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martes, 31 de mayo de 2022

Kalpa Imperial

 


“Fue un buen emperador. No les diré que fue perfecto porque no lo fue; mis buenos amigos, ningún hombre es perfecto y un emperador lo es menos que cualquiera porque tiene en sus manos el poder, y el poder es dañino como un animal no del todo domesticado, es peligroso como un ácido, dulce y mortal como miel envenenada.”

Para el filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016), la dinámica de la historia no se explica por la lucha de clases, sino por la lucha entre Estados, dialéctica materialista que tiene su culmen en el nacimiento, desarrollo y expansión de los imperios, orgánica que a su vez, solo los Estados más avanzados logran alcanzar. ¿Qué es un imperio? Siguiendo a Bueno, podríamos responderlo no a través de una precisión semántica, sino que describiendo su comportamiento, esto es, un grupo de partes diferentes organizadas políticamente a través de un centro, que afianzadas en plataformas territoriales,  diseminan en otros pueblos o culturas su influencia no sólo desde una perspectiva de poder político real, sino que también por medio de lenguas, conocimientos, creencias y comercios, por sólo mencionar algunas actividades humanas. Es en este gran marco que podemos inscribir este libro de la escritora argentina Angélica Gorodischer (1928-2022), que por medio de un conjunto de relatos, asistimos a su particular visión del imperio desde adentro, rebasando las nociones históricas de los imperios realmente existentes, con un desarrollo y una potencia que solo la ficción puede brindar.

Kalpa Imperial es el imperio más vasto concebido por mente alguna, tan grande que una sola vida no basta para recorrerlo entero. A través de once piezas, que se pueden leer de manera independiente, asistiremos a fratricidios, luchas encarnizadas por el trono, imperios derrumbándose y rearmándose, batallas cruentas entre ejércitos, generales andróginos que seducen a jovencitos, médicos misteriosos que se niegan a tratar a cualquier enfermo, vagabundos que se esconden en jardines reales, contadores de historias, que a la manera de las Mil y una noches, cuentan historias de emperadores a emperadores, caravanas de mercaderes que esconden secretos y pueblos barbáricos que desafían la integridad de la civilización, en suma, un portentoso friso e imaginativo donde cohabita toda la fauna humana, desde pobres zarrapastrosos que mendingan por las calles, nobles codiciosos y enfermos, aristócratas venidos a menos (y a más), hasta generales que conspiran planificando golpes de Estado.

Es imposible no hacer una genealogía con otras obras que anteceden a Kalpa Imperial. El libro está dedicado a Hans Christian Andersen, Tolkien e Italo Calvino. Del primero, la autora argentina recurre a las fábulas infantiles, no siempre felices, que esconden toda una tradición parenética, con historias que encubren y muestran la miseria humana; de Tolkien, en la construcción de un universo medieval,  cortesano y guerrero, con sus enormes dinastías, pero sin recurrir al plano fantástico; y de Calvino, las paradojas de sus personajes, las descripciones de las ciudades y el tono sereno e hilvanado, en la cual va trenzando una historia, todas contadas por un narrador como de paso, o para seguir la línea imaginaria que propone la obra, las narraciones que declamaban los antiguos poetas.

El tono recuerda al de las antiguas crónicas del medioevo, y es el narrador, el contador de historias, el que va entrelazando cada capítulo de sangre, en los que no faltará la belleza y el amor, y donde no encontraremos a damiselas en apuros: al revés, la autora presenta el perfil de mujeres ruines, perversas y malvadas, pero también heroicas, compasivas y cómo no, la historia de una emperatriz sin linaje que desafió todas las convenciones, y que con astucia y rigor llegó a sentarse en el trono para coronarse como la máxima figura imperial.

viernes, 5 de febrero de 2021

Las Varonesas de Catania: ¿cuánto odio se necesita para escribir?

Bacanal con Sileno, de Durero.

Editorial Las Cuarenta. Las Varonesas. Carlos Catania

Fecha de publicación original: 1978, Seix Barral

Bien sabemos que en literatura no basta con escribir una obra maestra para que ésta sea estudiada e interpretada por sus lectores. Pero ¿qué es una obra maestra, o cómo identificarla dentro del enorme fárrago de escritos que circulan? ¿Puede ser una obra, maestra, si carece de estudios críticos o lectores que la reconozcan como influencia? Al menos existe un criterio que podríamos considerar universal, y es el factor cronológico:  la perspectiva del tiempo permite identificar mejor a través de nuevas generaciones qué obras confrontadas a la crítica e incluso al lector pedestre, sigue resistiendo nuevas lecturas, influyendo en nuevas obras que se desprenden de su tronco genealógico y que se insertan lateral o directamente al torrente sanguíneo que mana en múltiples direcciones, sin detenerse, como un río caudaloso. Otro factor determinante es la lengua en que está escrita la obra, y bien sabemos que desde nuestra órbita hispana no es lo mismo la recepción de un autor que escribe en nuestra propia lengua, que uno en inglés, en ruso o en congolés. ¿Cuántos se habrán leído Sueño en el pabellón rojo considerada como la más elevada cumbre de la literatura china, que a su vez ha derivado en una corriente de estudios completa conocida como la rojología?

