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viernes, 8 de mayo de 2020

En los oscuros lugares del saber de Peter Kingsley

En todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son cosas. Novalis

¿Podría ser que nuestra noción de realidad, largamente acuñada, amasada, y convertida en objetos, ideas, ciencias y saberes, carezca de un eslabón o pieza faltante? Para occidente hay una línea sucesoria establecida que comienza con los griegos (aquellos que dotaron de esqueleto y estatura al hombre occidental al decir de Ortega y Gasset), se materializó en un imperio con Roma, cristalizó bajo una religión con un Cristianismo hundido en raíces paganas y judaicas, avanzó por una Edad Media luminosa y oscura a tramos desiguales (el amor cortés y las órdenes de caballería siguen resonando con sus ecos hasta la actualidad), se detuvo un momento en el renacimiento, situación bisagra que recogió nuevamente saberes de la Antigüedad, avanzó hacia el periodo de las reformas y las revoluciones, y se cruzó en una época dominada por una mentalidad positivista, cientificista y materialista, que no obstante ha tenido como contracara el desarrollo de la metafísica, la poesía o la física cuántica, y que al decir de Coleridge, no hay momento de la historia o de una discusión cualquiera en la que alguien encarne a Platón (el mundo de las ideas) y otro oficie de Aristóteles (el mundo sensible o de las cosas).

¿Qué es la realidad entonces? Pero más atrás, o en la misma tangente, ¿qué es un filósofo?  Peter Kingsley, doctor en filosofía por la Universidad de Londres, en Los oscuros lugares del saber, libro que nos ocupa, afirma sentir una gran decepción de su propio ámbito, al reconocer que la filosofía contemporánea se ha convertido en interminables citas al pie de página, en la que es casi imposible generar cualquier pensamiento o idea nueva que no tenga que estar condicionado por otra precedente, convirtiendo la filosofía en un camisa de fuerza de citas; camisa constrictora, porque no deja ventilar lo nuevo, y desagradable, porque sólo recibe en su cenáculo a “profesores” o “estudiantes” que no filosofan, sino que apenas se limitan a glosar y comentar, por lo general en un lenguaje especializado que aleja a legos y no iniciados.

PARMÉNIDES, PIEDRA CENTRAL DE SU EXPLORACIÓN

En los oscuros lugares del saber nos adentra en un viaje que nos obliga a torcer lo que sabemos sobre la filosofía y su origen: ahí donde descansa la trinidad Sócrates-Platón-Aristóteles, Kingsley retrocede y pone como punta de lanza a Parménides y su Poema, obra que por estar teñida de símbolos y extrañas metáforas, ha desafiado durante más de 2 mil 500 años a quienes han intentado interpretarlo, viendo muchos en el Poema una entrada hacia la luz y al pensamiento lógico, acaso la primera piedra donde se cimentará todo la estructura que sostiene nuestra realidad, o la postura contraria, que es la que defiende Kingsley, en la que Parménides no busca la claridad, sino que de adrede la oscuridad y todo lo que la rodea: la muerte, el sueño, y lo extraño.

La obra de Kingsley no es un tratado filosófico, sino más bien la reconstrucción de una época, y por consiguiente la reconstrucción de un pensamiento y de un saber perdido. El libro se abre con una advertencia al lector, afirmando que la obra tratará sobre el engaño en el cual se ha cimentado el mundo, y por consiguiente en cómo aquel engaño se ha perpetuado hasta nuestros tiempos. Su hipótesis es cuando menos temeraria; la humanidad, en su devenir histórico, ha acumulado durante milenios saberes y objetos que la han conducido de forma paradojal al mito del progreso, paradojal porque vivimos en una época de constantes desmitificaciones (pero como examina Mircea Eliade en Los Aspectos del Mito éstos se han enmascarado), en la que muchas religiones se han desprovisto de lo sobrenatural para ser reconducidas por el camino de la ética o de una moral (esto bien lo saben los teólogos de la liberación y los jesuitas), en la que los milagros son puestos a la luz de la ciencia como supercherías: la vida misma ha tomado la forma de una superficie plana: no hay un orden establecido por Dioses o fuerzas desconocidas, la inmediatez y la aventura están a un click o un enlace, los objetos son entes inanimados y las ideas, nada más que emanaciones de principios racionales incapaces de integrar a lo irracional, su opuesto. El principal corolario es que la existencia ha perdido cualquier atisbo o vestidura que podría representar un sino trágico, abundando las frases y las filosofías optimistas centradas en el bienestar, siendo los finales felices los más anhelados. ¿Alguien en la actualidad desearía morir peleando en una trinchera o de una dolorosa enfermedad? Al contrario, se intenta por todos los medios, artificiales o naturales, de alargar la existencia humana, y siempre que sea posible sumergiéndola en un estado de hedonismo perpetuo, vivir pletóricos de placer y anatemizando en todas sus formas y variantes al dolor, al sufrimiento o incluso al aburrimiento (¿no es común medir con la vara de lo entretenido prácticamente a cualquier producto cultural?).

¿Qué clase de seres humanos puede producir este actual estado de cosas?  “La vida, para nosotros, se ha convertido en un interminable afán de mejora: necesitamos siempre conseguir más, hacer más, aprender más, conocer más cosas”, anota en algún lugar Peter Kingsley, por lo que no nos puede extrañar que la enseñanza y el aprendizaje, monopolizado por la universidad o la academia, se ha transformado en un intercambio y asimilación de datos de cosas totalmente ajenas a nosotros mismos. Conocimiento muerto, sin aplicación inmediata. Somos como jarras con una rotura en su base: por más que intentemos llenarla de cosas, siempre hay algo que se pierde, y nunca nos sentimos satisfechos, siempre queremos más y más: ávidos de experiencias y objetos que no nos pueden llenar nunca.

DE ESO SE TRATO ESTO: DE LA ROTURA, DEL VACÍO

En los oscuros lugares del saber, es como dijimos, la reconstrucción de una época, lo que incluye un repensar a la antigüedad griega. Ya no la veremos más como un bloque continuo y armonizado de polis comerciando y cooperando entre sí, al revés, hubo competencia enconada e incluso cosmovisiones opuestas. Se nos recuerda que las guerras médicas no sólo fueron entre persas y griegos, sino que también entre griegos contra griegos que apoyaron el lado de los persas: en un pasaje del libro se recuerda unas palabras de Parménides de Elea respecto a Atenas: “prefiero la sencillez de mi tierra antes que toda la soberbia ateniense”.  Esta postura de Parménides es una clave, pues como afirma el libro, el panhelenismo es una idea a posteriori, una construcción cómoda para estudiar una de las culturas más ricas y valiosas de Occidente.

