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viernes, 23 de octubre de 2020

Sobre la libertad a propósito de El jardín de los suplicios

Editorial Impedimenta. El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau. Traducción Lluís Ma Todó. Edición original 1899.

Los libros mordaces que ponen en el centro a la decadencia y a la perversidad humana no son una constante en la historia literaria: a veces asumen la forma de la fantasmagoría y la locura vesánica, como Los cantos de Maldoror de Lautréamont, otras, la miseria humana vistas desde los ojos de un niño como El lazarillo de Tormes, o ya en nuestro siglo pasado, el monumento a la violencia pornográfica y fetichista con Crush, de J.G. Ballard, obra en la cual se nos relata sin empacho la adicción de un hombre a los automóviles y al sexo duro.

El caso de El jardín de los suplicios es emblemático; publicada en 1899, fue una obra que impactó en su época, pero no siguió un curso de influencias como otros de sus contemporáneos, como fue el caso El corazón de las tinieblas de Conrad (publicada el mismo año), y otras obras del decadentismo, en especial el francés, como la influencia irrefrenable de Charles Baudelaire con Las flores del mal o Joris Karl Huysmans con su A contrapelo. El jardín, en efecto, bebe de los mismos afluentes de sus contemporáneos: está la visión descarnada hacia la sociedad y a la civilización occidental, aparece el desprecio por las instituciones, se presenta la muerte de forma sublime y poética, y la objetivación de sus ideas filosóficas, en especial el tema de la libertad, encarna una paradoja y una advertencia: ¿hacia dónde nos puede llevar la libertad absoluta?

Pero ¿Libertad de qué y para quién?

El escritor francés y anarquista 
Octave Mirbeau
El concepto de libertad suele discutirse de forma ligera o muy amplia, y es que en los tiempos posmodernos su concepto se ha maltratado a tal punto que no existen nociones claras ni cercos establecidos: es la lepra inoculada por pensadores sofistas que dotan a la realidad de psicologismo, juego de (pos)verdades, o el mero capricho infantil de “si soy libre hago lo que me da la gana”.  Lo cierto, es que como afirma el filósofo colombiano Nicolás Gómez-Dávila, “la verdad no es un objeto que se pueda entregar de mano en mano”, y en este caso, el concepto de libertad no es algo que se pueda dar como dado; por su propia borradura genealógica y de aplicación práctica, merece más que nunca una interpretación crítica. Muy a grandes rasgos, la libertad corresponde a momentos históricos que pueden ser determinados según la sociedad en que se vive, y la distinción que haré calza como anillo al dedo a la novela examinada. En la oposición civilización/barbarie (que ya demarqué a grandes rasgos en mi análisis a la obra de Robert Howard) la libertad en los pueblos sin Estado, en las tribus o en los clanes, se refleja por la lucha del más fuerte: la libertad de hacer y deshacer es patrimonio de los individuos o los grupos más fuertes, con mejor armamento, técnica o inteligencia, siendo el control de los demás la única forma de asegurarse la libertad para hacer lo que se quiera. Con la llegada de la civilización y la formación de los Estados esto cambia: la libertad toma un tenor muy distinto, pues desde ese momento la fuerza pública y el poder de coacción son detentados por las diversas instituciones ancladas en el seno estatal, por lo cual el decurso de la libertad toma una normativa jurídica y política, lo que a su vez se traduce en que los individuos con mayor manejo de recursos, logísticos o partidistas, pueden asegurarse un mayor grado de libertad. En esta línea de pensamiento, es irrisorio que los Estados pretendan asegurar la libertad a todos los individuos que lo conforman, puesto que los mismos desniveles existentes en todas las sociedades prueba que es imposible confirmar esa premisa, y en los casos históricos en que los Estados han conseguido un grado superior de igualdad entre sus habitantes fue bajo regímenes totalitarios como el comunismo, donde ni siquiera se garantizó el derecho a libertad de expresión (en la esfera soviética son emblemáticos los casos de Boris Pilniak, Isaac Babel, Mijail Bulgákov o Boris Pasternak, escritores que no sólo se les negó el derecho a publicar, sino que fueron hostigados e incluso asesinados en algunos casos). No sin razón, Bertrand Russell afirma que los gobiernos y las leyes existen precisamente para restringir la libertad. Para ahondar más en torno a la temática recomiendo El sentido de la vida del filósofo español Gustavo Bueno, donde analiza retrospectivamente el concepto de libertad en todas sus implicancias.

Un salón de caballeros y una discusión en torno al asesinato

La novela parte con la reunión en la casa de un famoso escritor del cual no se dice más, dentro de un salón repleto de hombres sin nombre que encarnan diversos arquetipos; ahí discuten en torno al asesinato. Apenas bosquejados, lo único que importa son sus opiniones: ¿es el asesinato la mayor preocupación humana?  Todos están de acuerdo en ello, aunque desde diferentes ópticas. El filósofo, el literato, el médico, van entregando sus impresiones, y la respuesta de cada uno remite a la naturaleza del hombre. Para unos, el asesinato es más que una de las tantas bellas artes, es una pulsión innata que se ve sofrenada por las instituciones; para otros, el asesinato puede ser cometido a mansalva, si el individuo que los comete tiene asegurados los medios para expresar su libertad de matar impunemente. En un punto de equilibrio, se considera al asesinato desde la perspectiva de la ciencia como una curiosidad: una voz explica que su padre, de profesión médico, asesinó a un paciente durante una operación sólo porque pensó que un órgano estaba en mal estado, abriéndole y provocando su muerte. Pero en esta perspectiva macabra, que recorre las prácticas políticas más en boga en aquel siglo, como el antisemitismo o el colonialismo, uno entrega una perspectiva muy curiosa sobre el hecho de matar, y que en efecto servirá como principal núcleo que se desarrollará a lo largo de libro: tanto el placer sensual y el goce, se unifican con el deseo de asesinar o de morir, ejemplificándolo por la gran excitación sexual que sentiría un sujeto cualquiera al estrangular a su víctima, postulado que recuerda indefectiblemente al de Freud respecto a las pulsiones de vida y muerte relacionadas con Eros y Tanatos (y en efecto, Freud tuvo que haber leído al decadentista francés, principalmente por la proximidad espacial y temporal entre ambos, relación para un análisis que excede a este escrito).

La historia se abre a las tinieblas

Como en los antiguos relatos enmarcados, en el clásico tópico del manuscrito (en la que una historia se inserta dentro de otra ya sea por el descubrimiento de un manuscrito o por la exposición de un narrador), es acá el narrador protagonista de los hechos, quien presenta ante el grupo de distinguidos caballeros su obra escrita en un papel enrollado, advirtiendo que no se ha atrevido a publicarlo y menos a dar su nombre. Una mujer y un viaje, marcarán su derrotero, y ante la búsqueda de una explicación a los hechos que relatará, muy en la línea del romanticismo oscuro, afirma (apelando a una esfera ligada a lo irracional) que las cosas no necesitan ser demostradas sino sentidas.

