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lunes, 6 de febrero de 2023

Kafka y El Lejano Oeste*

*Una versión más breve apareció impresa en la revista La Gata de Colette Nº33, diciembre de 2022.



¿Qué tiene que ver Kafka con el western?

1. La literatura se parece a los caballos, en el sentido de que se desplaza, se transmite, y con cada cultura en la que entra en contacto surge una nueva especificidad en su uso. El caballo más famoso de la literatura es el caballo de Troya: ingresó al mundo griego de la mano de Homero, pero su mención en la Odisea es casi una elipsis. Con Virgilio, la historia del caballo de Troya toma mayor cuerpo y se entiende mejor dentro de su contexto trágico.

2. Antes de la revolución de los transportes terrestres, por más dos mil años el caballo se plasmó a lo largo de la historia literaria desde los antiguas unidades militares, pasando por la caballería andante, hasta las modernas carrozas, rústicas o pomposas, según el ámbito.  La irrupción del tren en el siglo XIX y del automóvil en el XX señala un corte en los usos, pero curiosamente fue el género del western, escrito principalmente en el siglo pasado, el que rescata la figura del hombre a caballo. 

3. El cowboy, enaltecido primero por los escritores realistas estadounidenses y más tarde definido por la literatura popular, representa un corte vertical respecto a los arquetipos de origen anglosajón que definieron la gestación de la nación estadounidense: el banquero o el negociante son sus figuras centrales, y eso lo calibraron muy bien los escritores ¿a quién le va a importar la vida de un banquero o de un negociante? El mundo hispano tenía ejemplos abundantes de aventureros y buscavidas con el caballero, el misionero o el santo, y es en esa comparativa es que se erige el cowboy, quien tiene un poco de caballero, de misionero y de santo. El cowboy  ejemplifica lo mejor del american dream y el ethos promovido por sus padres fundadores: es libre, se rige por el honor, y es valiente.

4. Prestaciones, movilizaciones, desplazamientos: sin el Ciclo Artúrico y las leyendas reescritas por Chrétien de Troyes, la literatura caballeresca española estaría incompleta, y sin ella, no habría sido concebido jamás Don Quijote. Por lo mismo, sin la figura del caballero hispano en la época de la expansión del imperio, no se hubiese fraguado el cowboy, la figura mítica que, como un caballo, saltó de las páginas folletinescas al cine (Ford, Rowland, Walsh), llegando a la cúspide y crepúsculo con los maestros italianos (Leone, Fulci, Borbone). No es una casualidad tampoco, que durante la época franquista, el género del oeste fuese escrito por hispanos, como los americanizados nom de plume Silver Kane o Lafuente Estefanía, escritores populares que trabajaron en formato de bolsillo. Le duela a quien le duela, los vaqueros son tan gringos como hispanos, más aún si consideramos que históricamente fueron los conquistadores españoles quienes introdujeron al caballo, y sí, incluyendo los territorios de las colonias británicas en América.

5. Y ahí, entre gringos e hispanos, tenemos a Kafka. ¿Existe alguien menos caballuno y del Lejano Oeste que Kafka? Pero cuidado, no siempre recordamos con nitidez a los autores. Un texto muy breve del escritor checo: “El deseo de ser un indio” (publicado en 1913 y tomado de Cuentos Completos de Valdemar) dice así:

Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.

¿Un retorno a la infancia? ¿La extinción de los indios que solo pueden cabalgar imaginariamente? ¿La extinción del caballo real que se sobrepone al imaginario?

6. En los relatos de Kafka abundan los caballos. A veces como decorado del paisaje (carretas o caballos pastando), otras, como parte central del relato. En El estudiante con ambiciones, el núcleo del cuento se centra en el caso verídico de Los caballos de Elferbeld, y que ocurrió así: el alemán Wilhem von Osten, a comienzos del siglo XIX, llevó al extremo el adiestramiento equino, al punto de enseñar a su caballo llamado Hans a realizar operaciones básicas que el equino marcaba con el golpeteo de sus cascos. La fama del caballo se extendió por toda Europa, que redundó en que una serie de sabios se reunieran para analizar el caso. ¿Era superchería o el caballo realmente sabía resolver operaciones matemáticas? Un ricachón llamado Krall compró el caballo de von Osten y se propuso enseñarle nuevas operaciones, esta vez el alfabeto y a calcular la raíz cuadrada. En el relato kafkiano, todo ocurre de manera paradojal y calculada: un joven de provincias elabora un plan para determinar qué ocurrió realmente con los caballos de Elferbeld, pero el primer escollo que debe sortear es que los recursos que necesita para su investigación no le permitirán continuar con sus estudios. Sus pobres padres, quienes financian sus estudios, son engañados por el joven, engaño que considera como “un sacrificio”, en pos de la investigación científica. El agujero se abre al final del breve relato cuando la investigación ya se está casi consumada: ¿podrá un joven inexperto –que ha dilapido sus recursos en una investigación— y sin contactos, probar ante una comisión de expertos sus resultados?