Pero no perdamos el hilo. La figura central de la obra es Parménides, y la visión que tenemos de Parménides está sujeta a la interpretación de su poema, pero también a la visión de Platón en sus diálogos, donde lo convierte en un personaje en uno de sus escritos, y que para Kingsley, gran parte del equívoco, de la interpretación que ha llegado de Parménides hasta nuestros días, pasó por el filtro platónico. En cierta forma Platón utilizó al filósofo de Elea, y luego de ocultarlo y desfigurarlo a sus anchas, lo sacó de su camino como un obstáculo.

Entonces ¿cuál es el legado desaparecido de Parménides? Es necesario leer el libro para absorber lo que nos presenta Kingsley, la historia de un conocimiento descabezado y mal entendido que el descubrimiento de recintos funerarios y otros vestigios arqueológicos han arrojado nueva luz. Muchos califican a Parménides como un pensador más que un filósofo, o incluso se crea una suerte de subcategoría que divide a los que están antes de Sócrates y después de él: los presocráticos, quienes serían una suerte de pensadores intuitivos y primitivos, la previa al pensamiento filosófico pleno: Kingsley nos alerta y dice que no, que la filosofía en sus inicios era otra cosa, que los primeros pensadores no se emparentaban sólo con la razón o el logos, sino que también con la magia y la sanación, pero también con la capacidad de alcanzar estados estáticos o místicos para alcanzar una visión diferente a la realidad.

Y todo eso nos conduce al vacío. ¿Por qué nuestras nociones de progreso categorizan la soledad, la rotura, el aislamiento o el dolor físico de forma negativa? Incluso el aburrimiento se ha desprestigiado, la peor plaga que podríamos experimentar, que muchos no se demoran en aplicar sobre alguien o algo cuando quieren echar por tierra y sepultarlo en el olvido. Y tenemos, luego de esta lista de inevitables, a la enfermedad y a la muerte. ¿Alguien en su sano juicio nos diría que ante una depresión o un sinsentido súbito de la vida no sólo dejásemos las cosas tal como están, sino que abracemos más esa depresión o ese sinsentido? Al revés, nos envían al manicomio o nos empastillan con drogas aturdidoras y somníferas, mutilando cualquier capacidad que podríamos desarrollar de pleno. De todo esto se desprende que vivimos en la época de la velocidad y el movimiento: no podemos dejar de movernos nunca, ni menos de estar en silencio: viajamos, mental o físicamente hacia todas direcciones, farfullamos y opinamos sobre todo, muchas veces con escaso juicio o preparación, y esa misma incapacidad para detenernos nos lleva a pensamientos erráticos, que a su vez conllevan palabras erráticas y cómo no, a actos erráticos.

ABRAZAR LA OSCURIDAD Y LA MUERTE

El viaje de Parménides que propone Kingsley, es en efecto, un viaje a una Grecia inexistente y a un conocimiento extraviado. Fuera de las religiones monoteístas abrahámicas (Islam, Cristianismo y Judaísmo), Occidente no ha producido de forma preclara y rigurosa un conocimiento vital que permita deslindarnos de la realidad para producir conocimiento directo: el conocimiento debe ser útil, debemos vivir en él, de lo contrario se convierte en una carga que puede incluso destruirnos. El sufismo, el misticismo, el gnosticismo, pero también otros sistemas de pensamientos como el budismo o el hinduismo, ponen de relieve que el hombre occidental en su búsqueda por acceder a otras formas de entender el mundo, ingresa a tradiciones ajenas, en lenguas desconocidas, lo que de suyo no es negativo, pero teniendo los métodos que se utilizaban en la Grecia desconocida, no podemos más que concluir que hemos tenido un gran manantial vedado, manantial que ha estado siempre ahí mismo, muy de cerca, y que sólo descubrimientos arqueológicos tardíos nos han revelado sus bajorrelieves.

Porque Parménides no sólo fue un filósofo presocrático (amamos las etiquetas), sino también fue un mago y un sanador. El rito de la incubación es rescatado y explicado en el libro con sus detalles,  muy sutiles: hubo alguna vez un culto a Apolo y Asclepio que implicaba sumergirse en profundas cuevas, lugares sagrados donde el iniciado se refugiaba en la oscuridad para recibir sueños, sueños a la postre que eran enviados por entidades o seres más allá de nuestra percepción, otorgándole al soñador no sólo una visión nueva de la realidad, sino que conocimientos puros que podían tener aplicación para la propia sanación o para generar leyes que permitieran una mejor convivencia, justicia y orden en la polis. Este proceso no era en solitario por cierto, sino que era conducido por los iatromantes, sacerdotes dedicados al culto de Apolo que detentaban los saberes para aquietar el espíritu de los iniciados y de entregarle las herramientas al iniciado para que comenzara su viaje: así como hay quienes experimentan una suerte de mística salvaje (epifanías, uso y abuso de drogas, meditación), en este caso se experimentaba un viaje al interior de la oscuridad y de la muerte, que contrastado con el poema de Parménides, se completaba lo que él quería expresar cuando comenzaba con su recitación:

Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón, pues que en su carrera me trasportaron hasta el famoso camino de la deidad que, solo, lleva a través de todo al hombre iniciado en el saber. Hasta allí fui llevado, pues hasta allí me llevaron las muy inteligentes yeguas que tiran de mi carro, mientras que unas doncellas me enseñaban el camino.

Cuesta creer que Parménides, considerado como el padre de la lógica y de la metafísica, haya sido un mago: alguien capaz de transmutar la realidad. Kingsley nos recuerda a los fata, o los javanmard, hombres de cualquier edad que abandonaban por un momento el tiempo y el espacio y asaltaban a la realidad para llegar al corazón mismo de las cosas, encontrando ahí lo que nunca muere o envejece. Ellos aparecen en el mundo árabe, en las enseñanzas del sufismo, pero no hay que desconocer las estrechas relaciones que hubo entre Grecia y Persia.

Nuestro pensamiento errático no nos deja en paz. Por eso después de 2 mil años de teorizar, discutir y racionalizar, nadie puede estar de acuerdo con nadie sobre nada importante durante mucho tiempo.

