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martes, 27 de julio de 2021

La ciudad real y la ciudad simbólica en El otro lado, de Alfred Kubin

Alfred Kubin (1877-1959) fue un autor reverenciado por los surrealistas debido a su potente imaginería simbólica y onírica. Sus contemporáneos —como Kafka o Hesse— lo consideraron un artista mayor, no solo por sus escritos, sino por su talento en la plástica, con ilustraciones que prefiguraban conceptos psicoanalíticos como lo ominoso y lo siniestro.

El Otro Lado (1908) fue su única novela y su escrito más conocido: plantea la existencia de una república idílica, el denominado Reino Soñado, que deviene en poco tiempo en un lugar entrópico donde no solo es imposible vivir, sino que además se nos relata a través de los ojos de su narrador-protagonista, la destrucción de la ley y el orden que terminan por desbaratar los mismos cimientos de la realidad en un final espectacular que desliza una interpretación cósmica del devenir.

No obstante, la mayoría de los intérpretes de esta obra se enfocan en su contenido metafísico y psicoanalítico, dejando de lado las profundas capas reflexivas en torno a la construcción y desmoronamiento de la ciudad y por consiguiente del Estado. La novela no solo trata sobre un artista que recibe la invitación para vivir en una sociedad perfecta, sino también sobre la corrupción y la degeneración de un Estado que se presenta ante todos como el paraíso en la tierra, cuando al poco trecho descubrimos las complejas contradicciones de este reino, con la perversión y la profanación del concepto de “ciudad ideal” y la autodestrucción misma de la utopía que representa: un reino de ensueño.

La ciudad perfecta/ el Estado ideal

Ya en la época de los romanos existía la idea de exaltar la vida en la naturaleza, fuera de la ciudad, alabando las bondades del mundo rural y campestre. El Beatus Ille (dichoso aquel) horaciano, es un tópico literario que se resume en sus versos:

“Dichoso aquel que vive, lejos de los negocios (…)/ y con sus propios bueyes labra el campo paterno, /libre del interés y de la usura.

Alfred Kubin en su juventud
La búsqueda de espacios ideales (o idílicos) fuera de la ciudad es tan antigua como la misma civilización: aquello pone de manifiesto que la urbe está muy lejos de significar un lugar deseable por todos, pues contiene dentro de sí su propia corrupción y sus elementos que la llevarán a su disolución. Por oposición a la ciudad, los epicúreos defienden como lugar perfecto para la enseñanza El Jardín, al considerarlo un lugar idóneo para las conversaciones y las charlas, pues se encontraba alejado del mundanal ruido. Aquella idea ya reside en Plotino, para quien la ciudad, como en el teatro, era el lugar donde ocurrían los asesinatos, los asedios, el delito, y la ruina; en suma, el ideal báquico empuja a los hombres a vivir en la armonía de la floresta, más allá de los muros de las ciudades, y tras muchos siglos es un modo de vida que ha vuelto a resurgir en nuestros tiempos con movimientos antisistema y ambientalistas, hechos que no analizaremos en este espacio.

Son tempranas las filosofías que ponen al centro de sus preocupaciones a la ciudad: Aristóteles define al hombre como zoon politikon, es decir, animal cívico que habita la polis. Platón, en su República, establece cómo debería organizarse una ciudad ideal (y es proverbial que en su polis expulsaría de ella a los poetas). Y podríamos decir que desde ahí, pasando por El Leviatán, El príncipe o la Utopía, con incontables tratados medievales que aleccionaban moralmente a príncipes y reyes, hasta las obras que defienden a tal o cual sistema económico y político, han corrido ríos de tinta para intentar desentrañar cómo formar un gobierno perfecto, en una sociedad perfecta, habitando una ciudad igual de perfecta.

No obstante, hasta la aparición de Gustavo Bueno ningún filósofo había asentado las bases para intentar comprender el fenómeno de las ciudades a partir de un examen hiperrealista de las mismas y que fuera válido para todas. En su ensayo Teoría general de la ciudad, Bueno analiza las diversas concepciones filosóficas de la misma a lo largo de la historia, apartándose de las visiones esencialistas de corte idealista, pero también de las teorías cientificistas que abordan el fenómeno desde conceptos cerrados e inteligibles por sí mismos: para Bueno, la ciudad es una entidad movible, que al igual que un organismo, responde y se estructura a partir de diversos procesos, muchas veces oscuros, que la razón no siempre logra iluminar. Una ciudad nace, se desarrolla y muere, pero a diferencia de los organismos biológicos, una ciudad puede nacer envejecida, desde las ruinas o en su plena juventud. Siguiendo esta línea, la mayoría de los filósofos han realizado abstracciones de la idea de ciudad, pero una ciudad propiamente tal —la ciudad realmente existente y no la que figura en mapas o en teorías— se puede dar en diversos medios y modos de producción, pudiendo existir ciudades en sociedades esclavistas, mágicas, míticas o capitalistas, o en el caso más extremo, surgida e ideada a partir de una marca, como es el caso de Facebook y su Willow Village.