7. ¿Kafka habrá leído novelas de vaqueros? Eso tendría que responderlo algún especialista. Lo que sí sabemos es que Kafka fue un cinéfilo de toda la vida, como lo demuestran sus diarios; incluso existe el libro Kafka va al cine de Hans Zischler publicado en español por Minúscula, donde se realiza un estudio profundo por la pasión cinéfila del padre de La Metamorfosis. ¿Habrá visto películas ambientadas en el Lejano Oeste? Es posible, entre la década del 10 y del veinte del siglo pasado, se produjeron al menos unas 200 películas, muchas de las cuales una vez exhibidas eran quemadas o abandonadas, sin conservarse las copias originales, situación kafkiana por donde se le mire.

viernes, 13 de abril de 2018

Kafka: Ilusionista y mutante de la escritura



¿Qué atributos debe tener un escritor para volverse una obsesión y no borrarse de nuestra propia biografía lectora? Me refiero a esos escritores de los que nunca terminamos de aprender, que tras cada relectura van ganando más espesor. No siempre se trata de un asunto de calidad. Autores como Verne, Cortázar o Hesse, se nos van adelgazando. Crecimos y la madurez nos empujó a otros horizontes, a otras lecturas que siguieron ensamblándose y encadenándose a otras, y  aquellos viejos escritores que nos llevaron esas oscuras tardes de lluvia a lugares imposibles, cuando nos enfrentamos de nuevo a sus páginas, algo cambió: hay ternura y nostalgia, como volver a reencontrarnos con los juguetes de nuestra infancia, pero la emoción se agota en sí misma y luego pasamos a otra cosa.

Con Kafka no ocurre lo mismo. Nos hicieron leer —o lo hicimos por cuenta propia— La metamorfosis de Kafka, y la sensación que nos embarga al recordarla siempre es imprecisa: no es la nostalgia, porque la nostalgia requiere completitud y éxtasis, tampoco es amor puro u odio descarnado, porque a menos que seamos masoquistas, nuestras defensas mentales tienden a olvidar o a sublimar a quienes nos lanzaron de cabeza en la sombra. ¿Qué nos queda entonces? Queda la extrañeza, el desasosiego, pero sobre aquellas sensaciones se impone un factor que podría explicar a las anteriores, y abrir las puertas a muchas otras más: el factor sería una suerte de fragmentariedad truncada.  Recordemos el argumento de La metamorfosis: Gregorio Samsa se despierta en su cama como un monstruoso insecto, y de eso no sabemos más. Simplemente se transformó (y por eso aventurar que hubo una metamorfosis es ridículo, porque en el reino animal aquella ocurre como un proceso de ciertas especies, y no de un hombre a animal o viceversa: de esto se desprende que las últimas traducciones del relato sean simplemente La transformación y no La metamorfosis), y con esa incertidumbre, como un puente tejido sobre el abismo, se estructura toda la trama.