Y todo lo referido hasta acá es sólo el comienzo: parece ser que la puerta ya está entreabierta, y que de una vez por todas, podríamos atrevernos a abrirla para salir desde nuestro cómodo umbral.

viernes, 31 de enero de 2020

La rebelión en la granja de George Orwell




La mala administración, de cualquier organismo, cuerpo o entidad, siempre generan como corolario una herida en su tejido y entramado, y todo tejido dañado busca restablecer su normalidad, aún cuando necesite pasar por desórdenes o turbulencias para recuperarse de los daños. La revolución francesa, los cismas religiosos, los movimientos guerrilleros en Centroamérica, los golpes de Estado propiciados por derechas o por izquierdas, son una muestra rápida de situaciones de quiebre, de momentos donde la atmósfera se ha vuelto irrespirable, de momentos históricos donde se evidencian que un ethos ha llegado hasta su culmen y se pide una nueva representatividad, una nueva sensibilidad que dé cuenta de los hechos. No hay dos procesos revolucionarios idénticos: se pueden esquematizar o agrupar según grados de semejanzas, pero fuera de los manuales de sociología y política, la ficción tiene una voz diferente para intentar explicar los conflictos: no reduce la realidad a un relato basado en frías cifras, sino que al contrario, lo humaniza.

Así como el concepto del mito se ha trastocado hasta la borradura de equipararlo con la mentira, la ficción muchas veces ha sido desdeñada como algo accesorio, fútil, evasivo. Nada más impreciso. Existe una característica oracular en la literatura que es evidente: cifra uno de los posibles futuros y recrea mundos que pueden ser observados y analizados. El trabajo literario de Orwell es elocuente, si en 1984 la sociedad vive bajo un sistema opresivo y totalitario amparado en las mentiras, en Rebelión en la granja somos espectadores de cómo las buenas intenciones —parafraseando el antiguo adagio— son capaces de pavimentar el camino directo al infierno.

George Orwell
Recordemos que en Rebelión en la Granja se nos presenta una sociedad agraria compuesta por animales, quienes generan una revuelta para sacar a los granjeros humanos bajo consignas revolucionarias. La gesta se ancla al pasado con un hecho específico: un viejo cerdo, respetable por sus canas y experiencia, hace un llamado, un discurso sentido en el que hace hincapié de las graves desigualdades que sufren los animales en la granja. Su mera función de orador transmuta a la de los antiguos predicadores pero a la inversa; sus palabras no hablan del cielo o del paraíso prometido, sino de una sociedad más justa acá en la Tierra: la Idea ya existe, y sabemos que las ideas no se pueden acallar, ni aún quemando todos los libros o reprimiendo a sus difusores. En el contexto de la novela, la rebelión la encabezan los cerdos, los más astutos del grupo heterogéneo compuesto por ratones, gallinas, patos, perros, entre otros. Los animales tienen un planteamiento irrebatible sobre su condición: como animales llevan siglos de maltrato y sufrimiento, atados a la tierra y explotados por una clase inepta que los desprecia. Es así, y aquello suena aterradoramente actual. Pero sigamos con la trama: por ineptitud de los granjeros, por una administración ineficiente e irregular, sumada a la fuerte organización de los animales, se lleva a cabo una revuelta que resulta victoriosa: los granjeros se ven superados en la rebelión y huyen despavoridos, quedando la granja en manos de los propios animales, quienes establecen nuevas normas de convivencia, disminuyendo las horas de trabajo, y repartiendo de forma más equitativa los bienes, instaurando un tipo de socialismo que en un primer instante nos parece benévolo y justo por donde se examine. No obstante en aquella sociedad ha eclosionado una nueva organización, y una nueva organización requiere además de instituciones, una política y una economía, y es en ese instante de puro idilio y felicidad, donde se incuba lo que vendrá después.

Y lo que vendrá después es el horror



El grupo de los cerdos, luego de establecer un nuevo orden, comienza lentamente a llevarse más privilegios que el resto de la granja, argumentando que ellos, al ser los iniciadores e intelectuales de la rebelión, y ser por ende los administradores de este nuevo proceso, por derecho propio tienen más obligaciones que el resto. Los primeros símbolos que erigen es un himno (Bestias de Inglaterra) y una serie de normas de convivencia, que devienen casi en mandamientos bíblicos, sobresaliendo el de rechazar el daño de un animal sobre otro animal, recalcándose que existe un enemigo al que se debe rechazar siempre: la Humanidad:
 “Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo. Lo que camine sobre cuatro patas o tenga alas, un amigo. Y recuerden también que en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él.”

Los días idílicos y de bonanza duran poco en esta nueva granja. Las ansias de poder provoca una lucha intestina entre los mismos cerdos, agregándose una serie de componentes que terminan por socavar la utopía: purgas, traiciones, creación de un enemigo externo, abandono de la agricultura en pos de la industrialización, vejaciones, crímenes, procesos injustos y ejecuciones crueles. ¿Exageraba Max Weber cuando afirmaba que quien entra en política hace pacto con el diablo? El sociólogo alemán utilizaba esta frase para dejar en claro que los caminos de la política no son los caminos del alma ni del espíritu, más bien son los caminos del consenso, del pactar con fuerzas opuestas en pos de una colectividad siempre variada y cambiante. Pero la política, bien sabemos, puede trocar el diálogo y la palabra por las armas y la guerra.

¿Qué ocurre entonces al interior de la granja, si ya liberados del yugo de los humanos, los animales se han organizado, y pese a todo no pueden establecer un sistema de paz y fraternidad? ¿Cómo es posible que las mismas leyes, rígidas en su aplicación se desvirtúen al grado de convertir la utopía en una sanguinaria distopía? Ricardo Piglia afirmaba que todo poder político es siempre criminal, y aquella afirmación la realizaba por medio de uno de sus personajes en Respiración Artificial, novela que también reflexiona en torno a los estados corruptos que, como los mundos orwellianos, han abandonado el camino de la solidaridad y el respeto para adentrarse en los inexpugnables pantanos de la paranoia y la venganza. Y no hay sociedad que tarde o temprano se vea en aquella encrucijada.  

viernes, 6 de septiembre de 2019

El fuego secreto de los filósofos, de Patrick Harpur



Editorial Atalanta
El fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur
Traducción de Fernando Almansa Salomó. 462 páginas.


Existen obras que establecen puentes entre conceptos o campos de estudio que hasta antes de su materialización no estaban ideados o habían sido vagamente murmurados; hay otros, como bisagras, que abren corrientes completas de  conocimientos que anticipan a sus futuros detractores y exégetas, y otros pocos, muy señeros, que no sólo pasan a ser parte del acervo cultural de la humanidad, sino que rescatan tradiciones o conocimientos olvidados, mal entendidos, o rechazados de plano por las academias. Hay libros que son las bases de una filosofía, ideología o religión,  hay otros que intentan explicar y dar luz a lo evidente, y hay otros, muy pocos, que no buscan fundar ni una escuela ni un sistema, sino que volver a los viejos conceptos, enriqueciéndolos a través de un examen a las fuentes que se han perdido en las kilométricas montañas de obras que ha legado el pensamiento universal.