En resumen, fuera de las coordenadas que nos entrega el filósofo español, no hay una teoría del Estado o una ciudad perfecta aplicable a todas en todos los tiempos, más allá de ciertas condiciones que se pueden explicitar en normas, leyes, decretos o saberes. Aquello no es un impedimento para analizar el nacimiento, desarrollo y colapso de un Estado y una sociedad ficticias descritas por Alfred Kubin en El Otro lado, el cual nos pueda servir como ejemplo de las cuestiones que hemos venido desarrollando.

El viaje sin retorno al Reino Soñado

Una de las ilustraciones de Kubin con imágenes fálicas que podemos ver en la novela

La novela está narrada en primera persona, y la introducción la hace el mismo protagonista in extrema res, un artista y dibujante que un día cualquiera, recibe la visita de un hombre misterioso con intenciones bien definidas: la de invitarlo a vivir con todos los gastos pagados al Reino Soñado, un Estado creado por un millonario para llevar una existencia plena, libre de conflictos, con su capital Perla, la cual se encuentra aislada del mundo.

¿Qué hace elegible al protagonista para participar de esta suerte de experimento social? Su cercanía con el millonario Claus Patera: fueron amigos durante la juventud, cuando aún eran estudiantes de secundaria. El protagonista, casado y sin hijos, duda del ofrecimiento pues le parece ser víctima de un engaño. En efecto, no recuerda haber tenido ningún amigo de infancia millonario, pero tras darle algunas vueltas, llega a la conclusión de que no tiene nada que perder y acepta el boleto.

En los siguientes capítulos, estructurado en tres grandes partes (El llamado, Perla, La decadencia del reino soñado), el narrador nos sumerge en su recorrido para llegar hasta un extremo de Asia, lugar donde reside Perla, la capital de este reino de ensueños. La geografía se articula en una tradición literaria de viajes de fines de siglo XIX , la cual toma como modelo de exotismo al oriente más lejano, herencia de los viajes de Marco Polo o tratados medievales que describían sociedades con costumbres y religiones extrañas.

La mujer del protagonista nunca está conforme con el recorrido, y ya cuando toman el tren para llegar hasta el país soñado, haciendo gala de su intuición, afirma que le da la impresión de que nunca más saldrá viva de El reino soñado. El narrador, que cuenta la historia desde un futuro, desde fuera de la línea temporal de los acontecimientos relatados, afirma con tristeza que pudo haber desistido a la invitación, pero una fuerza hipnótica y una curiosidad más poderosa que la precaución, le hizo desistir de su vida y comenzar otra nueva.

¿Quién es Claus Patera? ¿Qué es Claus Patera?

Como ya hemos dicho, el creador del Estado artificial llamado Reino Soñado no es otro que el millonario Claus Patera, el antiguo amigo de infancia del narrador. Desde un comienzo se le presenta su imagen como esquiva, difusa, partiendo por los lejanos recuerdos de infancia del protagonista, hasta la curiosa política que el personaje guarda para sus súbditos: se debe agendar una hora determinada para verlo, pero en la ciudad nadie parece haberlo visto nunca. En la primera fase de la novela se nos describe la vida cotidiana, y para su protagonista lo más llamativo es que sus habitantes, llamado los soñadores, visten ropas muy antiguas, señal de que ahí se ha petrificado la historia. Pero como veremos, no solo las ropas.

Con el paso de los meses, el protagonista no pudiendo concertar una cita con el creador del reino, se resigna y fija su devenir en describir a la ciudad misma, la que se asemejaría mucho a ciudades de la Europa Central, destacando un cierto clima enrarecido en que las nubes siempre están bajas y con escasa luz solar, presentándose las noches sin estrellas, como si ahí todo, la gente, e incluso la atmosfera, estuvieran achatadas. Los colores tampoco se salvan, y no olvidemos que el ojo de Kubin —en cuanto a artista visual—, es altamente pictórico y detallista en lo descriptivo: los colores, como decíamos, le parecen opacos y sin vida, y pone como ejemplo a la misma navaja y la batea de un tal filósofo de nombre Giovanni, quien en este nuevo orden no trabaja creando silogismos o escribiendo tratados sapienciales, sino que hace de peluquero, y su principal compañero de reflexiones es su mascota: un mono (y no hace falta indagar en la profunda ironía que representa este personaje y que su confidente sea un  primate).

La vida en Perla y en sus suburbios no parece estar más que signada por la propia cooperación de sus habitantes, los llamados soñadores, ciudadanos libres y de todas partes del mundo que han convertido en su propia patria este nuevo mundo. Pero ¿con qué sueñan? ¿Y cómo es un reino soñado? Pronto, el narrador se da cuenta que el sistema económico es pura apariencia y se reduce a meros intercambios simbólicos, donde el dinero y cuánto se gasta no tiene más importancia que la locuacidad en la que cada quién cifra en sus valores. El dinero, ya en sí mismo simbólico, es un símbolo de algo simbólico, por lo cual cualquier cosa, incluso colillas de cigarrillos, pueden servir para hacer transacciones comerciales. El Archivo, una suerte de órgano legislativo y judicial, no escapa al valor simbólico del dinero, siendo descrito como un lugar de pura pantomima, un lugar que no cumple ninguna función y que su existencia o no existencia —en palabras de su protagonista— no habrían cambiado la fisionomía de este país inventado.