El protagonista es un político, y según sus propias palabras, es un político que se está abriendo en el mundo electoral; todas las relaciones que establece con otros personajes son de un cinismo puro y galopante. En un inicio, afirma que llegó a postularse a una circunscripción en la que nunca había estado, pues era aquello, o simplemente arrojarse al Sena. Suicidio o vida política, o recordando más bien la frase de Max Weber “quien entra en política hace un pacto con el diablo”, pero ¿qué clase de política? O mejor preguntarse: ¿qué clase de diablo? El flamante candidato es apoyado financieramente por el mismísimo Gobierno, y una de las primeras recomendaciones que recibe no puede ser más contundentes:

La honradez (en el mundo de la política) es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo verdadero.

Lo verdadero es, como en el tópico del mundo al revés, la falsedad absoluta, ejemplificado por su candidato rival, que sin ningún miramiento se ufana ante las multitudes gritando a viva voz: “yo robo, yo robo”, no obteniendo un rechazo por su actitud, sino que es coreado y aprobado por sus seguidores: “sí, él roba, él roba”. El narrador explica que su oponente ha ganado las elecciones, suponiendo un fuerte golpe a su integridad, pero que no lo saca del entramado en el que se mueve, y es que una vez iniciado un camino cuesta tanto desandarlo. Condes, barones, comerciantes, políticos, toda la élite es descrita por Mirbeau como un estrecho maridaje entre ambición y corrupción. Se percibe en varios pasajes de esta primera parte del libro aquello de la estrecha unión entre las identidades que se mueven en este teatro: la caída de uno por una traición o habladuría puede suponer la ruina de muchos, y ante el amago de una delación, basta poner una buena bolsa de oro por delante para comprar complicidades, y como se puede inferir por la actitud de quien nos narra todo esto, se suele preferir la libertad al dinero.

Porque la mejor forma de encerrar a alguien es haciéndole creer que es libre

Sin talento, sin un camino forjado por su propia voluntad, el protagonista es “quitado” de la escena local política por su rival de manera astuta, quien lo embarca en una misión a la China con el supuesto título de entomólogo. El protagonista duda del ofrecimiento, y con razón, pues ¿cómo va a actuar como un entomólogo si no tiene ninguna noción de aquella ciencia? Pero la caridad para el político no suele tener límites, si sus “actos de bondad” los hace con la plata de los contribuyentes, jamás con su fortuna. Se le ofrece dinero, una posición, un destino, a cambio de que se retire de la vida pública por dos años. ¿Qué mejor manera de anular a alguien si no es diseñándole una cárcel a medida? El protagonista, que como ya sabemos no tiene nombre, acepta el billete y la misión y se embarca en su supuesta misión de entomólogo; como ocurre con las mejores novelas, cada escena va prefigurando a la siguiente, o las sugiere a grosso modo.

Durante su viaje en mar hacia las lejanas costas orientales, traba amistad con un oficial inglés, un hombre de pasado militar que representa lo más cruento y vil que pude encarnar alguien del mundo de las armas: el gusto por exterminar a poblaciones humanas y el afán sádico por crear un arma que pueda aniquilar a gran cantidad de enemigos. Nótese que en el año que se publicó la novela aún no ocurrían las guerras mundiales, pero la carrera armamentista y la cantidad de conflictos bélicos tanto en América como en Europa afloraban desde causas independistas, hasta conflictos civiles y territoriales: nada nuevo bajo el sol, porque la guerra es una constante. Otro personaje que destaca es un cazador furtivo, uno de aquellos individuos muy en boga en aquellos años, sujetos capaces de cruzar continentes enteros en busca de especies y tesoros preciados, y que en uno de sus tantos viajes se ve obligado a comer carne humana, pero no de negros, sino de blanco, por considerarla de mejor calidad. Nótese que son hombres blancos de países civilizados los que cuentan sus historias, y en sus relatos aflora el canibalismo, la guerra y el exterminio.

Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se tratar de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.

Y la bella Clara irrumpe

Así como Dante tuvo a la Beatriz que lo condujo y lo sacó del Infierno, el protagonista tiene a su Clara, que es la que lo lleva al Paraíso, pero lo lleva a un Edén que es el reverso de la utopía: El Jardín de los suplicios. Clara es descrita como una pelirroja hermosa, audaz, y altamente inteligente. En temas amorosos y sexuales los vive sin ningún pudor, y es ese desenfado, lo que enamora al hombre que nos irá a narrar muy de cerca el horror que habrá de contemplar. Clara representa el refinamiento, la exquisitez, el derroche y la agudeza, es una hija de la élite, y como tal, no tiene problemas para expresar lo que desea y en colmar sus deseos con creces: no conoce más que privilegios y desconoce el rigor y la escasez. En un muy poco tiempo seduce al joven, y ya durante el mismo viaje en la embarcación, éste se reconoce totalmente subyugado por la mujer, al grado tal de reconocerse como esclavo de la misma. La signatura de la libertad una vez más cobra sentido: si primero era prisionero de un sistema político y de unas ideas, luego de una misión hacia un país que desconoce con una profesión de la que no tiene ningún conocimiento (entomólogo), el nuevo nivel de degradación es el amor. Para el poeta latino Ovidio, el amor es un campo de batalla: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupidus, o en español, que todos los amantes son soldados, y Cupido tiene su propio campamento (Libro I-IX, Amores). Pero si el amor es un campo de batalla, y sitiar y conquistar a la figura amada es el triunfo de esa guerra que sólo los valientes pueden librar, una vez más El jardín de los suplicios nos enseña que una vida no se compone de victorias o derrotas, sino que la principal dialéctica que nos forja en tanto individuos es la antinomia esclavitud-libertad.

La colonia penal

La descripción del puerto chino y su mercado nos remite a imágenes recientes sobre la pandemia: en esos mercados se venden murciélagos clavados en estacas, carne putrefacta, y toda clase de animales, todo narrado con lujo de detalles. Pero el espacio final de esa pesadilla es un bello jardín colorido, en el cual se tortura a hombres entre medio de aquellos paisajes de ensueño.

El Jardín de los Suplicios ocupa en el centro de la Prisión un inmenso espacio en cuadrilátero, cerrado por unos muros cuya piedra, cubierta por un tupido revestimiento de sarmentosos arbustos y plantas trepadoras, ya no se ve. Fue trazado hacia mediados del siglo pasado por Li-Pé-Hang, el botánico más sabio que haya tenido China.