Patrick Harpur tiene la rara virtud de manejar con soltura conceptos que puedan ser intrincados para el lector común, sin dejar de lado la erudición profunda, a través de un lenguaje prístino y directo. La prosa de Harpur está en las antípodas de toda esa fraseología hueca deconstruccionista que con tanto orgullo exhiben algunos “pensadores”, y si tuviéramos que buscarle símiles podríamos mencionar a Al Álvarez por el tratamiento de temas a través de un prisma filosófico y poético, con la mirada centrada en el simbolismo y en los arquetipos como lo hizo Carl Gustav Jung, sumado a la valentía de Schopenhauer a la hora de emitir juicios y separar aguas entre lo que le parece valioso de lo meramente decorativo.

El título de libro de Patrick Harpur es precioso: El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación. Mixtura la figura del filósofo, lo que para nuestra cultura representa el culmen de la sapiencia, junto al fuego, que nos remite al mito de Prometeo, pero también a las divinidades antiguas de la India, es decir asciende desde el hombre hasta el mito y lo sagrado, y lo encumbra dentro del territorio que más ha cautivado a la humanidad: la imaginación, fuente suprema de todo acto, palabra y creación.

La realidad daimónica

Patrick Harpur
La principal contribución al pensamiento de Patrick Harpur es intentar explicar qué son los seres imaginarios, cómo se originan, qué representan y cuál es el lugar del cual proceden, denominado de distintas formas según cada cultura: El Otro Mundo, el Paraíso, el Infierno, los multiversos, el espacio exterior, etc.  En este esquema, tanto un yeti, como un alien, o un duende son manifestaciones de un mismo fenómeno, que por su imposibilidad material para la mente racional, no son más que falsedades, alucinaciones o meros cuentos de hadas. Para Harpur un duende o un dragón sí son reales, precisamente porque su entendimiento de la realidad traspasa los límites impuestos por la filosofía objetivista, derribando la concepción dualista impuesta desde el materialismo y el cientificismo a través de la lógica, en la que algo si cumple determinadas condiciones sólo puede ser falso o verdadero, y no ambas a la vez; esta manera limitada de entender a la realidad también es muy deudora de la religión monoteísta que hemos heredado del cristianismo, donde los mitos se han sacado de sus fuentes primitivas en las que oscilaba el rito, la iniciación y el peregrinaje de manera simbólica, para ser encarnadas directamente en una sola versión de la historia, esto es en el Cristo, el Dios encarnado en un hombre que muere por nuestros pecados para resucitar al tercer día, literalizando el mito, es decir, trayéndolo al plano de la realidad como algo unívoco y bidimensional.

“Cuando se mantuvo que la historia de Cristo era histórica, y sus acontecimientos, literalmente verdaderos, el mito sufrió un golpe. Empezó a adquirir su sentido moderno de algo irreal, imaginario (como contrario a imaginativo) y meramente ficticio. Al mismo tiempo, verdad y realidad empezaron a ser medidas por su verdad y realidad literales. La literalidad comenzó con el cristianismo.”

La literalidad y la doble visión

La visión literalista comenzó con el cristianismo, pero se perfeccionó con el racionalismo y el materialismo. Recordemos que el romanticismo surgió como una reacción a la visión científica (otra versión del literalismo) que veía al mundo bajo parámetros observables y cuantificables. El romanticismo estuvo ahí para actualizar los antiguos misterios, desarrollando una visión de la realidad que apostaba por lo etéreo, lo inclasificable y lo inasible, siendo Samuel Taylor Colerdige y William Blake, según Harpur, los principales profetas de esta corriente. 

La visión literalista tiene la particularidad de despojar a cada cosa del mito y de su dimensión simbólica, equiparando –por ejemplo- a la Madre Naturaleza como una extensión territorial que se debe mensurar y conquistar para explotar a voluntad, o considerar a las galaxias ya no como un firmamento sagrado, sino por sus números de estrellas o por su posición en el espacio y no como divinidades que yacen en lo desconocido. 


Ilustración de William Blake

La visión literalista es la visión que ha vencido y prevalecido, pero no siempre fue así. El libro analiza casos concretos, como por ejemplo la aversión que sintió Charles Darwin por la naturaleza (y de paso destruye su evolucionismo con contundentes argumentos), quien renegó de su trasfondo mítico para domeñarla en un aspecto cientificista, y aquello terminó generándole un trauma muy peculiar. Otro hito importante analizado es la invención del reloj, la brújula y el telescopio, inventos que abolieron la concepción mágica que se tenía del universo, abriendo una nueva dimensión en la que el tiempo era cuantificable con los relojes, la imposibilidad de perderse ampliaba los límites del espacio y disminuía las fronteras del Otro mundo con la brújula, y finalmente el telescopio, el cual fracturaba para siempre la sensación de estar bajo un carrusel místico y colorido de ese lejano mundo celestial.
“La visión simple ve al sol simplemente como el sol; la doble visión lo ve también como una hueste celestial. Necesitamos la doble visión para ver a los dáimones, para ver que son reales, pero no literalmente.”
Como la visión literal se ha vuelto omnipresente, ya no somos capaces de ver a los dáimones, a menos que desarrollemos la doble visión, que sería la capacidad de ver en cada cosa el símbolo y el mito que la sustenta, y a la vez su dimensión racional.  Esta habilidad, que se fundamenta en el reino de la imaginación, sobrepasa a la mera percepción sensorial de la realidad. Tiene, además, una larga tradición que parte con Hermes Trismegisto, y avanza por una línea hereditaria que recibe los aportes de los gnósticos, los cabalistas, los magos, los alquimistas, los neoplatónicos, los poetas y los filósofos herméticos, todos apuntando a una misma certeza: lo que une al mundo es el alma, el anima mundi, un ente colectivo olvidado por mucho tiempo y redescubierto hace pocos decenios por Jung, a lo que bautizó como el inconsciente colectivo.

“La naturaleza de la imaginación es muy poco conocida” (William Blake)

Harpur analiza el carácter y la costumbre de las sociedades primitivas, las cuales poseen algunas características comunes, como lo es su visión cosmológica, el uso de chamanes como mediadores, o el tajante rechazo a la tecnología. ¿Por qué ocurre esto último?, porque los pueblos primitivos, anclados a los mitos ancestrales, desconfían del cambio y del progreso, al vivir en una realidad que se sustenta en la inmutabilidad y la eternidad de sus espíritus y fuerzas que los gobiernan. Los mitos de la creación que transitan en estas sociedades tienen un carácter involutivo, coincidiendo el pasado remoto o legendario con una edad dorada de dioses, espíritus o fuerzas, las cuales han ido mermando hasta llegar a un estado regresivo, el cual debe ser reencauzado por medio de diversas prácticas, como los rituales de iniciación o las celebraciones dionisiacas, las cuales derivaron históricamente en la aparición de la música, la danza o el teatro, artes que buscaban expurgar lo negativo de presente y aspirar a un equilibrio armónico que restableciera la unidad de los contrarios.