Obviando cualquier metafísica, no debe extrañar a nadie que el resultado de una obra de peso, fuera de diversas operaciones de marketing o polémicas extraliterarias, se debe también al espacio físico en que fue concebida, siendo los imperios los principales vehículos que permiten su difusión y recepción, relegando a un tercer o cuarto plano obras inscritas en lenguas que no cuentan con el respaldo de una poderosa maquinaria con anclajes físicos en la academia, la prensa y los comercios. ¿Cuántas obras maestras podríamos enumerar del polaco, del rumano o del finlandés? El problema no es que no existan o no se encuentren escritores sin talento en estas latitudes, sino que responde al escaso impacto que provoca una obra escrita en lenguas con cada vez menos hablantes en el mundo, sumado a que no fueron naciones que alcanzaron un grado imperialista.

La conexión entre Imperialismo y literatura no responde a una tesis antojadiza si enumeramos algunos ejemplos. Observemos bien que nació en Grecia, que no fue imperio, pero que sin el impulso del imperio romano y su helenización no solo no habría literatura griega, sino que ni filosofía, medicina o matemáticas, o las habría, pero no como las conocemos ahora. El impulso romano a su vez dio empuje a los estados o reinos que lo compusieron, generando obras en italiano, francés o en español, y lo mismo podría decirse de los británicos, que a su vez empujaron su conquista hacia América y crearon un nuevo vértice con los Estados Unidos. ¿Por qué Japón o China en vez de Singapur o Tailandia?

El español es un caso diferente, pero que guarda las mismas resonancias de los ejemplos citados. Fuera de Estados Unidos (con su poderoso lobby en universidades y con editoriales multinacionales que pagan y facturan en millones de dólares), los Estados hispanoamericanos son un resabio, ruinas de un imperio español fracturado, que de manera muy lateral ha logrado penetrar en ámbitos ajenos a nuestra esfera hablante, y aquella penetración en otras lenguas se debe en gran parte al boom latinoamericano, una movida a escala mundial propiciada precisamente por editoriales afincadas en Barcelona (Carlos Barral y Carmen Ballcells fueron determinantes), acaso como una jugada final, un impulso sin precedentes, que sin la plataforma del pasado imperial español, habría sido imposible siquiera imaginar (como dato decidor: hay 580 millones de hablantes de español en el mundo, que sin un proceso imperialista no se habría dado). Al margen de estas anotaciones, hay que pensar al boom como una maniobra de joyería que pudo existir en un momento determinado, el cual no podrá repetirse, pues ni con todo el peso de las actuales editoriales que llevan las riendas del mercado español, no se ha logrado la misma penetración en latitudes fuera de la hispanoesfera, salvo casos excepcionales como son Roberto Bolaño o César Aira.

Carlos Catania: una singularidad del postboom

El escritor argentino Carlos Catania es el caso de aquellos olvidados, que no dio a luz su obra en la cresta de la ola del boom, pero sí fue cercano a otros como Sábato o García Márquez, lo que nos lleva a pensar que con un poco más de empuje, la escritura del argentino habría corrido otros derroteros. Su obra Las varonesas, en efecto fue publicada en 1978 por Seix Barral, pero fue censurada en su país por la dictadura militar argentina, lo que generó, según palabras del mismo autor, un hundimiento en un profundo silencio, “colgué los guantes” como confesó en una entrevista a David Pérez Vega que se puede leer acá: http://desdelaciudadsincines.blogspot.com/2016/01/entrevista-carlos-catania-autor-de-las.html 

No obstante, debido a que Las Varonesas se trata de una novela que no pasa desapercibida, aun cuando ni el mismo autor ni editorial (y todo el aparataje de redes y relaciones sociales) no se encargaron de ponerla en órbita durante tres décadas, una lectura actual pone en evidencia que no sólo no ha envejecido ni un ápice, sino que da la impresión de haber sido escrita y publicada hace apenas un mes: sus materiales siguen frescos y vigentes.