En manos de un escritor menos hábil, el mismo argumento habría adquirido un tono más acabado, quizá recurriendo de forma manifiesta a la alegoría, a la simbología y quizás hasta a la moraleja. La grandeza de Kafka, no obstante, reside en que a través de un lenguaje llano y descriptivo, logra contarnos una historia que por sí sola —como si Kafka fuera un hábil prestidigitador— es capaz de transformarse. No es necesario que el lector ponga la lupa o remarque ciertas zonas para percibir la mutación de la historia: como las mejores ficciones, el cuento del insecto hecho humano es orgánico, en el sentido de que no es puro artificio lo que lo sustenta. La explicación de aquello puede residir en que sus relatos no buscan contaminar la realidad trayendo una premisa o un nuevo pensamiento al lector (como por ejemplo 1984 o Farenheit 451), al revés, sus escritos dejan puertas, rendijas, ventanas, pequeños corredores, agujeros, zonas abiertas, para que no sólo entre aire fresco, sino que también el mal aire, la corrupción, la toxicidad de la realidad misma, que irremediablemente se apodera de sus escritos y los empujen hacia otra parte. Las ideas son las que se pliegan a la literatura de Kafka, y no al revés, como ocurre con el resto de casi todos los narradores. A raíz de esto, es ejemplificadora la cantidad de lecturas que puede arrojar la obra antes citada, pero pasa lo mismo con sus relatos largos como El Proceso o El Castillo (¿burocracia estatal? ¿Vaticinio de los futuros totalitarismos? ¿La corrupción en la justicia?), o los relatos brevísimos como Un artista del hambre  o Ante la ley, en las que el texto se resiste a una sola interpretación y puede poner en jaque cualquier intento. Las ficciones de Kafka son ficciones especulares en el sentido más terminal y extremo de la palabra: sus textos no se acaban en sí mismos, sino que desafían al lector a que lectura tras lectura, pueda ir abriendo nuevas interpretaciones, contradictorias y complementarias, jamás reductoras. ¿Cómo logra hacer eso? Intentaremos dilucidarlo.

El ÚLTIMO RELATO DE KAFKA

No es aventurado suponer que Kafka estuviera preparando una nueva dirección al interior de su escritura. Al final de sus días, a mediados de la década de los 20, ya con una tuberculosis avanzada, es probable que lo embargara la llamada “fiebre del crepúsculo”, una supuesta exaltación en los enfermos, que de la noche a la mañana deliberaban mil proyectos con una fuerza demoníaca —a tal punto, que muchos insensatos de aquellos años pedían enfermarse para tener aquel don—, redundando en que un enfermo a las puertas de la muerte, en vez de entregarse dócilmente, sintiera una repentina mejoría y pensasen que sólo estaban en el comienzo, que aún quedaba mucho por delante.  En ese contexto, recordando que en 1922 James Joyce había puesto patas para arriba a la literatura con la publicación de su Ulises, y Proust había publicado los tres primeros tomos de En busca del tiempo perdido, no es exagerado suponer que el próximo asalto kafkiano era reunir todas sus rasgos escriturales, ya ampliamente desarrollados, para verterlos en una suerte de nueva escritura, llevando hasta las últimas consecuencias lo que podía significar el sinsentido, la alineación y la destrucción del yo.

Es con su último relato del que se tiene constancia, Der Bau (traducido al español de distintas formas, como La construcción, La madriguera, o La obra) en el que asistimos a todo el despliegue kafkiano posible en una narración, que al revés de todo lo realizado anteriormente, se va replegando a sí misma de forma recursiva: a Kafka ya no le interesa disfrazar escenográficamente el abismo y contarnos una anécdota en la que un personaje cualquiera, K, por ejemplo, intenta llegar a Z, pero no puede porque otro personaje o un obstáculo se lo impide. Kafka se deja de ramplonerías y artificios para narrarnos inmediatamente desde el propio abismo, anulando detalles circunstanciales y estrangulando el tiempo narrativo de los hechos que se van relatando, en un grado superlativo de neurosis y paranoia que no es delirante, sino que al revés, usando un tono demencialmente lúcido que asusta.

Der Bau no puede ser más ambigua y exacta a la vez, pues con precisión de cirujano, con un lenguaje seco y llano, desprovisto de todo lirismo, barroquismo y artificio, Kafka nos cuenta el relato no de una caída, sino que "de la caída" misma. El narrador, que es un animal que vive bajo tierra, un roedor indefinible que podría ser un topo, o una comadreja, incluso un monstruo o mutante, detalla milímetro a milímetro cómo es la guarida subterránea en la que vive, hablándonos de su construcción, los túneles de acceso, las entradas falsas, y las galerías subterráneas que van desmontándose bajo tierra. Nos dice:

“Comencé en este rincón, casi jugando, aquí se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que, en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones, pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor de aficionado, indigna del resto de la construcción.”