Precisamente, la cosmovisión de los primitivos no vivía con el conflicto perpetuo de tener que aceptar o rechazar algo para permitir que sobresaliera su opuesto, como ocurre en nuestra lógica binaria y excluyente, sino que aceptaban la unión de la diversidad de estados, sin imponer una visión nefasta o negativa de la existencia. Ellos buscaban la unidad y el equilibrio por sobre el cambio, estaban libres de ese constante progreso y mutación que tanto propugnan movimientos, partidos políticos e ideologías.

Esto lo podemos ver con mucha claridad con la actual corriente que impulsa "el vivir sanos", una manera de comprender fragmentariamente al cuerpo, pues sólo se acepta lo saludable, lo fitness, la alimentación sana, por sobre el vicio, la enfermedad o la misma muerte, cada vez más temida en occidente debido a la caída de los relatos cósmicos o religiosos que integraban la enfermedad, la corrupción de los cuerpos, la vejez y la muerte, estados que contenían a su opuestos, como la niñez, la sanidad o la vida. El primitivo, consciente de que existía una realidad oculta, jamás se sentía solo, pues “veía” que cada ser se manifestaba como parte de la creación, otorgándole a cada ser orgánico y cosa de este mundo un ánima, un alma que pertenecía a la totalidad; de ahí que esta manera de ver al mundo esté obliterada en la actualidad, lo que redunda en seres humanos que cada vez se sienten más solos, vanos, incomprendidos, lo que muchas veces se manifiesta con depresión, anorexia nerviosa, tristeza o el suicidio, los grandes males de nuestro tiempo.

La relación espíritu-alma

En la actualidad no existe una distinción clara entre espíritu y alma. Es algo que ya sabían los gnósticos y los alquimistas, y en especial los griegos, y esta no distinción o claridad de conceptos es totalmente atendible si pensamos que en los últimos trescientos años se ha venerado el éxito material, los triunfos sociales y la vacuidad que generan los medios masivos, precisamente porque son realidades tangenciales y medibles. Hablamos del espíritu de una época, o de lo espiritual, para referirnos a un estado de cosas inmateriales, como las ideas, las doctrinas o las ideologías. Ciertamente, el espíritu vendría a ser la conexión que permite la unidad entre alma y cuerpo; espíritu correspondería entonces a nuestro ego, el yo que nos empuja o nos hace avanzar en pos de concretar nuestras individualidades. El espíritu se acaba una vez nuestros cuerpos fallecen, pero el alma, que es inmortal, según el mito cultural que adopte, se reintegra de nuevo a la totalidad o transmigra a otros cuerpos. Por eso que el viaje del alma es el que hacen los peregrinos del la gran ansia, de los visionarios, de los que sedientos por buscar algo que no se puede dar en este mundo, luchan para traer hasta acá ese prisma infinito de luz inexistente. El alma entonces es el reflejo de todo lo que existe, es algo que posee tanto un individuo como un ser ajeno a él, pero también lo posee el cosmos, regido por un alma colectiva, pudiendo manifestarse de forma física, de forma espiritual o a veces de forma simultánea, esto es daimónicamente.

¿Qué son entonces los seres daimónicos?

Son para nuestra cultura popular todo lo que corresponde a seres feéricos, espíritus o entes imaginarios, pero más concretamente son manifestaciones o seres de naturaleza doble, materiales y espirituales a la vez, y su importancia radicaría en que están entre nosotros (veámoslo o no) como mediadores con el Otro Mundo. Seres daimónicos son los vampiros, la Virgen, los duendes o los extraterrestres, los cuales escapan a la lógica de falso/verdadero, son reales en el mundo de la imaginación, pero, y acá viene el golpe de tuerca que establece Patrick Harpur con su obra, el mundo de la imaginación puede ser mucho más real que el mundo palpable que podemos ver a través de nuestros sentidos, y para poder verlo debemos iniciarnos en la doble visión, lo que conlleva a que tengamos que romper la caja de cuatro paredes y comenzar a entrenar una nueva forma de comprender el mundo. Ello correspondería al fuego secreto de los filósofos, búsqueda que se puede sugerir a través de ejemplos (abundan las historias en el libro sobre chamanes, místicos, ascetas y visionarios), pero cuyo camino no puede revelarse abiertamente, porque si un secreto sale a la luz, éste pierde su fuerza primigenia y termina por diluirse en la nada, pues como afirmaba Blake:
"Todo lo que puede ser creído, es una imagen de la verdad"

viernes, 21 de diciembre de 2018

El joven que encontraba humillante morir


Kensignton Gardens, de Therese Lessore

Editorial Alba.
El diario de un hombre decepcionado. W.N.P Barbellion
1era edición, 1919. Esta edición, 400 págs. 

La premisa básica de todo diario es contar la vida de quien lo escribe, pero los mejores diarios no son los que se limitan simplemente a registrar una existencia: habiendo millones de diarios escritos, muy pocos llegan a la imprenta, y de esos, muy pocos, son realmente los memorables. Quizá se deba, no a que la realidad carezca de gente interesante (el mundo está plagado de gente sobresaliente e interesante con miles de likes en sus redes sociales), sino porque muy pocos han visto la ductilidad del género diarístico, el cual puede llegar a ser mucho más proteico que la misma novela, ese cajón de sastre-máquina confeccionado para narrar cualquier experiencia personal o colectiva.

Un diario de vida no es sólo una constatación empírica de un yo o la narración de una experiencia; es también un género de la introspección salpicado por escenas, anécdotas, diálogos, poemas, proyectos y recuentos. Es también una pared o un confidente de secretos terribles. Pero no hay que dejarse engañar por las experiencias puras: el diario de un asesino o una actriz porno no tendrían, de suyo, porque ser más interesantes o profundos que el diario de un peluquero, una monja o un entomólogo. Revisar y medir piojos, o revivir las cuitas y las intrigas de un convento, pueden tener una pulpa mucho más sabrosa que una vida de aventuras. ¿Por qué no?