¿Pero qué es una obra maestra? ¿Y cómo se integra al canon? Volvemos al comienzo, y aun no respondemos la pregunta, y para articular una respuesta, no podemos obviar que en toda valoración siempre subyacen criterios personales. Negar la existencia del canon imposibilitaría incluso hablar de obras maestras; el canon es precisamente lo que permite atribuir a una obra el dominio por sobre otras, ya sea por características formales, temáticas o de innovación. Negar la existencia del canon es renunciar a que existan obras mejores que otras, todas serían igual de valiosas, pero tampoco necesitamos por oposición la idea de un canon eterno e inmutable, ni somos eternos ni necesitamos nociones imperecederas; lo que nos puede aportar como lectores no es la edificación de un canon rígido, hay que cuestionarlo, ponerlo en crisis, confrontarlo con otros cánones (un canon inglés que tiene como centro a Shakespeare por defensa de Harold Bloom, o uno hispánico promovido por Jesús G. Maestro donde ubica a Cervantes), de otra manera tendríamos una vida lectora predeterminada, y nos conformaríamos con un puñado de escritores sin aumentar nuestros horizontes.

Al margen, es verdad que el estudio de cualquier referente literario pasa por la aprobación de la academia, y que sin academia ni siquiera podríamos formular la noción de canon, pero ser lectores fuera del ámbito académico no nos invalida para confrontar e integrar a nuevos autores. Es una discusión mucho más larga que excede este escrito, pero la fijo como una posible temática a explorar en el futuro. Terminando todo preámbulo, vamos de lleno a Las Varonesas.

Carlos Catania
La familia monstruosa

La novela arranca con las reflexiones de Alfredo, un personaje que irá cobrando mayor presencia en las siguientes páginas, y que jugando pool en un salón junto a otros sujetos, recuerda y va uniendo retazos con diversas observaciones que se relacionan con la muerte, pero no solo con lo metafísico de la muerte, sino que con la pudrición real de los cuerpos, los cadáveres magullados, una rata que es descrita con pelos y señas, y que se nos anuncia con parsimonia que tendrá un destino estelar al final de las páginas (¡y vaya que destino!). El narrador es fragmentario, hila y deshilvana la madeja sin respetar tiempos cronológicos, acercándose muy de cerca al narrador del Ulises de Joyce, logrando desestabilizar más la lectura cuando se introduce un segundo narrador omnisciente intercalado en los párrafos (recurso que Carlos Droguett llevaría hasta las últimas consecuencias en su trepidante Eloy).

A veces nos perdemos, pero no en un laberinto gris de retórica vacía; la prosa de Catania tiene muchas capas y pinceladas sin ser agreste, colorida sin esos toques a veces naifs que podríamos detectar en otros narradores de su época, como García Márquez: es una escritura con giros barrocos pero sin la carga sensual de un Lezama Lima, es espontánea cuando los personajes utilizan dialectos argentinos o caribeños, es evocativa y descriptiva, a veces rozando altas cuotas de poesía y de filosofía, como en el destacado pasaje en que habla de las divisiones de la ciudad, y desalienta a los escritores que no conozcan a su propia ciudad: que ni intenten ningún proyecto narrativo serio. En algunas zonas de la novela, una tal Lucía, una mujer descrita como católica y conservadora, escribe en su diario, intentando comprender a sus hermanos. En ese punto de inflexión nos damos cuenta de una deriva familiar que agrupa a cinco hermanos: Alfredo, la voz que arranca la novela y quien se hace llamar escritor, Adela, estudiante de filosofía que experimenta una fuerte atracción sexual hacia su hermano Alfredo, Patricia, una niña pequeña que mira al mundo con la misma impresión que podría tener un astronauta en un planeta desconocido, Aldo, un hermano perdido que ha elaborado la Teoría del Error,  y la mencionada Lucía, la outsider de una familia que con tranquilidad podría ocupar el mote de la oveja negra (u oveja blanca), y los padres, dos figuras borrosas y barrocas atemorizantes, que entre lo monstruoso y lo absurdo recrearán escenas que recuerdan al mejor Ionesco (y un apunte: Carlos Catania también es, o fue, un hombre de teatro).