Hay un momento determinante en que la mujer del narrador se enferma de gravedad: lleva postradas varias semanas y no hay medicina que alivie su enfermedad. El narrador, determinado y furioso, intenta ubicar a Patera, fallando en sus pretensiones. El lugar en el que se produce la búsqueda es un molino y un jardín que franquean un palacio; no están descritos como lugares de ensueño, sino de manera amorfa e inarmónica, con árboles pelados y cubiertos de musgo, y un molino gelatinoso y decadente que provoca repulsión. El interior del palacio no representa ningún orden, pasillos y salas que no llevan a ninguna parte, espacios cerrados y mal construidos, espejos deformantes que repiten la imagen de quien se mire, retratos oscurecidos enmarcados en ébano, hasta que en un recoveco encuentra con Patera, ya totalmente deshumanizado, descrito con una gran cabeza y un cuerpo gelatinoso.  Patera es una figura monstruosa en la que incluso caben bestias mitológicas y animales.

¿Quién es Claus Patera? O mejor dicho ¿qué es Patera? Si recurrimos al significado de su nombre, Claus es una constricción de Nicolas, el cual viene del griego Nicodemo, es decir, la victoria del pueblo. Y Patera nos remite al pater, padre, en latín. En este encuentro, desde el momento en que Claus desaparece como entidad humana y se convierte en algo sobrehumano, monstruoso, la racionalidad del relato se destruye abriendo paso a la figura de un poder absoluto que representa la de un Dios. Animales y otras bestias se alternan en la configuración de su rostro, y como bestia multiforme, de muchas caras, le espeta al protagonista:

¡Yo soy el señor! (..) ¡Con las ruinas de mis bienes construí un reino y yo soy el maestro!

Patera está desatado y se revela tal cual es: no es un humano, sino que una fuerza omnipresente deforme que lo impregna todo, sin oposición y sin partido político, pero que no opera desde los atributos de un dictador, con presencia mediática o mítines en las calles: al revés, él es La Voz del pueblo, su triunfo; él reina porque los soñadores se lo permiten, y dentro de esas coordenadas lo impregna a todo y a todos, y es acá donde nos vamos a detener para intentar comprender qué clase de Estado y de formación política, es el que nos representa Kubin.

El artista frente a la destrucción

¿Qué hacer frente a la indolencia y la destrucción? El artista decadente opta por retratar.

Una ciudad no tiene por qué tener un Estado, incluso hay Estados que no tienen ciudades (el caso histórico de Israel): en el entramado de este Reino Soñado, hemos visto que el poder no está cohesionado en leyes, a pesar de que se nombra la existencia de un cuerpo de policía, pero no hay legisladores ni un rostro que sea una dirigencia visible. En politología, eutaxia, término introducido por Aristóteles, remite a una serie de criterios de ordenamiento para que exista un “buen orden”, pero un buen orden de un Estado (que implica aseo, policía, justicia, acceso a bienes, etc.), solo se puede medir a través del tiempo: su robustez no radica en el espacio, ni en las interrupciones que pueda sufrir a lo largo de un proceso insurreccional, sino que en el tiempo. El término contrapuesto de eutaxia es la distaxia, aplicado a Estados fallidos donde no existe la gobernabilidad ni ninguna clase de orden: emergen los caudillismos, la justicia barrial o popular se toma las calles y las instituciones dejan de operar: la sociedad se ha fracturado. En el caso de El Reino Soñado, la fractura que sobreviene a los pocos años tiene repercusiones no sólo en la moral de sus ciudadanos y en el paisaje urbano, sino que en el ánimo de su protagonista, quien experimenta una serie de eventos alucinatorios que, reales o irreales, no son más que un reflejo de la descomposición del país en el que vive. En un párrafo muy sugestivo, al ver la decadencia reinante, pero antes de la ruptura definitiva, escribe:

“Mis dibujos, acomodados al ánimo oscuro y apagado del Reino Soñado, expresaban mi pena de un modo secreto. Estudié con atención la poesía de los patios mohosos, los altillos escondidos, los cuartos traseros llenos de sombras, las escaleras de caracol cubierta de polvo, los jardines descuidados y repletos de cardos (…) Todo el tiempo, siempre de otra forma, variaba el único tono melancólico de base, la miseria del abandono y la lucha contra lo incomprensible”.