Grandes diaristas fueron Frankz Kakfa, Lev Tolstói, Cesare Pavese, pero llegamos hasta ellos estrictamente porque edificaron un camino basado en sus obras literarias. Por eso parece un milagro que El diario de un hombre decepcionado, escrito por  Bruce Frederick Cummings bajo el pseudónimo de W.N.P Barbellion, tenga altos momentos descriptivos, literarios y filosóficos, siendo que en vida sólo publicó esa obra, falleciendo a los treinta años. La excepcionalidad del relato radica en que Barbellion no fue un explorador de la Amazonía ni un asesino a sueldo; tampoco un escritor aclamado, fue alguien que vivió principalmente en Londres entre 1889 y 1919, que ofició de periodista para el periódico local, pero que siempre tuvo los deseos de convertirse en un naturalista de renombre. No obstante hubo un sino que marcó sus días: la esclerosis múltiple, enfermedad crónica y degenerativa que lo llevó a corta edad a la tumba, y quizá aquella enfermedad, y la conciencia y el shock que genera saber que se está viviendo con los días para atrás, fue el principal aliciente que determinó el empuje de convertir a su diario, más que un diario común:
La intensa vida interior que llevo, preocupado por mi salud, leyendo (siempre leyendo) reflexionando, observando, sintiendo, amando y odiando —sin salida para el vapor superfluo, retenido y comprimido por todas partes, sin amigos ni influencia de ningún tipo, sin conocidos siquiera, exceptuando mis colegas periodistas (a los que desprecio) —, va a convertirme en el ser más egoísta, vanidoso, sensiblero y torpe del mundo.

Una vida de lecturas

Siempre leyendo. Su diario está salpicado de retruécanos propios y paráfrasis de otros poetas o escritores, principalmente británicos, pero también italianos y franceses, muchos conocidos, como Stevenson o Kipling, pero que también vale mencionar a los olvidados, de los que apenas tenemos noticia como Oliver Goldsmith, George Gissing o William Ernest Henley, que en su época fueron realmente famosos y vendían a raudales, y a los que hoy pobremente podremos reconocer en una entrada en Wikipedia. Las alusiones a obras de zoólogos, evolucionistas y fisiólogos es otra delicia del diario: aparecen ahí como inspiración directa a Barbellion, y si no lo fueron, están como parte integral de los estudios que realizó. 

La ubicación temporal de sus días es vital para entender el marco en el que se barajan sus ideas: por esos años era muy fuerte la pugna entre los hombres de ciencia representados por el naturalismo y el positivismo, y las creencias religiosas que estaban siendo asediadas por postulados evolucionistas. Barbellion se siente decepcionado e iracundo por ejemplo, cuando lee al canónigo Tomás de Kempis (La imitación de Cristo), donde afirma que un hombre no debe inclinarse ante los misterios de la divinidad, o cuando asiste a la charla  de  un hombre que se las da de naturalista, diciendo que detrás de organismos microscópicos —y no de forma metafórica— se encuentra escondida la cara de Dios. Barbellion anota:
Me enorgullezco de mi herencia simia. Me gusta pensar que en otro tiempo fui un magnífico ejemplar peludo que vivía en los árboles y que mi cuerpo procede a lo largo de un tiempo geológico, de la medusa, de los gusanos y anfioxos, peces, dinosaurios y monos. ¿Quién querría cambiar eso por la pálida pareja del Jardín del Edén?
Pero no hay una lucha interna por aceptar el avance de la ciencia con sus creencias cristianas, que las tiene arraigadas en sí. Relata, por ejemplo, en una sabrosa anécdota cómo atrapa una culebra, con mucho pánico, a la cual finalmente la mata para practicarle una disección.
He preparado el cráneo de la culebra. Me parece que le he sacado los ojos con deleite (…) como si estuviera vengándome de la bestia por su comportamiento en el Jardín del Edén.

La lucha interna de Barbellion es otra. El tránsito entre los trece y sus veinte años marca el florecimiento y las energías vitales de su adolescencia: está el joven excursionista que atrapa animales y recorre la campiña inglesa, el que desea investigar las lombrices y escribir un ensayo sobre la vida secreta de los gatos, están los deseos de estudiar y seguir una carrera científica, aparece la sombra del amor, los paseos por los jardines de Kensington viendo a las bellas muchachas en flor, con sus largos vestidos y sombrillas, las amistades que van apareciendo y deshaciéndose como es natural en toda vida, pero los golpes que embisten a Barbellion son crueles: primero la muerte del padre, luego de la madre. Aún no cumple veinticinco y ya las brújulas y los mapas internos se han borrado. Sólo quedan los libros polvorientos y las amistades. Y acaso el amor. El proceso de descomposición es rápido, comienzan sus primeros achaques, el diagnóstico de la esclerosis múltiple que no llega a tiempo. Barbellion relata con detalle su periplo entre varios especialistas médicos, y anota con mucha sorna, como uno de ellos además de revisarlo, realiza una oración por su salud, pues se teme lo peor.

Literatura+Naturalismo =Enfermedad

Y es que la esclerosis múltiple no da tregua. Como nunca ha sido una enfermedad común, los síntomas siempre se agrupan de forma distinta en cada paciente, y en ello estriba su dificultad para su diagnosis; peor era el panorama hace más de una centuria. No obstante, los principales síntomas responden principalmente a problemas estomacales, hormigueo y entumecimiento de las extremidades, pérdida parcial o temporal de la visión de algún ojo, cefaleas, dolores de huesos, catarros, depresión, crisis nerviosas, problemas respiratorios, y una serie de achaques que van minando la moral y las energías de quien padece el mal. 

El diario de un hombre decepcionado, a pesar de estar plasmado por muchos pensamientos funestos, sí tiene muchas cuotas de felicidad y de humor. Como por ejemplo cuando Barbellion confiesa que lleva tres sobres en sus ropas con direcciones de conocidos, todo esto por si le da un ataque al corazón y lo encuentran tirado en la calle, pero además agrega una petaca de coñac, o la tontera burocrática en los museos naturalistas en los que trabaja como asistente, en la cual pedir un instrumento científico es casi una gesta épica.
Ayer vi junto a la carretera un hermoso pino albar: alto, erecto, tan tieso como una columna de Partenón. Sólo con verlo recuperé el valor (…) Enderecé los hombros y avancé, prometiéndome no flaquear nunca más.
¿Quién no ha tenido un mal día y ha deseado morir con todas las fuerzas del mundo? Ese es el ritmo oscilante de toda vida que registra con tan buen ojo Barbellion, siempre pasando de la frialdad matemática de los pensamientos que nos hunden, hacia la visión del naturalista y la energía renovada del poeta, energía que siempre nos alumbra y que se llama esperanza: para algunos un anatema, para otros, la verdadera luz  que nos impulsa.

Su visión como naturalista, como ya hemos dicho, no lo hace diseccionar al mundo como una anatomía muerta y dispuesta; sabe que existe el misterio y la sombra, y esos influjos se manifiestan cuando comienza a cambiar los libros de ciencia por Chéjov y Maupassant.  Él mismo se recrimina toda esa poesía y todo esa visión catastrófica y sublime sobre la vida que se ha perdido en sus primeros años, y que nada, absolutamente nada, tienen que decir esos libros soporíferos de ciencia, que aunque estén terriblemente bien documentados, jamás llenan por completo las vasijas de nuestras almas.

