplemente, porque no tiene tiempo para leer. Pero tiene tiempo para mirar horas interminables las redes sociales a través de su móvil, o para darse maratones interminables de Netflix, por mucho que el cristiano en cuestión trabaje o tenga mil responsabilidades por delante.

La verdad es que los únicos que sufren ansiedad por no leer, por no tener un tiempo más amplio para hacerlo, somos los que leemos, los que estamos constantemente haciendo listas escritas o imaginarias de libros por leer o releer, los que estamos (o no estamos) hasta el cuello con responsabilidades, buscando robarle horas a la rutina, ya sea en el trabajo, o arriba del transporte público o entre sueño y sueño, para poder dejarse arrastrar por el vicio impune. 


Ante la ansiedad de no lecturas, es que Pierre Bayard expone una singular tesis. En Cómo hablar de los libros que no se han leído, Bayard afirma que en nuestra memoria, en nuestra biblioteca individual, existen un montón de baches, de lagunas mentales causadas por la desmemoria y/o la imposibilidad física, monetaria o azarosa para conseguir libros fundamentales para nuestro espíritu, tan culto, cautivo y cautivante de lecturas. Bayard toma esta premisa, pero da un paso más. Afirma que en un contexto académico, tales lagunas son imperdonables. La no lectura de Hamlet para un profesor de literatura inglesa, es igual de devastadora que la no lectura del Quijote, si se trata de un profesor de literatura hispánica. Hay libros canónicos, una lista mínima necesaria que debe conocer un académico. 

Pero para el resto de los mortales ¿a qué se refiere Bayard con la no lectura? El asunto parte con la proposición lógica de que somos incapaces de retener la totalidad de un libro: la memoria actúa como una especie de fotocopia errónea, llena de jeroglíficos que luego son reinterpretados por nuestro consciente. Pierre Bayard traslada un concepto del psicoanálisis a este ámbito: los “recuerdos pantalla”. Esto tiene que ver con ciertos recuerdos de nuestra infancia, que al ser tan dolorosos, nuestro inconsciente, incapaz de tolerar tales imágenes, suplanta con otro recuerdo al trauma, haciendo más tolerable nuestro porvenir. En el caso de la lectura, al no poder recordar cada fragmento del libro, creamos un “libro-pantalla”, una superposición general y bastante antojadiza del verdadero libro.

Sin embargo, el concepto de no lectura no se limita a los libros olvidados, también existen las categorías de “libros hojeados” y “libros desconocidos”. Son tantos los libros que los cánones culturales (piénsese en el monstruoso Harold Bloom) empujan a leer, y es tan escaso el tiempo, que muchas veces debemos aplicar lecturas antojadizas, rápidas, para hacernos una idea general de un libro. También existen comentaristas que nos hablan sobre libros que jamás hemos escuchado hablar, ilustrándonos a veces en dos líneas, o con el mero título del libro en cuestión, de qué podría tratarse tal obra. La no lectura empuja entonces al lector a situarnos de manera imaginativa al interior de las páginas del libro hipotético, a recrearlo por medio de un par de líneas, o inclusive por la portada o arte del libro.

Bayard, por cierto, no escribe un burdo manual para hablar en público de libros que no se han leído, sino que al contrario, toma como hecho fundamental que en todo ámbito de la vida humana reina una gran hipocresía –más aún y patente en el mundo académico- por lo que la no lectura no debe ser un escollo a la hora de hablar sobre aquellos libros no leídos, sino que nos insta a utilizar esta desventaja como un resorte imaginativo, que nos empuje a analizar detalles, arcos temáticos o personajes inexistentes, que sólo son capaces de existir gracias a la actividad creativa de los interlocutores.

Cada capítulo del libro contiene un ejemplo literario, que es examinado como si se tratara de hechos reales. Así, tenemos el secreto de la abadía y el libro maldito, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, las delirantes aventuras de un escritor de best-sellers que es confundido con otro más selecto, en El tercer hombre, de Graham Greene, o el caso de un sectario grupo de críticos y editores que publican y critican sin la necesidad de leerse los libros, como se ilustra en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

Este libro es una exquisitez, tanto por su humor ácido y refinado, propio de un Oscar Wilde disparando a quemarropa (el cual también es mencionado en la obra) como por su sentido lúdico de la literatura. Una vez terminada la lectura de la obra, de seguro que quedará discurseando en nuestras cabezas eso que siempre supimos referente a la conversación en torno a los libros, pero que nunca tuvimos la posibilidad de leerlo en un trabajo dedicado íntegramente al tema.