Entre una ola de muertes y de una general apatía de ciudadanos que se quedan dormidos, aletargados y lánguidos en cualquier esquina o rincón, entre enfermedades mentales que arrasan con la población, el protagonista —no olvidemos que se trata de un artista—, utiliza la decadencia y la inmoralidad reinantes como materia prima para sus creaciones, estética que queda más explicitada al comprender que en la época en que fue escrita la novela (comienzos del siglo XX), existía una importante influencia representada por los decadentistas, movimiento que agrupó artistas de diversas disciplinas (y que tuvo sus principales focos en Francia e Inglaterra), en torno de un ideario que renegaba en contra del preciosismo y las convenciones burguesas, exaltando a los paraísos artificiales y la evasión de la realidad, una suerte de idealismo sin ideales, en la que el artista abandona cualquier pretensión de aleccionar, moralizar o construir relatos edificantes o a favor de determinadas visiones de Estado: es la poética del individuo el que le da la espalda —asqueado— a la sociedad y a sus habitantes, y desde sí mismo emergen las más mórbidas y exóticas fantasías.

No es de extrañar que el protagonista en vez de volcarse con fuerzas a escapar de Perla, se vuelve hacia sí mismo, actitud espiritual que refuerza cuando abandona el casco principal de la ciudad para dirigirse hacia los suburbios y encontrarse de primera mano con sus extraños habitantes, extraños, porque además de tener rasgos asiáticos y ojos azules, viven en una suerte de resignación apática hacia el resto del mundo, en la ataraxia misma: sus costumbres se asemejan a las que cultivan anacoretas cristianos o budistas, pero llevadas a extremos: entierran a sus muertos en paz y no parece perturbarles nada. ¿Cuál es su actitud del mundo? Adoptan, por costumbre y principios, una filosofía nihilista que reconoce al individuo como una mínima parte del gran Todo, y dentro de ese orden, la trascendencia obedece a no trascender, anclada en la concepción de un mundo soñado de carácter cíclico, donde la vida germina, envejece y sucumbe, para repetirse una vez más. El mundo, producto de la imaginación, es equiparable a la nada, y dentro de ese marco, conceptos como libertad, esclavitud, quietud o energía, simplemente son entidades opuestas que no repercuten en los individuos. Borrada toda dialéctica, toda contradicción, lo único que queda es una calma y una quietud aterradora. Pero aquellos hombres ¿realmente están anclados a una filosofía? Sí, pero no a una filosofía que podríamos denominar sistemática, es más bien un existencialismo patológico y nihilista donde la vida o el surgimiento de algo nuevo no tienen importancia, y la autodeterminación del sujeto no vale nada: todo es un abismo y un sinsentido, y el sentido mismo de un individuo se completará con su muerte, al desaparecer y fundirse de nuevo con las estrellas. Como se ve, se trata de una filosofía seductora y psicopática no desprovista de poesía, pero es muy sintomático que el capítulo—en la parte central de la novela—donde se exponen las ideas de estos habitantes en un breve estudio etnográfico, sobrevenga en el último tramo, La decadencia del Reino Soñado, cuando ya los resortes saltan y queda al descubierto la verdadera naturaleza del país donde transcurre la acción.

Las revoluciones no son hijas de pobres envidiosos o famélicos, sino de ricos pusilánimes o ambiciosos. (Nicolás Gómez Dávila)

Los animales han arrasado la ciudad y el desorden civil se ha tomado las calles de Perla. Mujeres y hombres luchan a diario contra cocodrilos, tigres y otros animales, en una lucha por sobrevivir en un espacio que para sus habitantes se reduce: la civilización colapsa, pero en el momento menos esperado, aparece la imagen de un benefactor, de un hombre que viene a traer la paz y la revolución: se trata del magnate Herkules Bell. Su nombre, ya indica que se trata de alguien hercúleo, un héroe mítico que por la espada vencerá a los monstruos y traerá la prosperidad; y Bell, de campana en inglés, probablemente para redoblar su potencial divino: es un héroe bendecido, que al son de las campanas busca despertar a sus habitantes. Pero torciendo el significado de su nombre, también podríamos encontrar un siniestro anagrama, HErkules beLL (HELL).

Al igual que Claus Patera, Herkules Bell es descrito más como un arquetipo (e incluso como una alegoría), que como un personaje: se trata de un millonario estadounidense, un sujeto que ha traído todo su oro al Reino Soñado, y que como primera instancia busca sacar del sopor a los habitantes del utópico reino. Desde el primer momento no pierde su tiempo, comprando medios de comunicación y escribiendo proclamas para formar una revolución violenta en contra de Patera, de quien no duda incluso en poner precio por su cabeza. ¿Se trata de un salvador? Veremos que no. Como todo líder populista, no le basta con poner el precio a la cabeza al gobernante, sino que tiene incluso una explicación de por qué la vida social se está desintegrando, y si analizamos la explicación a nivel metafórico, nos damos cuenta de la verdad que subyace en sus palabras: para Bell la raíz de todos los males del Reino Soñado subyacen en que éste ha sido edificado con ruinas que han sido escenario de asesinatos masivos y revueltas: fragmentos del Escorial, de la Bastilla, coliseos romanos, bloques de piedra de la torre de Londres y fragmentos del Kremlin, entre otros, componen las fachadas y edificios de la ciudad, los cuales habrían sido removidos de sus bases y traídos hasta El reino soñado para construirlo.