Una novela de guerrillas

Ernesto "Che" Guevara en la guerrilla

La segunda parte (de cinco, repartidas en casi seiscientas páginas), se entronca al libro como una anomalía: no sabemos más de aquella extraña familia y sus avatares, y ahora entramos a otro libro, a una nueva zona en la que asistiremos al nacimiento y años de aprendizaje de dos personajes que se tornarán centrales: El Castor y el Flaco, dos revolucionarios lleno de ideales; es acá donde nos damos cuenta que estamos frente a una novela poliédrica con múltiples voces, que sale de una pequeña zona de tragedia familiar (el final de la primera parte anuncia lo que vendrá: muerte y traición por doquier), a la consumación trágica de un movimiento revolucionario centroamericano que no solo aspiró a asentar las nuevas bases de un nuevo hombre y de una nueva sociedad, sino de repensar completamente a la Historia (con mayúsculas) y al devenir de la humanidad, con el cameo de una figura clave en las lides de las revoluciones sesenteras: el Che Guevara.

“No basta comprender el mundo, hay que cambiarlo. Pero si uno desea de veras cambiarlo, debía comprenderlo primero en sus más recónditas raíces”,

nos dice uno de los personajes, y ahí está el intríngulis de la acción revolucionaria descrita, intentar comprender quiénes la perpetraban, qué intereses los movía y cómo pretendían esbozar un plan de acción con resultados a corto y mediano plazo. Pero toda vía revolucionaria implica un vía crucis: traiciones, deslealtades y ejecuciones, éstas últimas detalladas y narradas sin ningún atisbo de crueldad, al borde de la martirologio, como en la comparación entre la figura mesiánica de Jesús y Marx.  Así, El Castor y El Flaco, compañeros de ruta, terminan en trincheras opuestas, convirtiéndose en némesis que a lo largo de las páginas restantes intentarán anularse el uno y el otro sin medir ninguna consecuencia, con operativos y contra-operativos, delaciones, torturas, todas narradas a través de un discurso largo e ininterrumpido de un nuevo narrador (el sexto o séptimo de la serie), que recuerda mucho a los narradores de la segunda parte de Los Detectives Salvajes, y como bien anuncia el prolegómeno de la novela, fue un escrito del chileno aparecido en Entre Paréntesis quien recuerda a un tal Catañia , a quien consideraba que había escrito una novela fulminante antes de desaparecer del mapa, lo que empujó a editores y escritores a rescatarla del olvido, y permitió en el fondo, dar un nuevo brío a un libro que no tuvo el impacto que debió tener.

Una novela que aspira a la totalidad

La génesis del título del libro, Las Varonesas, es referida por el mismo autor santafesino, y que a modo de fractal prefigura con toda su carga poética y misteriosa lo que leeremos: en uno de sus tantos paseos en bote durante su juventud, llegó hasta una pequeña isla desolada donde encontró unas curiosas estatuas de mujeres avejentadas con la inscripción de Las Varonesas, arcaísmo intraducible a cualquier lengua, que significa mujer, varón en femenino, término que en efecto se asemeja al título nobiliario de baronesa, y en términos generales la novela, que acapara lo múltiple a través de cuadros de costumbre, reflexión filosófica, apuntes de un dietario imposible (La Teoría del Error), género epistolar y novela revolucionaria, apunta desde un comienzo a lo que implica nacer y morir en este mundo, es decir a lo femenino profundo, a lo maternal dis/torsionado en jóvenes que entregan sus vidas azuzados por mujeres, o a mujeres que intentan detener la vorágine por medio de la seducción o la aguda observación. Entremedio de revolucionarios que sueñan con reconstruir al mundo y un escritor que está convencido de que la especie humana es un error, una pifia en el cosmos, Patricia, la hermana menor, conversa con los insectos y se entera de sus cuitas, o Lucía, la otra hermana, retraída, que vive encerrada en sí misma pendiente de las teleseries, intenta comprender a sus hermanos, pero no lo logra. o Leonor, un recuerdo tallado en una estatua y de la que se dice que se sumergió en la poesía y en la naturaleza para escapar de los hombres, pues su brutalidad inherente “terminaría por destruirla”.

La visión de Catania es caleidoscópica, no hay un narrador fijo ni un protagonista que señale todos los arcos argumentales, las biografías se cruzan con la estructura parpadeante de los paisajes, con la ensoñación de la lluvia o el horror de compañeros de ruta siendo torturados sin misericordia, pero en alguna esquina, en algún rincón, todo se termina relacionado de alguna manera, la rata, la mesa de pool, la guerrilla, los enemigos, las mujeres, la muerte de un señor ajeno a todo, y que como en toda obra maestra (interrogante que no terminamos de responder), deja perlas relacionadas a la escritura, como la siguiente:

“Como el sueño, la literatura es otro canal desintoxicante. ¿Cuánto odio se necesita para escribir? Entre acabar un gran libro y asesinar a un tipo no hay diferencia de fondo. Hay quien escribe para no matar. Lo ideal sería hacer ambas cosas”