La mayor cantidad de textos en torno a El jardín de los suplicios se centra en los diversos tormentos y ejecuciones brutales de los penados chinos. Es probable que las poderosas imágenes necróticas de sadismo y sangre hayan abierto el camino para otras manifestaciones artísticas, como el ero-guro japonés (del que Rampo Edogawa sería su principal cultor, en los años 20); o el grand guignol francés, que comenzó dos años antes de la publicación de esta novela, pero que su refinamiento y desarrollo se llevaría durante los primeros años del siglo XX.

En este caso, la novela traslada todo el horror por la destrucción surgida de la civilización occidental hacia una lejana, oriental, en la cual la muerte es tratada de forma estética anclada en una arquitectura del mal. Pero aquella no es una mascarada ni una teatralización de los verdugos con sus víctimas, sino que es la demostración palpable de que su escenificación no es cuestionada por sus espectadores, individuos refinados y de la elite, sino que es aplaudida e incluso alentada. En el último trecho la novela se convierte en un festival de la exquisita refinación para exterminar vidas humanas, y su protagonista narrador, extasiado y asqueado a partes iguales, identifica al jardín de las torturas con el universo.

Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.

Y no se pueda esperar mayor hondura de alguien que reflexiona desde su propio infierno construido a medida, en su perpetua esclavitud.

viernes, 16 de agosto de 2019

Viaje al fin de la noche o la absoluta verdad del mundo


Editorial Edhasa
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. 576 páginas
Traducción de Carlos Manzano 


ensiones

Miguel de Unamuno parodiaba en Cómo se hace una novela el hecho de que muchos escritores se ceñían a un programa, o módulo, para escribir una novela, como si éstas fueran susceptibles a una receta para escribirlas. Lo cierto es que todo el tiempo se están escribiendo, filmando o pintando obras, las cuales siguen patrones o recetas predeterminadas, para quedar "redonditas" y "sin fisuras". Raúl Ruiz afirmaba en su Poética del cine, que el núcleo de una obra condensada en la premisa de la tesis del conflicto central, generaba películas clónicas que ahogaban el impulso imaginativo, lo que generaba a la larga que todas las películas se terminaran pareciendo, borrando cualquier marca de autor.  

En efecto, hay escrituras que sólo pueden existir gracias a las pautas que entrega el manual o el taller literario: son útiles dispensarios para quien desee explorar alguna forma de narrar que posea una tradición, asegurando coercitividad, claridad y expresionalidad. Historias que se pueden desmontar en piezas, como relojes, y que bien pulidas, pueden llegar muy lejos... al menos comercialmente hablando.  

Pero el lector exigente no se deja embaucar. ¿No estamos saturados de narradores que se adscriben a una corriente y que por lo tanto no crean literaturas ni obras de arte, sino chatarra hecha con despojos de fórmulas probadas?  Ciertamente, cuando nos topamos con un libro bien escrito, deberíamos decir “está muy bien fabricado”, o “el autor se esforzó en  la creación de su belleza”, pero cuando abrimos las páginas de un libro que no se ciñe a más caminos que la intuición y al placer de la pura invención, decimos otra cosa. En realidad no podemos decir ninguna frase que no suene a lugar común, por lo que estamos obligados a crearnos un propio lente para rozar la superficie del objeto admirado. Viaje al final de la noche de Louis-Ferdinand Céline busca ilustrar lo que apunté al comienzo: hay escrituras que son aprendidas y pulidas, y hay otras que brotan, nacen por una necesidad personal, señalando su propia coherencia interna.

La calle-La traducción-El legado

Bukowski ha sido elogiado por descorsetar la literatura y llevarla a cualquier parte. Ciertamente, el viejo borracho es descendiente directo de la antigua picaresca, y mucho más atrás del mordaz Apuleyo (con su desenfrenada Asno de oro), repitiendo lo viejo como si fuera nuevo, y así, sus libros transitan en los baños, en los prostíbulos, en la misma calle, sin olvidar que ya tiene un pariente muy cercano, el genial  John Fante, quien ilustró con cinismo y humor la vida de las clases obreras norteamericanas, en especial el mundo de las familias ítalo-americanas. Si el papá de Bukowski fue Fante, sin duda que el padre de ambos, o el abuelo, o el tío aventajado de aquel mítico par, fue el crepuscular y filonazi Louis-Ferdinand Céline, de profesión médico, y con pasado militar en la Primera Guerra Mundial, experiencias que quedaron retratadas en sus libros.  

Se ha exclamado que la grandeza de Céline estriba en sacar adelante una obra en el cual se funde el lenguaje vernáculo con palabras callejeras, creando una literatura grotesca con pasajes poéticos y reflexiones descarnadas sobre la condición humana. Y en efecto, es así. De hecho, en sus libros abundan interjecciones y argots propios de la milicia que no tienen equivalentes preclaros en nuestra lengua, palabras obscenas para referirse al culo, a las putas, a las enfermedades, al pene o a la mierda. De ahí que se diga que leer a Céline en su idioma original sea además de una experiencia, un real desafío. El traductor colombiano Montoya Campusano, afirma que para leer en francés a Céline es necesario conocer el idioma muy a fondo, de lo contrario no se entenderá ni la mitad de lo leído. Y como ocurre con otros grandes, como Proust o Huysmans, las dificultades en la traducción ya se inician desde el mismo título del libro. Para Montoya es más válido Viaje al fondo de la noche, que Viaje al fin de la noche, porque, entre otras razones, viajar hasta el final de la noche implica llegar hasta la amanecida, pero la obra de Céline explora la sordidez de la noche, no busca escapar de ella, porque no hay salida.

¿Sería mezquino suponer que existan escritores que puedan ser traducidos a cualquier idioma, y que otros se resisten a punta de pistoletazos? Sí y no. Quizá no estribe tanto en el contenido de una obra, o en un argot o en un lenguaje propio que le imprima un autor, sino que todo descanse en su estructura. Por eso es válido decir que un poema vertido de un idioma a otro, irremediablemente destruye el ritmo y la prosodia del original. O para ser más justos, el  traductor debe imponerle su propia mesura, reconstruirlo sin traicionar el espíritu original del poema, porque el poema desborda el contenido y el ojo lector, ya que también implica el oído y la noción espacial del poema dispuesto. Todo esto puede redundar en que la influencia de Cervantes sea mayor que la de Quevedo fuera del ámbito del español: los tesoros y los hallazgos que surgen de la pluma del madrileño se aprecian mejor en nuestra lengua, que vertidos al alemán o al inglés. Pero fuera de estas consideraciones, hablemos de lo que nos interesa, y entremos al libro que nos reúne.