¿Quiere decir que un reino construido en base al viejo orden, a las antiguas instituciones, está per se condenado al fracaso? El antagonismo entre Patera y Bell es creciente, pero mientras la revuelta de Bell no logra cuajar debido a que no logra una organización disciplinada para tomar por asalto al Palacio y el Archivo, cada día la ruina moral y física se van apoderando de las calles, hasta que el clima mental se vuelve irrespirable. Los ciudadanos comienzan a matarse entre sí, y los elementos pútridos como el lodazal crecen hasta tragarse la estación de trenes por completo, símbolo éste último del mito del progreso humano. 

El tejido social de El Reino Soñado, como ya se ha dicho, se compone principalmente por ciudadanos de otras naciones que llegaron por expresa invitación de Patera: personas que pertenecen a círculos artísticos, científicos y del mundo financiero. ¿Cómo es que aquellas ilustres personas han devenido en un lumpen enloquecido, empujando por un lado una revuelta sanguinaria y por otra en una mudez y una falta de acción que paraliza a su sociedad completa? Arriesgamos una hipótesis: fuera de las utopías, en el mundo real, el peor tipo de sociedad es alguna que sólo pueda componerse por sabios o de hombres altamente calificados: una ciudad, al igual que un organismo biológico, es un ente altamente organizado que requiere múltiples tareas para su funcionamiento, desde las más indeseadas y menos remuneradas como limpiar los estanques, sacar la basura de las casas y asear las avenidas, hasta la conformación de un cuerpo legislativo, policial y administrativo que pueda permanecer en el tiempo.

El final, el colapso de la ciudad que nos representa Alfred Kubin con el Otro Lado es el de la disolución de la urbe con toda la carga simbólica que implica una visión saturada de metafísica, donde la locura se toma las calles y la psique de sus mismos habitantes. Gustavo Bueno en su teoría general de la ciudad ya mencionada, pensaba que el destino de todas las ciudades se podían resumir en dos vertientes. La primera, en que la ciudad al igual que un organismo, crece, se desarrolla y envejece, llevando dentro de sí, debido a la expansión, su propio germen de entropía que terminará por colapsarla. Esto es, todas las ciudades mueren de vejez producto de su crecimiento incontrolado. La segunda alternativa que propone el filósofo español podría ser más horrible que la ficción representada por Kubin: lo contrario de un Reino Soñado sería el de una ciudad que albergase a todas las ciudades, siendo los límites de una la continuidad de la otra, hasta generar una suerte de Pantopía, el desarrollo más avanzado de la aldea global postulada por algunos teóricos, en donde todo estaría controlado y unificado bajo un solo mando, un poder totalitario como nunca antes visto con un solo credo, un solo gobierno y una sola moneda. ¿Quiénes serán y cómo lo harán estos hipotéticos nuevos señores? Eso es algo que está por verse.


*Usé la traducción de Gabriela Adamo publicada por la Editorial La Bestia Equilátera (2017) en una edición de excelente factura, que además incluye ilustraciones del propio autor. La obra en su nombre original en alemán, Die andere Seite, también puede ser encontrada en español con el nombre de La Otra parte. Las ilustraciones utilizadas en esta entrada son todas obras de Alfred Kubin.

viernes, 8 de junio de 2018

Sobre el origen de Thomas Bernhard y la originalidad

Ed. Anagrama
El Origen. Thomas Bernhard
1era Ed. 1975. Esta edición: 2011
Traducción: Miguel Saenz

Existe una faceta que un escritor, o un aspirante a escritor, debería detenerse un momento para analizar y sopesar. Difícil, se me dirá, que un escritor o un aspirante a escritor de la actualidad se detenga un momento, si se pasa la mitad de su vida auto-promocionándose y ocupando su tiempo en conversatorios, charlas, books-tours, avisos publicitarios, entrevistas, confundiendo, en suma, el arte de la literatura con la industria del libro. Aquella actitud recuerda una anécdota que relata Thoreau en su espléndido Walden. Un indio, viendo que los hombres blancos se asentaban con sus nuevos negocios, con la llegada del ferrocarril y el comercio, creyó que si tejía hermosas cestas las vendería de inmediato, pues la cestería también debería ser absorbida por el progreso y con eso bastaba, razonó. Pero no pudo vender ninguna cesta, porque todos los hombres blancos le decían ¿y para qué quiero yo una cesta? El indio se equivocó, precisamente, porque no acertó a ver que debía entregar razones para que los hombres blancos compraran las cestas. Tenía que vender un producto que por sí solo jamás se vendería. Lo mismo ocurre con un libro. O el autor dedica tiempo, esfuerzo, y ganas en tratar de convencer al resto de que compre su cesto, porque es el mejor y el más lindo, o bien se libera de la necesidad de vender sus cestos, y se preocupa de lo fundamental: de encontrar entre la selva de posibilidades una solución de continuidad para su escritura, es decir, un proyecto que sea original y que se entronque como un eslabón nuevo en la cadena de la originalidad. Porque la originalidad, y así lo prueban las biografías de los escritores que hemos conocido, llegaron a ese punto liberándose de todos los fardos posibles, en especial del pesado fardo de tener que agradar y ser inteligible para un público.