O no abandonar el cuadrilátero, no colgar los guantes, pelear hasta que se apaguen las luces, hasta que no quede nadie, hasta que el corazón dé su martillazo final.

viernes, 16 de marzo de 2018

El Eternauta: mito y ciencia ficción en la Argentina de los años 50



Editorial RM
El Eternauta: Héctor G. Oesterlheld y Francisco Solano López
Reedición año 2010. 366 páginas

Es común que lectores poco experimentados en la lectura de historietas —o los que lo son, pero que les gusta darse de ínfulas— les guste esgrimir el concepto de “novela gráfica” cuando se refieren a un tipo de historieta que tendría dos cualidades: la primera (que no reviste casi discusión), es que son auto-conclusivas, historias editadas en un libro o en pocos tomos, las cuales abrirían un arco y cerrarían la historia, sin tener la necesidad de acudir a otros libros o material suplementario para saber más. El segundo concepto esgrimido para definir qué es una novela gráfica, es que se tratan de obras “serias”, “adultas”, a la misma altura de una novela literaria: por un lado estarían las historietas pasatistas, juveniles o para niños, y por otro las historietas de mayor espesor y contenido.  ¿Pero necesita realmente la historieta de la literatura como para validarse y hacerla pasar por algo serio y culto, algo que no es sólo para chicos? Aquella postura menosprecia la virtud y la potencialidad que puede tener dentro de sí el llamado noveno arte. Otros podrían argüir que como la historieta no tiene el mismo tiempo de desarrollo que otras artes, como la pintura o la escultura, deberíamos recurrir entonces a otras nociones, como la ficción literaria para subirle el peso a los pobres y alicaídos cómics. Aquello es tan absurdo como postular que existen “novelas tipo cómics”, cuando queremos afirmar que están llenas de estereotipos, o que existiría un “cine pictórico”, para referirnos a una película que cuida con mayor mimo la estética por sobre el guión. La historieta hace muchos años que mudó los pañales, creció, y actualmente vive una plena adultez, con un vigoroso presente confirmado por los cómics americanos, los tebeos españoles, el manga japonés, o el Bande dessinée franco-belga.

Todo esto lo saco a colación para hablar del eterno y memorable El Eternauta, obra argentina de ciencia-ficción de fines de los años 50, concebida en el antiguo formato folletinesco por entregas semanales, sin más pretensiones artísticas que las de contar una historia como las que habían en boga: narrar desde una perspectiva argentina cómo sería una invasión extraterrestre en Buenos Aires, y esto incluía uso de tecnología sofisticada e incomprensible,  atacantes extraños y despiadados, dilemas morales respecto a qué decisión tomar, sumado a los infaltables cuadros sinópticos al comienzo de cada capítulo, con el fin de resumir en breve qué había ocurrido en el capítulo interior, pues no fuera a ser que en cada semana de entrega el lector olvidara lo sucedido hasta entonces.

Un mero análisis al dibujo del Eternauta, trabajo de Solano López, tampoco refleja el valor artístico de esta historia, en el sentido de que no se trata de un dibujante magistral que interpretase el guión de forma eximia: sus encuadres son conservadores, las divisiones de las viñetas son al uso de aquella época, con figuras humanas difusas y gran profusión de sombras, algunas escenas lucen emborronadas, con trazos cargados al negro, probablemente porque los dibujos originales triplicaban o cuadruplicaban el formato en el que se imprimía la historieta en los 50. En el fondo, el trabajo de Solano López es correcto y discreto: encauza con precisión lo que la historia transmitirá a lo largo de las páginas, una sensación de desolación en progresivo aumento, con personajes que luchan en un medio hostil en busca de la supervivencia, ilustrando con mucha eficacia el horror y la sorpresa en los rostros de los protagonistas que serán cada vez mayores, sumado a la persistente desolación de una ciudad en ruinas.

Precisamente, es el guión el que le da todo el alma a El Eternauta, la variedad de reflexiones y situaciones terribles que se van describiendo. La historia parte en la casa de un guionista de historietas en un tranquilo barrio, el cual es visitado por un personaje que se materializará ante sus ojos ¿qué busca aquel ser desconocido surgido de la nada? Afirma que viene del futuro y que está ahí para referirle sucesos de un futuro no muy lejano, en el que la raza humana se encuentra en una lucha encarnizada contra fuerzas ocultas. Así es como Juan Salvo, el hombre que viene a entregar un mensaje, pone al cómic dentro del cómic, juego metaficcional que no se veía por aquellos años en las historietas, pensadas principalmente para tener circulación masiva y ser éxitos de ventas.