El comienzo del viaje

Céline en su época militar
La novela parte con la guerra. Y como la narrativa de la guerra, los recuerdos son confusos, neblinosos, los pasos van y se esconden en la sombra, o sale a la luz una brinza de sangre o el grito de un moribundo mutilado. La voz narrativa será articulada por Ferdinand Bardamu, trasunto del mismo Céline, quien no teniendo nada mejor que hacer, se enrola en el ejército francés y parte a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Era el rito de iniciación típico de un joven de aquellos años, era la manera de hacerse hombre, y para una época violenta como aquella, los jóvenes en vez de irse a un balneario y tostarse al sol y luego meterse alcohol, drogas o sexo desenfrenado, iban a la guerra, felices, extasiados, hasta que quedaban atrapados bajo el gas sarín, destruidos en mil pedazos por un bombardeo o acribillados por fuego amigo o enemigo, cuando no se moría de forma lenta y despiadada producto de infecciones causadas por traumatismos. Una de las escenas más violentas ocurren al comienzo, cuando el joven combatiente se encuentra con una familia con su casa destruida, y descubre cómo los soldados alemanes se ensañan con todo lo que se atraviesan, incluyendo niños. En un arrebato, Ferdinand recordando sus años de combate, le dicen a una de sus novias, Lola, que el valor de la guerra no estriba en nada, y anima a los desertores y a los cobardes que arrancaron de ella.

“Ya ves que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada…”

Lo único que cuenta es la vida, nos dice, pero Ferdinand tiene la idea fija de que el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.

África-Estados Unidos-Vuelta a Francia

La siguiente parada es África, lugar al cual se dirige para trabajar en una colonia francesa. Su estancia es narrada como una constante actividad febril y plagada de mosquitos y enfermedades. Ya desde el transatlántico que toma para embarcarse hasta las tierras africanas, describe con saña a los tripulantes de la narración, repleta de viejos a los que considera comatosos, asquerosos y al borde de la muerte (tramo que tiene episodios alucinantes y muy risibles como cuando intentan lincharlo), hasta su llegada a las colonias, exploración que tiene ese mismo aire inhóspito y de exotismo soterrado y sofocante que aparece en Corazón en tinieblas de Conrad. 

De Estados Unidos tampoco se lleva sus mejores impresiones. Le parece un país acelerado, lleno de muchachas hermosas y bien arregladas, para las cuales si no vistes bien y no representan un estatus, eres sinónimo de nada. El personaje va de bote en bote, tratando de concretar el american dream, pero sólo encuentra el vacío, la hostilidad e incluso la indiferencia de la ya mencionada Lola, a quien extorsiona para sacarle algún dinero con el cual sobrevivir. La experiencia capitalista en las tierras del tío Sam es marcada y parece señalar la experiencia que tendrá todo inmigrante sin contactos ni formación profesional: rechazo y miseria. Su paso por una fábrica donde los trabajadores son adiestrados por perros capataces para ser una pieza más del engranaje, es la gota que rebasa el vaso, el punto final que lo impulsa a volver definitivamente a sus tierras, desechando para siempre su veta aventurera. 

Vamos en la mitad de la novela y han pasado tantas cosas, que nos asombra que en casi 300 páginas fluya con una gran velocidad su pluma. Ferdinand regresa a Francia para convertirse en médico, y una vez más nos damos cuenta que la vida de alguien sin contactos, por muy doctor que sea, es como abrirse a machetazos por un espejo follaje. Su paso por la facultad es apenas resumida en unas líneas, y se entiende, pues a Céline no le interesa tanto retratar al mundo académico o acomodado como a la pequeña burguesía de la cual proviene. 

Lo que tiene que hacer un médico para conservar su clientela y llegar a fin de mes para  pagar un arriendo los resume con un centenar de malabares. Así como el éxito (y lo que se entiende por la vida de alguien exitoso, con lujos y dinero) atrae más éxito, la derrota atrae más derrota y miseria. Sus observaciones sobre sus enfermos son mordaces; personas sin recursos que no esperan más que la caridad, o que conspiran para internar a la más anciana de la casa y así ahorrarse plata, y cuando no, tratar de pedirle fiado al médico. Hay una mujer que se desangra tras practicarse un aborto, y él, como médico, debe exigir a la familia que la internen inmediatamente, so peligro de que la joven muera; la familia se asusta, se retuerce, y prefieren esconder la ignominia para que el barrio no se entere, aún cuando la vida de la joven peligre. Así piensan las viejas. La pura mezquindad humana. Y los hombres no lo hacen mejor, como cuando relata el reencuentro con un compañero de guerra, el cual es convencido por una familia para que le ponga una dinamita a una anciana y la mate, para así deshacerse de ella. 

Sus impresiones sobre la juventud están impregnadas de una cierta tristeza nihilista, pues ahí donde el joven inexperto se alza para descubrir al mundo, tratando de recibir lo mejor, éste se vuelve contra él y lo muele a golpes, llegando a la conclusión de que la verdad es una agonía interminable, pues…

La verdad de este mundo es la muerte

“Hay que escoger, morir o mentir. Yo nunca me he podido matar”.


Pero no crea el lector solitario que el libro es una agonía interminable de epítetos y pensamientos funestos. Es cierto que casi no hay momentos epifánicos, de felicidad pura, pero esa ausencia se suple con el humor cruel y a destajo que se despliega en sus páginas. La medida de la preocupación por el mundo para Ferdinand no se mide con la vara de la desesperanza o la depresión, sino con el sueño. El que puede llegar hasta su casa y de noche cerrar los ojos para despertar hasta el otro día, va viento en popa, por miles de cruces que cargue al hombro. Porque ahí yace la confianza primigenia en el mundo, la de dormir entre los hombres sin temer la cuchillada o la traición. 

El nomadismo del personaje, que viaja y que habita y que transita en múltiples ciudades, es finalmente explicitado cuando se marcha del pequeño barrio francés, dejando botada a toda su clientela, pues afirma que una vez que la gente te conoce lo suficiente, ya tiene para sí el potencial destructivo para dañarte, recomendando que una vez que ya te conocen, lo mejor que puedes hacer es marcharte, sin mirar atrás.

El periplo final de este médico errante es el manicomio, al cual llega por no tener más opciones de trabajo. Su ojo se posa en el de los locos, de los que afirma que son aguantables si te acostumbras a que te empapelen a groserías, pero también se fija en los que trabajan ahí, personas que han encauzado su alma a un lugar y que han terminado casi mimetizadas en ese ambiente donde el tiempo parece haber muerto, pues ni las brújulas ni los relojes funcionan correctamente.

Sabemos que lo bueno dura poco, y que las cosas buenas no suelen abundar. Viaje al final de la noche de Céline es una parada necesaria, no sólo porque es un fresco que ilustra el pesimismo superlativo que se respiraba en el periodo de Entreguerras, sino porque pone al lector en un primerísimo primer plano los pensamientos, más descarnados y honestos de alguien que ve la vida con el ojo de los cínicos y los pesimistas; tal como es y no como debiera.

Y como una carta, como una despedida, en un momento el narrador mira a la cara del autor, y sin cortapisas, lo mira al rostro, lo conmina, le muestra lo que es o lo que algún día será. Una calle solitaria.

Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero muy harto de oírte hablar siempre… Abrevias…Renuncias…llevas más de treinta años hablando….Ya no te molesta no tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres…Sientes hastío….(…)Ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que yo no pasa casi nadie.


viernes, 25 de enero de 2019

A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans

Detalle de La Aparición, de Gustave Moreau
Editorial Cátedra
A contrapelo, de  Joris-Karl Huysmans
1era. Ed. en francés 1884. Esta edición 2004. 376 páginas.


Biblia del decadentismo, libro de cabecera de Oscar Wilde, defensa apasionada del esteticismo más perverso y rebelde, golpe mortal contra la moral burguesa, son sólo algunos de los epítetos que alguna vez se han asociado con À Rebours de Joris-Karl Huysmans, palabra del francés que tanto traductores españoles como ingleses, no han logrado acertar con una traducción unívoca, pues a grandes rasgos se revela como una palabra que puede significar algo que va hacia atrás, o al revés de algo, y por eso ha tomado diversos nombres como Against the grain o Contra natura en una traducción de Tusquets, o A contrapelo, que es la traducción tomada para escribir estas impresiones, que sirven como punto de entrada para hablar de una de las novelas más extrañas y polémicas que se gestaron durante el siglo XIX.

¿Por qué la obra de Huysmans  no es tan visible si la ponemos al lado de otros escritores franceses contemporáneos suyos como Maupassant, Flaubert o Zola?  Probablemente porque dentro de sí fluya una fuerza creativa muy divergente a muchos, una fuerza que consistió en una primera etapa con romper los moldes del realismo y del naturalismo imperante, al cual consideraba limitados para capturar el alma humana, y una segunda fase de onirismo y conversión, donde fe y religión son los únicos asideros para no caer en una existencia plana y soporífera. Todo ello redunda en que este autor se encuentre más lejos del gran público y mucho más cerca de los mismos creadores. Podríamos decir que estamos ante uno de los primeros en ser considerado “un escritor para escritores”, pero la fórmula lo simplifica; en su obra hay mucho más que estética, hay una ética y un legado.

Artificios y prótesis mentales

A contrapelo es una novela en la que casi toda la acción se concentra en una casona de Fontenay. La experiencia hace recordar al Walden de Thoreau pero totalmente a la inversa; si el escritor norteamericano relataba su reclusión en una cabaña para celebrar la soledad y las fuerzas dominantes de la naturaleza, el francés inventa a un aristócrata anémico y alucinado llamado Des Esseintes y lo encierra para llevar hasta las últimas consecuencias la celebración del artificio. Ahí donde Walden escribe una crónica que ensalza la soledad y pone de relieve lo salvaje y lo cívico que se alberga dentro de nosotros, A contrapelo intenta darle un nuevo sentido al hombre por medio del artificio: se enaltece el maquillaje, las flores exóticas, las pedrerías, el perfume, el sadismo, las pinturas morbosas, y la misma literatura, caminos todos válidos para romper los hielos de la monotonía y avanzar firmes hacia los abismos paradisíacos.

La novela abre con una nota introductoria en la cual se resume de forma sucinta la vida de Des Esseintes: huérfano, con una gran fortuna heredada y luego dilapidada en el juego y en las mujeres, decide juntar el dinero que le queda y comprarse una casona en Fontenay, un pueblo muy alejado de París. Como el hombre sin atributos de Robert Musil, o como los cortesanos sin norte que describe Proust en sus alambicados salones, el protagonista es alguien que se siente débil y enfermo, un neurasténico que pudiéndolo haberlo hecho todo, abraza el nihilismo y la desesperanza, pero impulsado por la natural preservación que tenemos como mecanismo ante la autodestrucción y el suicidio, emprende la tarea de unificar vida y arte, pensamiento y praxis, experiencia e idea. Para ello pretende reemplazar la naturaleza bajo nuevas coordenadas:
La naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio.


Joris-Karl Huysmans en su estudio
Las anécdotas son mínimas: un conato de viaje a Inglaterra, el afán de pervertir a un menor por los caminos de la delincuencia, el uso de un aparato para regular la digestión, son algunas de las pocas acciones que emprende el personaje; no obstante, todo el libro gira en torno a la búsqueda auténtica de escapar de la vida, para sumergirse de lleno en un mundo simulado por máquinas virtuales, máquinas que la tecnología de aquella época aún no inventa, pero que el protagonista se las ingenia para recrearlas. Así, adorna las paredes con colores determinados según estados anímicos, cuelga de las paredes frescos e ilustraciones sugestivas, ordena su biblioteca de acuerdo a exigentes parámetros, e incluso invierte los horarios que tendría cualquier mortal, para dormir durante el día y permanecer despierto durante las noches. Todo ello demuestra el antiguo afán por el simulacro, noción cada vez menos abstracta en un mundo actual donde los límites entre la vida y las simulaciones se borran, reconfigurándose con los videojuegos, las redes sociales, el cine o la música, por nombrar algunos de los escapismos cotidianos. Para fortuna nuestra, Des Esseintes no convive con esas máquinas, pero profetiza la enferma dependencia que necesitamos con aquellas prótesis mentales.

La pintura, los perfumes y la flora

Con la acción detenida al mínimo —apenas aparecen sirvientes que finalmente actúan como autómatas, pues no piensan ni hablan, sólo obedecen — el discurrir del libro se abre y se cierra entre evocaciones, vivencias estéticas, ensayos sobre pintura, examen a piedras preciosas, diversas reflexiones sobre el mal y la religión, disquisiciones literarias y apuntes biográficos,  creándose así una obra que se eleva por sobre el estatuto convencional de la novela, acercándose más a lo experimental, al artefacto, pero sin dejar de lado los cimentos novelescos: el resultado es un libro delirante y extraño, único, como una oculta joya vibrante y anhelada, que bien vale la pena analizar con detalle.