EL ORIGEN DE THOMAS 

Originalidad, otro término que habría que repasar, pero que excede el alcance de esta nota. Sin entrar en la mecánica de Bloom y su angustia de las influencias, es patente que no existen autores que saquen conejos desde un sombrero sin tener que deberle nada a nadie. Si ya estamos insertos en un lenguaje y en una tradición, la creación literaria no puede darse en un ambiente inocente, en la que un autor pretenda ser original en algún planteamiento o estilo. Escribí sobre Kafka y la escritura mutante, donde postulaba que sus últimas creaciones estaban transformándose en algo nuevo, en algo que aunaba forma, estilo y contenido, hecho que se podía vislumbrar en su último relato Der Bau (La Madriguera).

Kafka fue un escritor fuera de norma, no por escribir con un estilo soberbio o enrevesado, sino porque no se limitaba a traducir la realidad, sino a deformarla, o a escarbar en ella para ver lo que nadie podía ver. Fue un autor que agotó su tiempo en investigar y ensayar un camino hacia dentro para pulir su escritura, como lo atestiguan sus Diarios, un documento maestro salpicado de observaciones y ejercicios de estilo que asustan, porque muchas veces aparece una pesadilla repetida una y otra vez con ligeras variaciones o entonaciones. Era como si Kafka estuviera viviendo una pesadilla lógica y lúcida, y eso es lo que nos ha legado: una pesadilla. Y también una directriz.

Surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Kafka hubiese seguido avanzando en esa dirección? La  muerte lo encontró en su mejor  momento, y aventurar hipótesis no sería más que especular. No obstante, pienso que en cierta manera Thomas Bernhard, como un corredor, fue quien tomó el testimonio de Kafka y lo relevó para seguir la loca carrera hacia el abismo. Pero Bernhard en su carrera no se estrecha contra un muro ni tampoco se cae, al contrario, va saltando los abismos, y nos va entregando su visión de primera fuente, sin temor a que el abismo le devuelva la mirada.

Hojear cualquier libro de Bernhard revela a simple vista la consistencia de su prosa: una prosa de estructura rígida y de acero, cacofónica, repetitiva, que la han querido emparentar con cierta musicalidad (la hay, Bernhard fue un escritor con gran oído debido a su formación musical), pero que exuda mucho más que sólo música, hay ruido de martillazos, de palabras que van sonando una y otra vez, encabalgándose de manera violenta y no siempre armónica, a veces de forma sincopada, de conceptos que reaparecen y se atraviesan con otros, para volver  a surgir en otra página. La página de Bernhard es cuidadosamente descuidada:

“No hay padres en absoluto, sólo hay criminales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente acorde con su época, porque, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y probablemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales.”

El párrafo escogido de El origen, ilustra lo que quiero decir, y va dando una idea de por dónde van los tiros de este francotirador. La mayor parte del tiempo fue un solitario, con fracturas familiares a raíz de los tiempos que le tocó vivir (nació poco antes de la II Guerra Mundial), gozó de pésima salud y para colmo de males, vio truncada una carrera como músico que su abuelo Johannes Freumbichler (también escritor) alentó desde que fue pequeño. El origen es parte de sus libros autobiográficos, aunque lo biográfico está tamizado por la ficción, pudiendo existir exageración o alteración de cronologías, que poco y nada le deben importar a un lector, porque a fin de cuentas vamos a leer una historia, apócrifa o no, que sea capaz de calar hondo en nosotros. Y las historias de Bernhard calan, porque sus temáticas son variaciones sobre lo mismo: la destrucción y la ruina. Ahí donde Kafka vio el sinsentido de la existencia, Bernhard es el que intenta desentrañar el sinsentido de todas esas ruinas.

El origen trata de la niñez. Un niño (que coincida con la niñez de Bernhard poco aportará a la experiencia) inserto en el peor de los ambientes que podrían existir: en el punto más álgido de la II Guerra Mundial, con bombardeos a diario y operativos donde reina la paranoia; súmele a ello que se trata de un niño alejado de su familia, pues se encuentra alojado, o mejor dicho, incrustado, en un internado nacional-socialista, y tras el fin de la guerra, en uno católico: ambos se revelan como espacios cerrados donde la incomprensión y la violencia son las rectoras.

El  origen trata sobre la niñez, como decíamos, pero sobre una niñez malograda. La novela abre con un epígrafe, una noticia de época, que sitúa a Salzburgo, lugar donde transcurre la historia, como la ciudad con la mayor tasa de suicidios en Austria, y esa es la tónica del libro, es la mirada descarnada de un adulto que rememora su niñez casi sin espacio para los afectos, para la magia o para la alegría. La mirada de Bernhard es torva, apática (ser apático y aguafiestas es su marca, como afirma en El Sótano: soy a pesar de mí y del resto un aguafiestas), en blanco y negro, casi sin dejar espacio para el asombro o para la respiración: es una mirada asfixiante, pero no son los ojos de alguien cruel que se solace con el dolor y el sufrimiento humano. Al contrario, en un momento de la novela —que carece de diálogos y casi de interacciones entre personajes— el narrador, la voz que nos va desgranando la tragedia que le ha tocado experimentar, habla del sistema educacional, y de las mofas que se le realizan a las personas diferentes. Ve, observa con una mirada atenta, cómo una persona va siendo degrada y señalada por un grupo, que siendo presa de toda la crueldad es pisoteada y anulada, una y otra vez, de forma sistemática: personas buenas e inteligentes, que tienen dones y mucho que aportar, pero debido a cierta debilidad en el carácter, o alguna peculiaridad física, son acribilladas y convertidas en sujeto permanente de burla. 