De ahí en adelante es Juan Salvo quien toma la voz cantante. Cuenta, con el estupor del guionista que lo escucha, que durante la noche, en la que se encontraba reunido con un grupo de amigos jugando truco, un corte de luz y una noticia radial los sumerge en una siniestra realidad: una intensa nevada ha recubierto toda la ciudad, nevada mortal que asesina en segundos a cualquier persona que la respire. Desde la casa del protagonista, los hombres comprueban que no sólo el silencio domina las calles: autos chocados reposan inmóviles entremedio de la calzada y un centenar de cadáveres recubren las avenidas. Deciden entonces, por medio de los consejos de Favalli, quien se revela rápidamente como el hombre más inteligente y preparado del grupo (no en vano es profesor de física), crear una ropa protectora a partir de los restos de un traje de buceo. 

A partir de ahí, la obra se va estructurando como en los clásicos westerns o las series televisivas de los últimos 70 años, de forma episódica y saltando de callejón sin salida en callejón sin salida, sin dejar casi ningún momento de respiro para los protagonistas.  El Eternauta, en efecto bebe de clásicos como La guerra de los Mundos de H.G Wells, o El Día de los Trífidos de John Wyndampero también prefigura el mundo conceptual de los zombis con el arquetipo de la guerra, no porque en El Eternauta aparezcan zombis (pero sí seres cercanos al automatismo y a la destrucción como los “cascarudos” o los” robots-hombre”) sino porque la obra se cimienta bajo la lógica de “hombres avanzan y toman decisiones para llegar a un lugar mejor”, para luego abandonar ese lugar mejor y partir en búsqueda de uno nuevo, a través de muchas fases de exploración y batallas. 

Como en otras obras en que los personajes van muriendo y se van sumando nuevos (tamiz que han aplicado con mucho éxito series televisivas actuales como Game of Thrones y The Walking Dead), el peso de la historia suele recaer en pocos personajes que van sobreviviendo capítulo a capítulo, y en este caso el contrapunto del protagonista, Juan Salvo, el hombre de familia que se ve arrastrado en una guerra total contra fuerzas desconocidas, es Favalli, hombre bonachón y de gruesas gafas parecidas a las de Salvador Allende, siendo la intelectualidad y muchas veces la fría razón lógica sus mejores armas para resolver los problemas que van surgiendo, porque no todo es táctica o fuerza bruta... 

En un punto crucial de la historieta, Juan Salvo, junto a su familia y sus pocos amigos que le quedan, atrincherados en su hogar con alimentos y bebidas para vivir tranquilamente, son asediados por los militares, quienes andan precisamente a la búsqueda de hombres sanos y fuertes para repeler el ataque. ¿Qué hacer? ¿Quedarse refugiado junto a su familia o dejarlos y embarcarse en la guerra? Toda esta suerte de dilemas morales son discutidos entre Salva y Favalli, el hombre que como hemos dicho, es el mejor preparado intelectualmente para resolver estas interrogantes.


Por estas razones esgrimidas, El Eternauta contiene mucha acción y belicismo, pero está muy lejos de ser un videojuego interactivo de guerra que se despliega ante los ojos. Tiene elementos propios del folletín, como hemos mencionado, pero las reflexiones del protagonista Juan Salvo, que va viendo la aniquilación total de la raza humana y el contacto con otras criaturas, sumado al tono oscuro que recorre sus páginas, convierten este trabajo en una obra maestra y total del género; por un lado, es depositaria de una larga tradición radiofónica y literaria sobre invasiones extraterrestres, jugando con esas reglas pero elevándose siempre en calidad y originalidad; y por otro, inaugurando una nueva apertura de temas más adultos y arriesgados en la historieta latinoamericana, época en que al menos en Chile y Argentina, las revistas vivieron un apogeo, una edad de oro que comenzó a difuminarse lentamente hacia mediados de los años 70, tiempos duros para ambos países (y para gran parte del Cono Sur de Latinoamérica), en que los militares se tomaron el poder a la fuerza y las dictaduras proliferaron.

Este Eternatua fue el inicio de muchas adaptaciones que vinieron más adelante. Existe una segunda parte guionizada por Oesterlheld y dibujada por el maestro Alberto Breccia, hay otras adaptaciones hechas por fans en las que las historias del protagonista continúan, incluso en otros mundos paralelos, pero aquellos son los trabajos posteriores al mito, a la leyenda que forjarían juntos Solano López, y el guionista Oesterlheld, hostigado y perseguido por los militares argentinos décadas más tardes, a tal punto, que terminaría siendo asesinado y toda su familia destruida. Pero aquella es otra historia; quizás, como muchas grandes obras de ciencia-ficción,  El Eternauta prefigurara el horror que vendría después. 




viernes, 9 de febrero de 2018

“Dormir al sol” de Adolfo Bioy Casares


Emecé Editores
Adolfo Bioy Casares: Dormir al sol
1era Edición 1973. 