La principal pugna que intenta explicar de forma reiterada el narrador de A contrapelo, es que la naturaleza ya ha sido trabajada y explorada hasta el cansancio por los artistas: es un camino transitado el cual se debe dinamitar para que entre aire fresco. En este sentido se asemeja mucho al proyecto que llevaría a cabo décadas más tarde el poeta chileno Vicente Huidobro con su creacionismo, donde afirmaba que el deber del artista no es cantar a la rosa, sino que recrearla dentro del poema, dejando de poetizar y cercar a la realidad, para destruirla y crear una nueva. Por eso Des Esseintes nos advierte:
Lo importante es saber cómo hacerlo, saber concentrar su espíritu sobre un único punto, abstraerse lo suficiente para producir la alucinación y poder sustituir la realidad objetiva por la visión imaginaria de esa realidad.
Y como esa simulación debe ser estimulada por medios sensoriales, nada mejor que utilizar la imaginería de ilustradores, pintores y artistas del grabado, pero no cualquiera, sino de  un selecto grupo de exploradores que metieron sus cabezas a mundos regidos por la brutalidad, la belleza y el caos. A contrapelo saca de los márgenes y pone al centro obras plásticas que ya en esos tiempos estaban aisladas, posicionándolas  en un pedestal por diversos méritos, ya sea por el tratamiento hermético y escandaloso sobre temas religiosos o esotéricos, ya sea porque no se ajustaron al sensiblero gusto de las masas burguesas. Se nos menciona el arte sacro del dibujante holandés Jan Luyken (1649-1712), fervoroso protestante que realizó una serie de grabados titulado Persecuciones religiosas, un tratado visual explícito sobre torturas y escarmientos diseñados al amparo del fanatismo religioso: se trata de la obra de un artista obsesionado con la muerte, la laceración de los cuerpos y la crueldad, imágenes que no nacen de un mente afiebrada, sino que tienen correlato con la historia. Pero también le interesa el refinamiento y la imaginación creadora de Gustave Moreau (1826-1898), pintor que escandalizó con sus obras, y que en sus evocaciones unió el misticismo de oriente con el rigor de occidente, tamizado por temas bíblicos, como lo es La Aparición, en la que se nos muestra una Salomé desnuda apuntando a la cabeza cortada y flotante de Juan Bautista, en medio de un palacio irreal y recargado, como sacado de una era perdida y sumergida en los sueños de dioses paganos y asesinos. Otros artistas son analizados y puestos bajo los  expertos ojos del narrador, entre ellos los menos conocidos como Rodolphe Bresdin (1822-1885) u Odilon Redon (1840-1916), o los ya consagrados y conocidos como Rembrandt, El Greco o Goya, llegando a concluir que existe un arte bobalicón y facilista, y otro que necesita una iniciación, un estudio previo para lograr su goce:

La obra que no es rechazada por los imbéciles, y que, al no contentarse con suscitar el auténtico entusiasmo de unos pocos, se convierte, por eso mismo, ante los ojos de los iniciados, en algo contaminado, banal, casi repulsivo.

Detalle de La comedia de la muerte, del citado Rodolphe Bresdin

Pero el verdadero tour de force de la novela, es llevar estas consideraciones estéticas al plano de los perfumes o de las plantas. Así como una esencia puede ser creada de forma industrial y embotellada para su uso masivo, también están los perfumes que son búsquedas de vidas enteras en los lugares más remotos del mundo, todo en pos de generar una fragancia que no sólo esté ahí para disimular el mal olor, sino que también sirva para evocar, sugerir o excitar los sentidos. Y es así como inesperadamente, avanzamos por un libro que se transforma en un receptáculo y sugerencias de olores y sensaciones, dando paso al colorido y variado mundo vegetal, abriéndose a punta de machetazos ante la pura contemplación de plantas carnívoras y frenéticas o rígidas como lanzas apuntando hacia el cielo, abiertas o cerradas como asesinos esperando a su presa, oxidadas, de hielo o flamígeras como creadas por dementes, y todas, desfilando y analizadas según sus colores, la floración de sus hojas, los pétalos y los capullos, la rugosidad y suavidad de su textura, adentrándonos al exótico mundo de las plantas que nos enseña a despreciar a las vulgares rosas o a las calas o girasoles, y en general a toda esa flora que suelen lucir casi todos los jardines del mundo.

La literatura latina y francesa

Si bien existe una delgada línea argumental que va hilando cada capítulo, también es cierto que A contrapelo puede ser leído por separado, pues cada parte entrega de forma autónoma un arco de ideas que se va armonizando con la extraña y anormal situación que se plantea el protagonista. Uno de sus puntos más elevados es la revisión de los clásicos de la literatura latina y francesa. En un momento de la novela, Des Esseintes declara que sólo le interesan los clásicos romanos y la literatura contemporánea francesa, y nada más. Menciona en algún lugar a Dickens, sólo para rescatar sus pincelazos de la vida cotidiana inglesa, pero relativiza su valor por ser pacato en cuanto a pasiones y amores; también recuerda el Barril de amontillado de Edgar Allan Poe, con la intención de evocar la tétrica historia que tiene por fondo la venganza y el horror, sirviéndole como puente para hablar de sus amados y odiados contemporáneos franceses.

El Satiricón de Petronio
El ojo de Joris-Karl Husymans —de mano de su protagonista— es agudo y mordaz; tiene la rara virtud de despreciar a muchos autores por innúmeras razones, y de vindicar a unos pocos por la originalidad que demuestran, aún cuando no se traten de autores populares o avalados por la crítica. El conocimiento que muestra por la literatura clásica romana es impresionante, dándoles con todo a muchos considerados como el baluarte de la Antigüedad: descarta a Séneca por hinchado y pálido, a Julio César por aburrido y jactancioso, a Virgilio lo pulveriza por pomposo y vacío, a Ovidio por discreto y moderado, a Horacio lo trata de payaso y zalamero, a Cicerón de ampuloso y oscuro, y así, van cayendo esos ídolos como títeres descabezados, uno tras otro, hasta llegar a Lucano con La Farsalia, que es donde detiene sus espadazos y garrotazos, dedicándole algunas líneas positivas, para alabar recién de forma portentosa a Petronio y específicamente El Satiricón; ¿qué ve en este autor y particularmente en esta obra? Ve la rotura de las pompas y de las formas, el fin del lenguaje encorsetado y métrico, abriéndose paso a una dimensión en que entra el habla de la calle con toda su sordidez, sin impostaciones; es la mirada de un observador imparcial que no enjuicia, que violando las reglas del siglo de oro de la literatura latina es capaz de crear algo nuevo: es esa frescura y esa pericia por narrar lo que lo seduce, y así avanza hasta lo que se conoce como el periodo de decadencia de la cultura romana, iniciada con la muerte de Augusto,  periodo que paradojalmente coincide con la mayor expansión del imperio en occidente, pero que significó que la literatura perdiera su brillo y su equilibrio al contaminarse con barbarismos y extranjerismos de otras tierras y pueblos indexados a Roma, opinión que para Des Esseintes es precisamente lo contrario; es esta decadencia la que de verdad le seduce, y sus referencias a múltiples autores —muchos desconocidos—, supone un verdadero deleite para quienes busquen adentrarse en una época en la que cuesta encontrar obras reconocibles.

Y así sigue el examen de escritores hasta el fin del imperio, saltándose casi olímpicamente la Edad Media, para llegar a la Francia de fines de siglo XIX, una Francia literaria donde el centro, la verdadera fuerza centrípeta de la cual nacería una nueva estética es detentada por un pequeño núcleo, presidido por Charles Baudelaire, quien se lleva todas las loas, principalmente por su uso atrevido del verso para horadar en las regiones más siniestras del ser, y también por su confección de pequeños poemas en prosa, forma que es considerada como el futuro de una nueva sensibilidad narrativa, al que le siguen de cerca Villiers de L`isle-Adam, destacado por el uso burlesco y siniestro de la palabra en sus cuentos mordaces, Jules Barbey d`Aurevilly, por su catolicismo retorcido donde lo diabólico toma gran fuerza, y Stephan Mallarmé, a quien reconoce el valor de su alta poesía que se adentra en lo más oculto, mirando ahí donde nadie es capaz de posar la mirada. 

