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viernes, 23 de febrero de 2018

Las primeras meditaciones de un condenado a escribir



Editorial Forja
Meditación de un condenado: Felipe Uribe Armijo.
1era Edición: 2010. 160 páginas.

En Chile no existe una tradición cuentística sólida. Exceptuando nombres como Baldomero Lillo, Manuel Rojas,  Federico Gana, principales exponentes del realismo, no ha existido mucho espacio para la experimentación, la ciencia-ficción, el horror o el policial. 

Corrijo: sí existen trabajos aislados, como la obra del excéntrico Juan Emar, o antologías como la del Verdadero Cuento en Chile, de Miguel Serrano, pero el resto son intentos laxos, dispersos, sin tener plumas potentes en los relatos breves, como la tradición inglesa, norteamericana, o mirando un poco más cerca, el valor y la potencia de un Borges, de un Monterroso o un Onetti.

No es lo mismo hablar de cuentos memorables, que pueden pertenecer a un periodo, temática o a un autor, que hablar de un libro de cuentos de forma íntegra. Visto así, ¿un libro de cuentos debería ser presentado como un disco conceptual, donde cada pieza remite a una construcción mayor? ¿O debería el autor mezclar géneros y romper la unidad temática? Algunas de estas preguntas surgen tras leer Meditación de un condenado, primer libro de Felipe Uribe Armijo, quien nos hace entrega de doce cuentos, cada uno logrando en mayor o menor medida la creación de mundos tormentosos, condensando diversos escenarios donde campean a sus anchas la desolación, los males de amor, la venganza y la muerte.

Frente a la aparente falta de unidad en la colección de cuentos, es posible entrever que en cada historia aparecen elementos de corte fantástico, aunados muy sutilmente por el tema de la condenación, no en el sentido lato de la absurda condenación –y postrera culpa- kafkiana, o la culpabilidad dostoievskiana en relación a un crimen y a una pena, sino a un tipo de condenación que parece establecerse a través de las propias decisiones del protagonista, quizás de forma más sutil: “Yo soy yo, y mis circunstancias”, al decir de Ortega y Gasset.

En otras palabras, remiten a una condenación que se emparenta y se matizan con la vergüenza: 

“Súbitamente me invadió la vergüenza. Me sentí como cuando de niño le soltaba a mi padre una caótica justificación de mis actos para que no me reprendiera”; el paso del tiempo: “ni yo ni ella éramos los mismos de aquella época. Yo, porque había madurado […], ella, […] porque me había demostrado estar más viva que yo”

O la desazón: 

“Ahora mi destino sería un planeta cualquiera de entre todos aquellos donde la guerra nuclear había acabado con la vida humana”. Así como una araña va tejiendo su tela para quedar atrapada y encerrada en su propia trampa, los personajes de esta obra deben menos al azar que a sus decisiones los laberintos en los cuales se van encerrando: ellos mismos parecen ser los principales causantes de su autodestrucción, y ése es el mejor acierto del autor en su obra.

Pero, ¿cuáles son las tramas que encierran los cuentos?

Existe por un lado, una marcada ciencia ficción antigua sobre visitas a otros planetas, descubrimientos de civilizaciones intergalácticas, desarrollo de inteligencias artificiales, y máquinas que permiten extraer personas del pasado, junto a un par de escritos más cargados a lo onírico, como la conjetural última batalla de dos delincuentes juveniles; el encuentro de un hombre con una fantasma del pasado (de su propio pasado); o el onirismo de una melancólico chivo que presiente su muerte, en medio de un matadero humano, tremendamente humano.

He ahí el mayor logro estilístico del autor; alejándose de los tópicos que atraviesan los cuentos de producción local, Felipe Uribe da un retroceso hacia delante, tomando lo mejor de escritores como Brian W. Aldiss, Ray Bradbury o Philip K Dick, sin ser reverencialmente técnico en sus descripciones, ni creador abismante de paradojas espaciotemporales, sino dotando a sus creaciones con un aire perturbador e inquietante, derrochando no poca ironía y estupefacción ante lo relatado, que en definitiva lo coloca en un sitial distinto en el cual se sitúan los cuentistas nacionales, cargados al costumbrismo capitalino, o a desentrañar los males de clase en historias sobre jóvenes disfuncionales que no logran encajar en la sociedad, ejes repetitivos en la cuentística nacional que salvo, Paulina Flores, o el primer Marcelo Lillo, se salvan de naufragar en el infierno de la chatura, sólo gracias a su elevada técnica y elaboración de cada pieza.

Meditación de un condenado es una excelente carta de presentación del autor; sin llegar a escribir una obra maestra que rompa los cánones del género, logra crear historias atrapantes y desesperanzadoras, que sólo tienen solución de continuidad en la mente del lector: no son textos clausurados, sino que poliédricos, de múltiples lecturas.

Destacan del conjunto, por técnica, construcción y virtuosismo, los cuentos Anet, el durmiente y Parque del reencuentro, por transmitirnos una soledad fulminante y transportarnos a un mundo donde entrechocan sueño y pesadilla. Es una lástima que los relatos no hayan sido difundidos en su momento, pero la historia de la literatura no es lineal, ni sólo está compuesta por infames: suelen salvarse de la hoguera del olvido aquellas obras que desafían el lugar común, ficciones que con el tiempo, en vez de acartonarse, ganan en espesor y vida.
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