Cuando Bioy Casares publicó en 1940 La invención de Morel, una novela de ciencia-ficción, o si se quiere de ficción especulativa, se auguraba la entrada de alguien superlativo en las letras, alguien que podía ser capaz de poner patas arribas a la maquinaria literaria, convirtiéndose en un referente no sólo a nivel latinoamericano, sino que universal. El mismo Borges la calificó en su mítico prólogo de “perfecta”, y las palabras de su compatriota argentino no exageraban la maestría que se desplegaban en sus pocas páginas. Pero algo pasó.

No era el primer trabajo de Bioy Casares. Anteriormente había pergeñado la cifra no menor de seis libros, tanto de cuentos y de novelas, pero a su propio juicio le parecían tan lamentables, que él mismo se encargó de refutarlos. Plan de evasión, su segunda novela según su canon personal, aún contenía la fuerza de La invención, pero no alcanzaba el altísimo vuelo desplegada con la primera. Después de eso viene el declive, como si el narrador argentino hubiese quemado todos sus cartuchos con su debut, perdiendo fuerza imaginativa y creativa, dando paso a una escritura menos experimental, más folletinesca. En vez de seguir la senda abierta que había dejado con La Invención, el escritor prefirió replegarse más en lo popular que en la experimentación, utilizando un tono paródico y humorístico, optando más por la liviandad que por lo intrincado.

Pero hay bemoles. Que un autor opte por la ligereza –por mucho que nos pueda gustar más la oscuridad y el barroco- no lo condena al infierno de los malos escritores; laboriosidad no siempre es sinónimo de talento. Analizaremos pues, una obra que perteneciendo al declive del autor, o para ser más amistosos, a una fase menos explosiva, Dormir al sol contiene dentro de sí varios hallazgos que pasaremos a examinar. 

Narrada como carta, la novela cuenta la historia de un matrimonio de clase media argentina, compuesto por Diana y Luis Bordenave, dos personas apacibles, que a toda vista no parecen contener el germen de una vida maravillosa o extraordinaria. Bordenave, quien se dedica a reparar relojes, escribe con angustia a un amigo los últimos hechos acaecidos a él y a su esposa, sucesos que se inician con la simpleza y rutinaria vida de pareja, hasta la irrupción de elementos fantásticos que contaminan el entramado total de la historia. El procedimiento es clásico y no tiene nada de innovador, pero en este caso, al estar bien aplicado, transforma rápidamente el libro que pinta como novelita de costumbres, en algo más cercano a la ciencia-ficción y a lo onírico.

La irrupción de la aburrida vida matrimonial se rompe con la llegada de un adiestrador alemán de perros, un hombretón macizo y rústico, presumiblemente de pasado nazi, quien se empeña en explicar que sus métodos no son de simple amaestramiento, afirmando que:

“No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado (…) sino un compañero de alta fidelidad”.

Los perros podrían ser en realidad gente castigada con la privación de la palabra, se nos dice en una parte de Dormir al sol, creencia que en la época de los griegos llevó a más de un filósofo a postular que si en vida hacíamos muy poco uso de la palabra, como castigo reencarnaríamos en animales. No obstante, en Dormir al sol, se nos sugiere que los perros no sólo son altamente inteligentes, sino que también pueden hablar. El narrador y protagonista Luis Bordenave, cuenta angustiado en la carta que redacta, que su mujer Diana comienza a ser objeto de la mirada atónita del resto, debido a sus trasnochadas y sus paseos sin rumbo: se entrevera la sombra de la locura, y en un momento se nos aclara que estuvo en un pasado internada en una casa de reposo. La incertidumbre del marido se confirma cuando descubre que ella ha sido efectivamente recluida en un sanatorio mental, con el pomposo nombre de Instituto Frenopático, a cargo del doctor Reger Samaniego, un auténtico Caligari mefistofélico, un ser misterioso y folletinesco capaz de hacer lo que fuera con tal de comprobar sus teorías.

En la espera del regreso de su mujer, Bordenave se encuentra en casa con una mujer muy similar a su esposa, similitud que se explica rápidamente por el parentesco directo que tiene con la aludida: se trata de su cuñada Adriana María (los conocedores de la vida del autor reconocerán en seguida que las mujeres aludidas son el trasunto de las hermanas Ocampo), quien en vez de mostrarse solidaria por la suerte de su hermana, se muestra rápidamente criticona e incluso seductora. Una auténtica arpía.