LA MIRADA DE THOMAS

Bernhard, al revés de la prosa sociológica de Houellebecq (el cual plantea una tesis y una hipótesis y disecciona la realidad para buscar alguna explicación o solución de continuidad), es de los que mira a la sociedad no para intentar hallar respuestas, sino para abrirle la piel y mostrar el cáncer que la está carcomiendo. Así, barre contra todos y contra sí, no desperdiciando la oportunidad de darle con un mazazo al sistema educacional:

“Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignificante, lo que explicaban? (…) Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los aborrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más desvergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su maloliente basura histórica, en calidad de, así llamados, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso.”

Este tipo de realidad, que se vuelve repetitiva y obsesiva, va mellando el espíritu del pequeño, que asustado por los constantes bombardeos de los aliados, la enseñanza estricta y castigadora de las autoridades y profesores, la ausencia del padre y la suplencia de un tutor que no lo quiere adoptar y darle la paternidad legal, el clima conspiranoico y enfermizo con el fin del III Reich, va perdiendo incluso el miedo y comienza a pensar de una u otra forma que sólo existe un escape real para todos sus males: el suicidio. Y esto lo piensa en sus momentos de mayor calma, cuando se va a un cuarto donde están los zapatos de los estudiantes del internado, y con el violín en sus manos va entonando la música, que se va difuminando y encadenándose con sus pensamientos.

Bernhard vivió en una época de peligrosidad y de grandes males: quizá se asemeje a la nuestra, pero se debe recordar que en esa época un joven de dieciséis años, con o sin problemas existenciales, era o bien arrojado a un internado y educado en el rigor y en la disciplina, o bien llamado al frente y lanzado de cabeza en las fauces de la guerra. No existían especialistas que se dedicaran a los traumas sicológicos, ni padres comprensivos que trataran de encauzar a través del amor y la paciencia a sus hijos por el buen camino. Imperaba un espíritu apocalíptico, de sobrevivencia permanente, donde no se sabía si mañana ibas a despertar en medio de un prado desolado por las bombas o ibas a encontrar tu casa en ruina con todos tus seres queridos adentro fallecidos. Y es la tirantez que se va apoderando del libro, que sin guiones ni diálogos ni puntos aparte, se vuelve hipnótico al punto de jalarnos de la cabeza hacia adentro para no dejarnos respirar.

Pero en medio de esa oscuridad, de esa ciudad poblada por los cadáveres que van cayendo a tierra, de la sensación permanente de ahogo, hay momentos de calma, de reflexión, y esa reflexión llega de mano del abuelo y los paseos que dan -acaso su último bastión-, encarnándose en la figura del único que ha depositado su amor en él, quien sin miramientos, debajo de toda esa selva de huesos y de fealdad y de lamentos, le entrega un importante legado, un salvoconducto de por vida: el dolor de la reflexión y la belleza de Montaigne

viernes, 2 de febrero de 2018

Lernet-Holenia: la obsesión por el móvil

Editorial Siruela
El Conde Luna: Alexander Lernet-Holenia
Traducción: J.R. Wilcock

1era Edición 1955. 167 páginas.

¿Cuántas novelas existirán sobre hombres que se obsesionan con otros hombres? Fuera del policial, en la que se repite la idea motriz del policía siguiendo la pista del delincuente, se me vienen a la mente un par, como por ejemplo Nocturno Hindú de Antonio Tabucchi, en la que un amigo sale en busca de otro amigo en una estrafalaria y ensombrecida India, o La verdadera vida de Sebastián Knight de Nabokov, en la que un hombre busca desmitificar la biografía de su hermanastro,  un insigne escritor al cual apenas conoce su obra.

Lernet-Holenia no es un autor que fácilmente se aparezca en el camino del lector. Principalmente porque no es citado o reconocido como un maestro, también porque su obra no ha sido expoliada por ningún sector de la crítica, cómo ha ocurrido profusamente con otros escritores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX, como por ejemplo Borges o Kafka, por citar dos casos paradigmáticos de lo que significa una literatura de maestros pero sin discípulos.

Es el primer libro que he leído del autor, y su impresión me dejó tan buen sabor de boca, que en el futuro, sin dudar, le seguiré  la pista. Pero vamos ahora a lo que trata el libro.

El Conde Luna nos narra la historia de Alexander Jessiersky, un hombre de negocios que ha perdido el interés en los mismos, alguien con un pasado ensombrecido por familiares que nunca demostraron cercanía y cariño por los suyos, alguien que rápidamente aprendió que la familia no es necesariamente un refugio, el núcleo para encontrar cobijo y esperanza, alguien que, sin dudas, camina por un tablón con un abismo profundo a sus pies, pero que no se da cuenta que un paso en falso es sinónimo de perdición.