Su juicio a la literatura francesa está lejos de ser un capricho; a cada autor lo sopesa con argumentos, y en su análisis intenta no dejar a nadie afuera, considerando incluso a escritores católicos, moderados o ultramontanos, furibundos como un León Bloy o liberal como el Conde de Falloux, y si como exégeta tiene muchos elogios y epítetos para referirse a los que conforman la verdadera avanzada de las letras francesas, no se queda atrás y se mete con los grandes, con Stendhal, Balzac Flaubert,  a los que les reconoce sin duda pericia, pero que por un agotamiento de procedimientos y de técnicas han llegado a la extenuación; son los atletas que durante la maratón más brillo tuvieron, pero que han llegado exhaustos hasta la meta, no dejando tras de sí más que buenas obras, algunas maestras, pero sin dejar un legado renovador que pueda perpetuarse con el tiempo.

La Iglesia Católica

La relación de Huysmans con la religión siempre fue ambigua y ambivalente hasta antes de su conversión al catolicismo. Cuando escribió esta novela, él aún no se convertía, era escéptico, seguidor de las ideas de Schopenhauer, pero ya acá aparece por primera vez su visión, muy particular, de lo que significaba este credo. En este libro se desprenden variadas posturas de la boca de Des Esseintes, que como se demostró con el tiempo, guardaban una estrecha relación con su autor en cuanto a valoraciones y opiniones. El personaje, por un lado, admira a quienes abrazan a estas creencias, pero por otro, le parece que quienes militan en la Iglesia son personas mediocres, comunes y silvestres, que sólo están ahí por la fuerza de la costumbre o por el miedo.

No obstante, en muchos pasajes se nos habla del portento que significa la creación de una institución milenaria, que con luces y sombras, ha preservado de la barbarie todo el legado que tenemos de la antigüedad: sin los monjes copistas, sin la creación de estos receptáculos de la información almacenados en monasterios, la memoria de siglos y siglos habría perecido frente a la hoguera. En un aspecto espiritual llega mucho más lejos, y es la promesa de paz y esperanza por una vida mejor que ésta entrega, principalmente en condiciones donde una existencia limitada puede ser asediada por plagas, enfermedades, desamores y el mismo sonsonete brutal y sinsentido de la vida: no puede negarse, afirma la voz de la novela, que es un milagro que entre tanta negrura y sangre brille una luz que calme a los débiles, menesterosos y enfermos, a los tísicos del espíritu, que gracias a esa iluminación que viene perpetuándose desde la época de los primeros cristianos, les sirva para mantenerse erguidos y de pie, con la frente en alto. 

A contrapelo también analiza el estilo que emplean los escritores católicos franceses, afincados en un lenguaje de raigambre latinista con conceptos e ideas inmutables, las cuales se encuentran en el seno mismo de la Iglesia y de sus prédicas, logrando así que sus mejores estilistas (pocos, Leon Bloy por ejemplo) sean capaces de levantar la pluma con una claridad retórica que en nada tendrían que envidiarle a los escritores laicos, ni siquiera a Rousseau o Voltaire —a quienes considera mediocres— pues esta vertiente mística y espiritual tiene la facilidad para asimilar abstracciones con mucho más claridad que en una lengua no religiosa.

Por último, hay que señalar que la traducción y edición al cuidado de Juan Herrero, convierten al libro en un objeto realmente apetecible: no sólo hay notas introductorias, sino que estas en conjunto conforman un verdadero ensayo que nos ayuda para situarnos mejor en una época tan lejana, que pese a su distancia y sus sinsabores, aún sigue resonando tan actual, tan a la vuelta de la esquina.

viernes, 20 de abril de 2018

Allá Lejos de Joris-Karl Huysmans: horror y fascinación por la Edad Media


Editorial Valdemar
Allá Lejos. Joris-Karl Huysmans.
Ed. 2015. 365 págs.


Cuando pensamos en los grandes autores franceses del siglo XIX, pensamos automáticamente en Balzac y Stendhal como los grandes renovadores de la novela, en poesía aparecen Rimbaud, y Mallarmé, y si tuviéramos que mencionar a los decadentistas pensaríamos rápidamente en Baudelaire o en Lautréamont. El canon se ha cimentado por años y años de lecturas y relecturas: es volátil porque flota en la psicósfera, pero también es rígido, pues se ancla en la materialidad de los libros y en las lecturas que circulan.  

Joris-Karl Huysmans es, por sus temáticas y estilo, un escritor deslumbrante pero fuera del canon. Ya sus contemporáneos, como Oscar Wilde, celebraron su trabajo, siendo elogiado posteriormente por una línea de escritores franceses que va desde Marcel Proust (quien lo alabó por las vigorosas evocaciones de sus personajes), Céline (por su pesimismo) hasta llegar a Houellebecq, quien dijo que “feliz habría sido un gran amigo suyo”, al considerarlo como el escritor misántropo más grande no sólo de su tiempo, sino de la historia. El elogio de Houellebecq no es gratuito. Escribe Huysmans en Là-bas, la obra que nos ocupa —traducida como Allá Lejos según la Valdemar—un cuadro que busca retratar el mundo de los escritores de aquellos años: 

“Los literatos se dividían (…) en dos grupos, el primero, compuesto por burgueses ávidos, y el segundo, por palurdos abominables. En efecto, unos eran los que el público mimaba, corruptos, por lo tanto, pero exitosos; hambrientos de consideración, imitaban a los comerciantes de altura, se deleitaban en las cenas de gala, daban fiestas de etiqueta, no hablaban más que de derechos de autor y de ediciones, hacían sonar el dinero. Los otros se arremolinaban en manada en los bajos fondos. Eran la gentuza de las tabernas, el residuo de las cervecerías. Todos se odiaban, pero se gritaban sus obras, publicaban su genio, rebosaban los bancos, y, atiborrados de cerveza, vomitaban hiel.”

Aquel desencanto por el mundo de la literatura no venía de la mano de un refinado dandi, que ocioso, registrara el vaivén de los espíritus que se amontaban en las tabernas. Huysmans tampoco fue un desarrapado sin ley que estuviera al borde del crimen o de la bancarrota, al revés, fue un pequeñoburgués sin mayor fortuna y sin contactos, un funcionario que trabajaba para el gobierno de turno, y que en sus últimos años se convirtió al catolicismo; no obstante fue un hombre nada pío, que metió el dedo en la llaga de la sociedad de su época, hablándonos de temas molestos y sacrílegos que escandalizaron a sus contemporáneos (y que aún volvería a hacerlo si se le leyera con más atención), aunando satanismo, esoterismo, infidelidad y locura en su celebrada y vilipendiada Allá Lejos.