Publicación inmoral

Cuando se editó la primera edición en 1919 (en una época de fin de la Gran Guerra y que marca en las páginas del diario otro ritmo trepidante sobre la muerte y el belicismo), hubo suplementos que la calificaron de inmoral. Probablemente por los resabios de la época victoriana, encontraron poco apropiados pasajes que describían el despertar sexual en un joven, o sus cuestionamientos a la política que llevaba Inglaterra con la guerra. En todo caso la mirada de Barbellion no escandalizaría a nadie en la actualidad, y a pesar de toda esa carga que sentía por “amar a tantas a la vez”, es lo que sentiría cualquier veinteañero y que expresaría sin pudor en las redes actuales.  

Pero la mayor inmoralidad de Barbellion es poner la vida patas para abajo y abrirla de cuajo, haciéndose las preguntas que no nos queremos hacer, o de hacerlas, nos daría pavor responder.
¿De qué sirve semejante vida? ¿Adónde lleva? ¿Adónde voy? ¿Por qué iba a trabajar? ¿Qué significa esta procesión de noches y de días por la que todos avanzamos firmes y severos, como si tuviéramos algún fin u objetivo? 
Sabemos como va a terminar, y poco a poco nos vamos acostumbrando a sentir más de cerca la experiencia de ese amigo cercano que no conocimos, de ese amigo secreto a quien le parecía humillante morir tan joven, pues ¿cómo iba a demostrar a las solteronas su valía? ¿Cómo iban a admirarlo sus amigos? ¿Cómo, si las páginas que va llenando en su diario, las escribe con la conciencia clara de que la máscara de la muerte está imitando sus gestos y copiándole el semblante?



W.N.P. Barbellion

viernes, 1 de junio de 2018

El Gran Dios Salvaje de Al Álvarez


Editorial Hueders
El Dios Salvaje, ensayo sobre el suicidio. Al Álvarez
1ed. 1971. Esta edición: 2015. 339 páginas.
Traducción: Marcelo Cohen

Sabes que va a terminar mal, que va a acabar mal, pero continúas leyendo. Lees la historia personal de Al Álvarez en el prólogo de su libro El Dios Salvaje, y en esa historia te cuenta su relación personal con una poeta, con una mujer con mucho talento, una mujer que fue genio, que pudo haberse dedicado a lo que quisiera en su vida, pero que por una cuestión de afinidades y elecciones (las benditas elecciones) ha centrado su vida en pergeñar versos. Ha resuelto ser poeta. Ella es su amiga, se ha divorciado hace poco (su esposo también es poeta, casi tan bueno como ella), tiene dos hijos pequeños, y de una gran casona americana tipo gótico carpintero, se ha mudado a un departamento más modesto. Cada tanto, un joven Al Álvarez, un entusiasta escritor y crítico, lee su poesía, y a veces no sólo la lee, sino que se junta con la poeta y le escucha brotar de sus mismos labios aquellos versos, y cuando los poemas son muy buenos, deslumbrantes, además de aplaudirlos, los publica. En los últimos meses la poesía de ella se ha intensificado: es como si la autora hubiese atravesado varios abismos, contemplándolos de forma directa, y como recomendaba Pavese, los ha observado, detenido, estudiado, y finalmente ha decidido bajar a esos abismos, para ver qué ocurre ahí.  La navidad se acerca, y como hemos dicho, sabemos que la historia (la historia personal de ella) va a terminar mal. Apunta Álvarez:

“Para los desdichados, la navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar.”

Los amigos beben vino, y como siempre, ella termina sus poemas con los ojos mirando el horizonte, esperando algunas palabras de Álvarez, pero ¿qué puede decirle a una genia que está en el esplendor, en su cenit creativo? Nada más que vaguedades, superficialidades, algún acento o ritmo forzado (pero lo dice sólo por decir algo, para llenar los vacíos), quizá la medida excesiva de algún verso, o el retruécano forzado en alguna metáfora, el oxímoron demasiado oscuro, o el símbolo demasiado explícito. 



Lo que sabemos desde un principio, al leer ese prólogo, es que la susodicha es nada más y nada menos que Sylvia Plath. Sabemos que la historia va a terminar con sus ojos cerrados y con su cabeza metida en un horno, y que pese a toda la desesperación de su amigo, que trata de comprender qué pasó por la mente de su amiga, no puede dilucidar, o si lo hace, si lo puede dilucidar, es con una imagen vaga, con la imagen de un salvaje Dios que ordena, y que ante ese Dios irremisible sólo hay que acatar y agachar la cabeza. 

¿O no es tan así?

ANATOMÍA DEL SUICIDIO

Todos los años proliferan cientos de manuales y ponencias de psiquiatría para tratar de entender el acto. Más allá de calificarlo como un problema de salud mental, impresiona que la terminología de suicidio, pese a que proviene del latín, sólo apareció recién en el siglo XVII y en español en el XVIII. Pero que sea un término relativamente nuevo, no escapa a que fuera objeto de debate y discusión desde los primeros tiempos. En los albores de la civilización occidental, el acto, llamado indistintamente como autoeliminación, autoaniquilación, fin de sí mismo, y semejantes, entrañaba una cierta cuestión de honor o de atrevimiento. Antes del advenimiento del cristianismo, en el mundo grecorromano, era casi un acto de voluntad o de libre decisión. Pero curiosamente, la llegada del cristianismo (hablamos de los primeros tiempos, del cristianismo primitivo), no fue un aliciente para desalentar el suicidio, al revés, fue en cierta forma sublimado. ¿Cómo pudo ocurrir aquello? El Dios Salvaje nos narra el fanatismo de los seguidores de la cruz, quienes para trascender buscaban desosegadamente el martirio. Si el martirio, bajo una lógica implacable, era una forma de expiar los pecados y de pasar rápidamente a una vida perfecta en el paraíso, llevado al exceso provocó que cientos de fieles se arrojaran a los circos romanos para morir despedazados bajo las bestias, o incluso algunos insultaban a tribunos o generales, todo con tal de poder morir rápidamente bajo el martirio. Aquello llegó al punto de que existiera un movimiento llamado el Donatismo, grupo de fervorosos cristianos que buscaban la muerte, a tal punto de ser apartados y rechazados por la misma Iglesia, debido a los extremos de sus posiciones.