sábado, 16 de diciembre de 2017

Moloch o la escritura megalítica de Calamares


Editorial Contracorriente. 
Moloch: Juan Calamares (Novela)
1era. Edición 2017. 386 páginas

¿De qué está hecha la buena literatura? De palabras, me respondería con aire cínico un transeúnte cualquiera que me escuchara formulando esta interrogante.  La pregunta que hago es tramposa,  porque nadie formula preguntas al azar sin conocer de antemano sus respuestas. Hago entonces la pregunta consiente de la trampa, o de los obstáculos que podrían surgir al realizarla. 

Postulo que Moloch es una obra mayor de la literatura, primero, porque tiene la gran virtud de engarzarse a los relatos monolíticos, aquellos tallados en la roca sobre los orígenes y los temores ancestrales de la humanidad, y segundo, porque en la  consistencia que Calamares edifica en su historia, en su mismo centro, ruge, como una bestia apocalíptica de múltiples cabezas, la confusión de nuestra era, la era del caos,  una época sin épica, en la que los metarrelatos están muertos y sepultados, los valores tradicionales cuestionados, y las ideologías enterradas y machacadas a martillazos por el Sacro Santo Capitalismo y sus Huestes capitaneadas por la Diosa Televisión, El Lord Cine Hollywoodense,  La Tonta Reina Música, La Gran Madre Internet y el pequeño farfullador y vociferante Celular, monstruosidad que se conecta con el falso éter de la red y que lleva sus terminales y sus centros nerviosos hasta nuestros corazones y cerebros.

Lo postulado me obliga a referir el argumento de la novela, no porque el argumento sea lo fundamental en una obra (hay muchas que apenas lo tienen, o están escritas prescindiendo de él), sino porque en la presentación de sus personajes, y en la sordidez de su propia acción narrativa, relucen las fortalezas del libro. Al entrar a Moloch olvídense de ambientes refinados, de situaciones forzadas a la comedia, de personajes cultos y delicados,  y de todas esas situaciones que tanto abundan en las novelas pequeñoburguesas que tienen como eje los divorcios, las disputas inmobiliarias o familiares, los conflictos enmarcados en la teoría de género y toda esa miseria psicológica que con tanto brío escritores subvencionados o amparados por grupos acomodados ejecutan.

Moloch tiene la extraña particularidad de apropiarse del folletín y de los recursos de la literatura chatarra para contarnos una historia; hay un psycho killer, una mujer en aprietos que arranca de un perseguidor implacable, grotescos adoradores de una fe extinta, y lumpen a raudales. La particularidad es extraña, reafirmo, porque no se queda simplemente con estos elementos, como lo haría un buen o mal best-seller,  sino que empuja estos mismos recursos y los lleva más allá,  incorporando otros materiales, como el delirio bíblico, las descripciones cosmogónicas, el uso de frases largas que dejan sin aliento, el turbulento afluente de personajes, puntos de vista  y situaciones escabrosas que conforman esta novela río. Lo carnavalesco que podría traducirse en la celebración de la vida, se deslinda hasta lo monstruoso, cuando por ejemplo, en una parte del libro aparece uno de los tantos personajes que habitan sus páginas, y es descrito de esta forma:

Era aquel un hombre pájaro. Las mejillas le habían sido arrancadas por el cobarde ataque de su mutilador y tenía pedazos de su cráneo expuesto, tapados por piel cosida toscamente. Toda la cara era un despojo, rehecho a medias con injerto de piel desvencijados, como un Frankenstein tercermundista. Era aquel un hombre como un pájaro, un gran pájaro, de una especie inventada por un visionario o un loco, que descendía, eso sí, de la rama pleistocénica, en la que el pájaro aún no remontaba el vuelo, e iba por ahí dando saltos sin sospechar que un día aquel salto lo llevaría a las alturas y lo convertiría en el amo del cielo.
Frente a los derroteros de una novela normal y del montón, de aquellas que se encarrilan hasta el final jugando un solo juego, Moloch emprende una fuga en la que entra en conflicto lo racional con el absurdo, lo criminal con lo angelical,  lo onírico y lo imposible con lo verosímil,  contaminando su linealidad con elementos que terminan por colapsar y desbordar la realidad misma que nos describe, escapando su narración hacia fronteras insondables que estremecen. El narrador describe lo que ve un personaje, pero lo que ve el personaje desencaja con la visión común que podría inspirar el hecho de mirar un simple paisaje, como en este caso la cordillera:

Vio montañas milenarias, montañas con rostros, montañas que parecían obra de dioses, pero de dioses ocultos y extraterrestres, de mundos dormidos o vivos y en plena ebullición. Mundos con moradores gigantes, con guerreros que habían lanzado sus enseres a la tierra por puro aburrimiento.
Moloch levanta un mundo escondido, que podría estar alojado secretamente al doblar en una esquina cualquiera o al final de una calle, al adentrarnos por el callejón de una ruinosa construcción. Es como si detrás de toda escenografía barata, postales turísticas nauseabundas e inhumanas que abundan en las películas comerciales y en los malos libros de viaje, se erigiera en sus orillas un mundo en descomposición edificado sobre las ruinas de otro mundo, más antiguo e incomprensible y terrible que el nuestro.

Deambularon por extraños pasadizos de roca que parecían testimonios bíblicos de antiguas ciudades destruidas por la ira de dios. Cerraron las ventanas y escudriñaron los alrededores, como aborígenes maravillados ante un barco europeo. Se sintieron desolados y confusos y no se dijeron palabra.
Si los elementos principales de Moloch son folletinescos, y los complementos que sustentan su materialidad están recubiertos de misticismo y paranoia, la prosa de Calamares tiene un elevado valor por su estilo. Su valía radica en el uso de frases largas, construyendo una sintaxis peculiar, reiterativa y volcánica, pero sin muletillas, quizás como lo mejor escritura de Carlos Droguett o la reverenciada maestría que exhibe Faulkner. Es como si las palabras de esta novela salieran de una profunda herida y la sangre manara a borbotones, sin poder detener la hemorragia.

Era de noche y la luna resplandecía enorme en el firmamento y las caras de los hippies estaban iluminadas por la luz blanquecina del astro, como las caras de los médicos en la morgue y Sampano lloraba y pedía piedad, pero los hippies no lo escuchaban y danzaban a su alrededor y Hans se tomaba el mentón decidiendo qué parte de Sampano se comería primero y las gemelas se besaban y se chupaban sus propios pechos y aquello parecía una escena del pasado y ninguno, salvo Hans, sabía que estaban siendo dominados por una fuerza más antigua todavía, más cruel que la propia naturaleza.
Harold Bloom edifica su canon occidental a partir de Shakespeare, derivándose de ahí una tradición que tiene sus raíces en los relatos bíblicos y en las obras homéricas, y que por el tiempo se ramifica en otras obras monumentales como La Eneida de Virgilio,  La Comedia de Dante o Los Cuentos de Canterbury. Todas las obras que integran su canon (aunque para ser honestos no están todas las que como lector quisiéramos), dialogan con esta tradición, aportando un elemento o actualizándolo por medio de la inventiva. Pueden haber miles de argumentos para desacreditar la visión de Bloom ¿cuáles? A mí no me interesa citarlos, pero sí esgrimo una razón importante para considerar la perspectiva que nos entrega el crítico: hay tantos buenos libros para leer, que parece un despropósito perder el tiempo leyendo obras mediocres. Nuestra esperanza de vida no suele sobrepasar los 80 años, y los libros imprescindibles, esos libros que sobreviven generación tras generación y que siguen resonando con su eco en nuestro presente y en el porvenir, son la prueba manifiesta de que el tiempo los ha pulido como una lanza, llegando intactos, o hasta mejorados, a nuestras manos.

Y volviendo a la pregunta del comienzo ¿de qué está hecha la buena literatura? Yo agregaría que además de palabras, está hecha de piedras, porque antes que el grito o el beso, la manifestación primigenia de la humanidad (y esto lo saben muy bien los arquitectos y los geólogos), la primera comunicación del hombre con el universo apareció con el avistamiento de piedras, por medio de construcciones megalíticas como los menhires, o los dólmenes, o las rocas diseminadas por el paisaje producto de alguna erupción volcánica, rutas y formas que señalaron al hombre que antes de su existencia hubo algo más tremendo, hondo y terrible que su presencia en esta Tierra, una época perdida en que desfilaron los primeros dioses, las primeras tumbas y los primeros caminos. El lenguaje en la literatura, para acercarse a lo sublime, debe tener la fuerza necesaria para horadar en el misterio que nos oculta la piedra.  Y para fortuna nuestra, Moloch se erige como una montaña de músculos ante el esquelético panorama de la literatura chilena.


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