GILLES DE RAIS: TAN LEJOS, TAN CERCA

Allá lejos no es una novela al uso. Existen dos niveles narrativos que se van entrecruzando y superponiendo, aunque uno está supeditado al otro. La historia principal narra las vicisitudes del escritor Durtal, quien fascinado por el satanismo y el mundo espiritual de la Edad Media, se lanza en una investigación personal para intentar comprobar si es verdad que existen las misas negras, los sacrificios y la adoración por el Mal. Salen en su camino un hombre especialista en campanología, el tañido de las campanas que es mucho más que coger una cuerda y hacerlas sonar, un astrólogo que afirma ser de los reales y no de los charlatanes que tanto pululan,  una mujer fatal que podría estar o no conectada con una secta satánica, y finalmente Des Hermies, un intelectual que actúa como una suerte de espejo o rebote que refracta y expande las inquietudes artísticas y espirituales de Durtal.

La segunda historia que se entrecruza con la principal es la investigación biográfica que hace Durtal sobre el barón de la Edad Media Gilles de Rais, conocido como Barba Azul, quien ha sido considerado como el mayor asesino y criminal de la historia, principalmente por el centenar de niños que ejecutó en misas negras, de las formas más inimaginables y espantosas que Allá Lejos describe con lujo de detalles. Tras relatar la infinidad de maltratos soeces y luctuosas perversiones que comete con los impúberes —que por respeto a la sensibilidad del lector no transcribiré acá—  se describe así a de Rais tras sus asquerosas orgías:
“Los cuerpos que ha masacrado y cuyas cenizas ha hecho tirar en los fosos resucitan en forma de larvas y lo atacan por las partes bajas. Se debate, chapotea en la sangre, se yergue sobresaltado, y encorvado, se arrastra a cuatro patas, como un lobo, hasta el crucifijo, cuyos pies muerde rugiendo.”
Allá Lejos hace gala de una prosa realista que en estas descripciones se revienta con escenas pesadillescas, intentando horadar en el gran misterio de cómo un hombre, un barón que fue compañero de Juana de Arco, un campeón de la cristiandad y de las buenas obras, fue capaz de hundirse en el fondo cenagoso de la miseria, en los más asquerosos pozos de la locura. Y lo que atisba Durtal, es que es necesario adentrarse a la Edad Media para intentar comprender el por qué de estos excesos.

LA VILIPENDIADA EDAD MEDIA

A pesar de que el Medioevo abarca mil años de historia y se suele dividir en Alta y Baja Edad Media, esta siempre se caracteriza en términos generales como una etapa oscura, de pocas luces y muchas tinieblas, periodo ampliamente desprestigiado  en su momento por los humanistas y renacentistas, quienes consideraban el Medioevo apenas como un puente o escollo entre la antigüedad clásica, representada por los griegos y los romanos, y la modernidad, marcada por el sino de la civilización, el desarrollo de la cultura y el arrollador progreso.

Sabemos que el cristianismo primitivo de los primeros siglos después de Cristo, en muy poco se asemeja al culto erigido por la Iglesia Católica durante la Edad Media, y es precisamente en este encuadre de hechos, que la Edad Media sea considerada una época de caballeros andantes repartiendo mazazos a diestra y siniestra, junto a santos enclaustrados al borde del delirio. Gran parte de las formas y del espíritu que aún existen al interior del clero, son herencia directa de la tradición medieval, por lo que no es descabellado afirmar que la Iglesia Católica es la Edad Media, rediviva, punzante, polémica y vigorosa, aun hoy, en nuestros tiempos. No obstante, la mirada de Alla Lejos corresponde a la mirada de un escritor francés de fines del siglo XIX, decadente por ser antimodernista y por despreciar los valores burgueses de su época, quien critica duramente a la iglesia de su tiempo, enarbolando a la Edad Media como una etapa esplendorosa:
“El clero, que a pesar de esos pocos conventos que desolaron los ladridos de la lujuria, las rabias del Satanismo, fue admirable, ¡se arrojó en éxtasis sobrehumanos y alcanzó a Dios! Los santos florecen a través de aquella época, los milagros se multiplican, y, aunque aún es omnipotente, la Iglesia es dulce con los humildes (…) Hoy odia al pobre, y el misticismo agoniza en un clero que frena los pensamientos ardientes y predica la sobriedad del espíritu.” 

HUYSMANS VUELVE DE LA SOMBRA

Toda la tensión de Allá Lejos descansa en si es posible que la antigüedad pueda coexistir con la modernidad. Ritos de sangre, fiestas paganas y sacrificios de la Edad Media han sido muy bien documentados, pero ¿qué pasa en el París de fines del siglo XIX? ¿Existen sociedades secretas que alaban al Demonio? ¿Y quién es ese sacerdote llamado Docre, el que se ha hecho tatuar en los pies la figura de Cristo para pisotearla todo el tiempo y que dicen que envía maleficios a sus contrincantes? Allá Lejos es la inmersión de un hombre en la espiritualidad, y no de manera dulce y despojada de dolor, es un intentar llegar “allá arriba” desde muy abajo, desde muy lejos, de alguien que sabe que tras la monotonía del diario vivir, podría esconderse un conflicto eterno entre dos contrarios irreconciliables.

Pero Alla Lejos es más que eso. Es también la tirria, la rabia que siente Huysmans con su propio tiempo expresada a través de su personaje Durtal; es una rabia contra la falsedad, la hipocresía y la indolencia, contra el clero hipócrita que prefiere las divisas de los ricos y las buenas comidas para llenarse la panza, es también un ajuste de cuentas contra el naturalismo y los movimientos de moda que sólo buscan el objetivismo, el “retratar” la exterioridad y superficie de las cosas pero dejando de lado lo sobrenatural, la oscuridad de lo mágico, la integración de los contrarios en una visión más excelsa y sublime que el reduccionismo de la ciencia, es Allá Lejos la posibilidad cierta de que la Edad Media fue más que un montón de monjes rezando y azotándose en las abadías y grupos de enloquecidos caballeros dándose espadazos, fue la Edad Media, nos propone Huysmans, mucho más que eso, fue una época donde coexistió la libertad con la esclavitud, la magia con la ciencia, la cristiandad con el satanismo, que la alquimia era una forma más metafórica y alegórica de entender la química. 

Huysmans nos dice de la mano de su alter ego Durtal, que es posible acceder a otro mundo, y que:
“Sólo es interesante conocer a los santos, los criminales y los locos; son los únicos cuya conversación puede valer la pena. Las personas con sentido común son necesariamente vanas, porque machacan la eterna antífona de la vida aburrida.”
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