El Dios Salvaje se encarga de historiarnos, desde múltiples perspectivas, cuáles  han sido los enfoques que se la ha ido dando a esta práctica, pasando por la Edad Media y la culpa cristiana, el Renacimiento y su aceptación, la Modernidad y el bostezo, hasta el eclecticismo de nuestros días. Podemos constatar que no hay una universalidad atemporal de quienes padecen por la propia mano; así como existen épocas en que la desazón y la melancolía son consideradas como dones (romanticismo), hay otras épocas en que el suicidio es equiparado a la locura, llegando al punto de que se erigieran leyes para castigar al suicida y a su familia, confiscándole sus bienes y todo su legado para la corona de turno. 

El punto legal, es pues, otra abertura que desmenuza con mucha habilidad Álvarez. Cuesta creer que hubo épocas en que el cadáver del suicida fuera humillado en plazas públicas y castigado después de muerto, o que para alguien que lo intentase y fallase, fuese multado y condenado con penas de cárcel. Parece ser, con la mano de Durkheim (con su célebre estudio El Suicidio) que el fenómeno pasa de ser individual a social: es en la esfera social, precisamente, donde habría que entenderlo, analizando al sujeto como un todo integrado en un tejido de contactos y redes, y no como un ente mutilado y escindido de un organismo mayor. 
Otra contribución que Durkheim realiza para entender el suicidio, es que este deja de ser solamente como un acto de desesperación, haciendo una tipología comprendida por el suicidio altruista, egoísta, anómico y fatalista. Álvarez, explorando las principales ideas culturales e históricas, busca desmitificar en este segundo apartado del  libro todas las ideas preconcebidas y muchas veces erradas que podríamos tener, como por ejemplo, que sea algo hecho mayoritariamente por jóvenes, o que sólo se trataría de personas ahogadas por deudas o mal de amores. Lo que hace Álvarez no es tratar de desentrañar las causas finales que pueden gatillar una persona a matarse (¿cómo poder dictar una ley universal para un acto tan terminal y muchas veces íntimo y privado?), pero sí se acerca y bordea las posibles causas que pueden conllevar a que una persona decida terminar con su vida:

“La lógica del suicidio es diferente. Es como la irrebatible lógica de la pesadilla (…) En cuanto alguien decide matarse, entra en un mundo hermético, impermeable pero totalmente convincente donde todos los detalles encajan y cualquier incidente refuerza la decisión. Una discusión con un extraño en un bar, una carta esperada que no llega (…) todo se carga de significación especial; todo contribuye.”

EL MUNDO CERRADO DEL SUICIDIO

Ál Álvarez cree que su amiga Sylvia Plath pudo haberse arrepentido a última hora. Ello lo prueba de que escribiera una carta, ya casi desvanecida con su cabeza metida en el horno, que garrapateada decía: si me encuentran, llamen al doctor. Esto le hace postular que es posible que existan al menos dos suicidas en grandes términos; los que irremediablemente lo cometerán, ya sea por juntar el valor necesario o por la convicción misma de llevar a cabo el hecho, y otros que sólo buscan llegar a los límites, probarse a ver si son capaces de bajar a los abismos, y de ahí volver para contarlo. En el fondo se trata de personas que están pidiendo ayuda a gritos, que han pasado por malas rachas, pero que tras ella, hay algo (fe, creencia, optimismo, o cualquier sublimación), que no las aleja definitivamente de este mundo. Que las tiene, como podríamos decir de forma lisa y llana, con un pie en la tumba y otro en la tierra.

En un ensayo de tal magnitud, es imposible sustraerse a otra figura capital del pensamiento humano: Sigmund Freud,  quien examinó con otro prisma el fenómeno, y que como creador del psicoanálisis, sabía que era un abismo que no podía soslayar, pues muchos de sus pacientes terminaban, o bien llevando una vida integrada y más o menos armoniosa, o sucumbiendo a la locura y el suicidio. Apunta Álvarez:

“Freud consideraba al suicidio como una gran pasión, como el nacimiento del amor: en las dos situaciones opuestas de estar inmensamente enamorado y de querer suicidarse, el ego se encuentra abrumado por el objeto; pero en cada caso de un modo bien distinto. Como en el amor, lo que es presa del monstruo da enorme importancia a cosas que desde afuera parecen triviales, aburridas o graciosas; los más sensatos argumentos en contra le parecen sencillamente absurdos.”

No obstante, Álvarez se lamenta que Freud no haya querido socavar más en la temática, arriesgando la hipótesis de que revelar mucha información sobre sus sesiones de psicoanálisis, sobre todo las fallidas que terminaron de forma trágica, habría terminado autosaboteando el perenne cuestionado método terapéutico. Pero la idea de que el suicidio es una emoción tan impactante y desbordante para el sujeto, que es capaz de atravesarlo y modificarlo, no hace más que contribuir al relato y dotarle más espesor al fenómeno.

Sumado a ello, no podemos olvidar que Álvarez es poeta y crítico, y es por eso que también le dedica un espacio importante a su libro para examinar vidas de otros escritores suicidas, como el caso de Pavese o Hemingway, o de apologetas como Donne o Cowper, que defendiendo el suicidio, o más bien, justificándolo, no alcanzaron a morir por mano propia. No obstante, el enfoque literario no versa sobre personajes trágicos que escogieron la autoinmolación para escapar de la vida, como Ofelia o Werther, y ese es el punto más alto y original que sostiene toda su tesis: lo que postula El Dios Salvaje es examinar el ámbito creativo de un artista, y cómo esa creación impactó a la sociedad en un momento determinado. 

Pero su examen va más allá de la recepción y de los procesos creativos, a Álvarez le interesa mucho saber, o más bien desentrañar y desmentir, esa idea de que a través del arte podemos sanarnos. En efecto, existe una suerte de práctica artística terapéutica como pintar mandalas, escribir algunos versos, dibujar marinas o tomas fotografías, todo con el afán de "autoconocimiento" o "exploración de tus capacidades". Pero alguien que se tome en serio el arte no lo hará por mero ludismo, pasatismo o como fuente de ingresos: lo hará porque busca horadar, escarbar, examinar y finalmente entender qué es todo esto, qué significa estar en esto que postulamos como “vida”, y cuáles son las implicancias finales de ser una especie arrinconada y temerosa, que está consciente de su mortalidad, que sabe que detrás de un rostro, esquina o callejón se puede ocultar la guadaña definitiva. O que esa misma guadaña se puede encontrar entre sus mismas manos.

Y lo peligroso para el artista es encontrarse, entremedio de las ruinas que él mismo ha cavado y auscultado, de sopetón el material en su fuente original, con el cual está creando. Así como hay materiales inocuos y predecibles , hay otros, como la niñez, los fantasmas, los miedos o las familias, que por dentro podrían contener kilos y kilos amongelatina. Y un tratamiento descuidado o demasiado severo, sí, puede terminar como todos ya pensamos...




Con una gran explosión.
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