Esta frase coloca y recoloca al lector dentro de la lectura. Literalmente, trata de un roedor que se queja de su poca pericia de la construcción de su madriguera, pero la sorpresa aumenta si trasladamos esa misma carga semántica como confesión explícita del mismo Kafka, quien pareciera estar resumiendo su poética; es como si nos dijera que fracasó porque sus juegos literarios no alcanzaron el esplendor, el reconocimiento en vida que esperaba. No obstante, la resistencia que presenta la obra kafkiana a las interpretaciones, es la principal marca que enarbola. En el  mismo relato nos dice:

“Lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego, engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe. (…)Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal bandido se convierta en mi víctima, en dulce víctima.”

Es como si Kafka regara sus textos con minas antipersonales, engaños consensuados, explosiones calculadas, caminos que se cierran sobre sí mismos, dejándonos perplejos por los derroteros que ya llevábamos recorrido. Kafka no sólo es un escritor del laberinto (que no laberíntico), de la paradoja y del absurdo, es también un ilusionista y un escritor mutante: es capaz de ponerse al centro de su obra sin que nos demos cuenta, recurriendo también a la perversión de dislocar, alterar genéticamente el flujo o la estructura de textos canónicos, como el Quijote o los bestiarios medievales (La verdad sobre Sancho Panza, Las preocupaciones de un padre de familia o El híbrido,  ilustran lo que menciono). 

Con Der Bau, Kafka demuestra y explora a la perfección todos sus mecanismos. El relato pasa de ser un informe científico, a una confesión culposa y de ahí, a relatar el inminente ataque de enemigos invisibles y los preparativos para esa confrontación, pero todo esto sin perder la unidad, en una sola línea, sin tener que recurrir a pausas o cortes, o recursos narrativos anexos (como la epístola, nota al pie, digresión entre paréntesis, enumeración caótica, cambio de narrador, etc.), generando esas prodigiosas estructuras kafkianas unitarias en las cuales el sentido no se disuelve en medio de una retórica o el mero artificio: la parte engloba  al todo, y el todo engloba a cada parte, de forma fractal.

En Der Bau todo es monólogo, pero el monólogo es en realidad monomanía: el roedor piensa en todas las consecuencias de su actual situación (un presente pesadillesco que nunca se termina) de forma circular y paranoica, elucubrando sobre la construcción que lo alberga y que él mismo realizó, y en la cual ya está hundido y parapetado sin vuelta; podría haber tenido la madriguera otra arquitectura, piensa, mejor o quizá menos deficiente, quizás más grande o más pequeña, esto en función de los enemigos, invisibles porque nunca los ha visto, pero sabe que existen (¿o no existen? Mejor el beneficio de la duda) los cuales podrían apersonarse y destruirlo en cualquier momento, no sabe muy bien desde qué lado, a pesar de que conoce como anillo al dedo todos los alrededores, aunque no hay que dejar afuera cierta logística que incluye previsiones y posibles salidas de emergencia…y sigue y sigue y sigue….

Muchos han visto a Der Bau como un vaticinio sobre los peligros de la civilización y la comodidad enfermiza en que se ha ido encapsulando más y más la humanidad, a tal grado de que viviríamos en la neurosis, más pendientes a las infinitudes de un posible hecho, que a la realidad del presente mismo. ¿Pero de eso se trata finalmente Der Bau? Sí, no. Tal vez. ¿Por qué no podemos, como con casi todos los autores que hemos leído, destripar la obra y decir que finalmente era una metáfora de esto, o la alegoría de esto otro, que tras un texto subyace una ideología (comunismo, feminismo, neoliberalismo, etc.) que queda preclara con tales y tales marcas textuales? ¿Qué hay dentro de la obra de Kafka que tanto nos dificulta un acceso libre y sin trampas? El enigma de lo que realmente quiso o no quiso decirnos con Der Bau (y el resto de su obra) se lo llevó Kafka a la tumba. No obstante, no podemos dejar de sentir cierta extrañeza cuando el narrador de Der Bau nos dice:

“La obra me protege tal vez más de lo que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar en el interior de la construcción misma. (…) El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en justificar su existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he formado un juicio definitivo a su respecto.”

Y ese juicio ¿cuál era?.
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