Las primeras páginas del libro se abren con la expedición del protagonista hasta Roma, y sin saber por qué motivos, soborna al guardia de una antigua iglesia para acceder a unas catacumbas de los primeros tiempos del cristianismo. El guardia le advierte que el ingreso está prohibido, debido a la peligrosidad del recinto; hace un tiempo, le advierte, dos religiosos se extraviaron y nunca más se supo de ellos, ni siquiera se encontraron sus cadáveres. Las catacumbas sugieren una construcción laberíntica, pero hay algo más, algo que debe ser resuelto al terminar de leer el libro. Al protagonista, Alexander Jessiersky, estas advertencias no le importan, él quiere ingresar a como dé lugar, y finalmente lo hace. Y como era de esperar, desaparece. Esto sucede en algún punto de los años cincuenta, y la primera parte del libro, que funciona a manera de prólogo, se recorta y su estilo cambia. Sabemos que Alexander Jessiersky está extraviado, y que en su país de origen, Austria, existe una orden emanada para buscarlo. ¿Por qué puede suscitar interés para las autoridades la desaparición de este hombre? No es un motivo fútil o de poca relevancia: aquello se explicita en el último tramo del libro.

Tras la introducción que funciona a modo de prólogo, la historia es contada por un narrador que va recogiendo datos para armar una suerte de expediente, sumergiéndonos en el pasado del protagonista, enterándonos de su vida, de sus antepasados y sus relaciones familiares (explicado de forma muy sucinta), de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del III Reich, de la patética caída en desgracia de gran parte de la aristocracia con títulos nobiliarios que no valen nada, y  finalmente la aparición de un misterioso personaje, el que da el título a la novela: el Conde Luna. ¿En qué estriba su misterio? Parte por el nombre, y es que su linaje "Luna" pareciera remontarse a ningún lugar, como si efectivamente el hombre viniese desde el satélite natural o de algún pliegue oculto de la realidad. El conflicto central nace a raíz de la expansión de negocios de Jessiersky a lo largo de Austria, expansión que se topa de frente con los terrenos del conde Luna, quien de forma tajante se niega a vender sus predios. Por una escalada de trámites burocráticos, y la remarcada sospecha del régimen nazi sobre Luna (a quien se la cusa de tener preponderantes ideas monárquicas), es llevado a un campo de concentración, punto en el que tras el fin de la guerra, se pierde su paradero.

Las condiciones que llevan a Jessiersky a obsesionarse con Luna, parten por el hecho de que sus gestiones administrativas traen como consecuencia el encarcelamiento de Luna, y es la culpabilidad de haber empujado a la desgracia a otra vida, el motivo por el cual Jessiersky se empecina en acercarse a él, pero sus intentos son infructuosos, no pudiendo entrevistarse con él, o siquiera escribirle o saber datos relevantes de su figura. El tema es remarcadamente kafkiano, en el sentido de que A intenta llegar a B, pero un obstáculo, una fuerza superior o la simple burocracia, impiden que llegue a su destino. En este contexto, la novela se destaca por tener dos giros importantes: el protagonista sospecha que el Conde Luna lo acecha desde la oscuridad para provocarle daño, daños que reales o irreales, terminarán por llevarlo a la ruina moral. El otro giro decisivo tiene lugar en la última etapa del libro, giro que tiene matices policíacos, pero que se decanta por lo fantástico, aunque no abiertamente: esa indecisión entre el realismo y lo fantástico es el punto más alto de todo el libro, si consideramos a la ambigüedad como un valor en el estilo. 

¿Cómo se explica esto? La novela, escrita con una prosa sencilla y con ciertos visos de naturalismo decimonónico, comienza a desmarcarse de esta zona para situarse en algo que podríamos denominar como “extrañamiento progresivo”: hay algo que puede o no puede ser fantástico, y que lentamente se va instalando en la novela, borrando muy tenuemente las fronteras entre la realidad y el ensueño de lo relatado. 

No es casualidad que Lernet-Holenia sea un autor poco leído y celebrado: al revés de otros de sus contemporáneos, como el mismo Kafka, y otros grandes de entreguerras de la Mitteleuropa (pensemos en Zweig, Canetti, Walser) no fue poseedor de una pluma demoledora, ni tampoco tuvo ninguna participación destacada durante la etapa nacional-socialista (no se manifestó ni a favor ni en contra), y probablemente esa tibieza lo ha relegado poco a poco al olvido. Pero todas estas razones son extraliterarias, y si bien El Conde Luna no es una obra que destaque por su construcción o por el uso y abuso del lenguaje, causa una grata impresión ver cómo el inicio y su final, dos piezas que parecen no tener relación entre sí, se engarzan magistralmente con el cuerpo central de la novela, generando una de esas raras obras que sin ser precursoras de algo nuevo, se salvan de la hoguera porque en su pequeñez brillan con luz propia sin deberle nada a nadie. Un autor para redescubrir.
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