Bioy no se complica con pasajes enrevesados ni utiliza un lenguaje críptico o barroco: al revés, se decanta por pasajes sencillos, repite el habla cotidiana argentina, sus personajes son modestos y nada estrafalarios, pero eso sí, con toda la sencillez de los materiales y sus recursos, estamos ante un nivel más alto que el desplegado por un autor del montón; Bioy no deja nada al azar. De forma amena, nos entrega frases ingeniosas sobre diversos temas, como el amor, el olvido, el odio y la locura. No es casualidad que la mujer del protagonista se llame Diana, pudiendo aludir al mito griego de la diosa, que al ser vista desnuda por el cazador Acteón, éste en castigo es transformado en siervo y devorado cruelmente por sus propios perros. O Luis Bordenave, descomponiendo su apellido en borde y nave, estar al borde de una nave, ¿pero de cuál nave? De la nave de los locos, sin duda.

Los detalles de las pinceladas de Bioy son las de un gran maestro, pese a que como postulamos al comienzo, perdió potencia a lo largo de los años, pero siempre, aún en sus obras más menores, mantiene un nivel de calidad por sobre la media -a excepción de su novela tardía De un mundo a otro, que parece redactada por un amateur en ciernes-, habilidad que se aprecia en esos mínimos detalles, como por ejemplo en una escena de Dormir al sol, se nos muestra el cuarto del adiestrador de perros  con una acuarela colgada en la pared, la cual tiene escrito el nombre de Tirpitz, nombre que efectivamente hace un enlace con un antiguo almirante alemán y con un hecho bélico de la II Guerra Mundial.

La magia de Bioy no radica en restregarnos datos desconocidos y enciclopédicos haciendo gala de una intelectualidad abrumadora, al contrario, se encarga modestamente de lo que debe hacer cualquier contador de relatos: narrarnos una historia llena de sorpresas, con pistas ocultas para quien pueda o quiera verlas, con un final tan atronador e inesperado, que el recorrido por las cuitas de un matrimonio común anclado en un barrio común, no sólo se justifican, sino que abren las puertas a la deliciosa creencia que detrás de los gastados muros de un barrio cualquiera, como el mío o el de usted lector, puede esconderse la trama más extraordinaria, sórdida y rimbombante que jamás hubiéramos imaginado. Y esa percepción de la magia en lo cotidiano prefigura gran parte de la obra de César Aira.

viernes, 26 de enero de 2018

César Aira al triplicado: arte contemporáneo y fábula oriental



Editorial Emecé.
Actos de Caridad. Los dos hombres. El Ilustre Mago: César Aira
1era Edición 2017. 192 Páginas

César Aira se ha convertido en uno de esos escasos escritores que desestabilizan las nociones preconcebidas que tenemos de la literatura. Así, la Literatura (con mayúsculas) que parece ser esa máquina acorazada e indestructible que se traga a los autores y les impone sus reglas en un loop eterno, de repente no era tan indestructible como creíamos, ni todo estaba dicho y escrito.

No es que Aira haya descubierto la pólvora. Más bien la perfecciona.  Entre sus antepasados más directos encontramos a Juan Emar, escritor que hizo una rara fusión entre el campo chileno y la vanguardia, y Raymond Roussel,  que por medio de la combinatoria y los juegos de palabras anticipó a los surrealistas franceses y a OuLiPo.

El lugar que Aira ocupa en las letras ha dejado de ser marginal, y su radio de influencia aumenta con el tiempo: si durante los ochenta escribía novelas breves que se auto-saboteaban destruyendo sus premisas con finales espectaculares y giros impensados, y durante los noventa comenzó a integrar con mayor ahínco elementos de la cultura popular (científicos locos, robots, enanos, travestis, superhéroes, dobles), la fase más reciente de su escritura incorpora imágenes y conceptos provenientes del arte contemporáneo. No es que sea un escritor que siga una escritura programática; probablemente desde un comienzo estuvo todo en Aira, pero cada época ha ido modelando y acentuando ciertos elementos que antes eran más o menos visibles.

Emecé ha reunido 3 nouvelles de Aira de similar extensión (60 páginas promedio), publicadas anteriormente en pequeños tirajes por editoriales pequeñas, y que de no ser por este gesto, para el lector habría sido complicado hacerse con una de estas copias. Esto ocurre porque la tendencia del escritor argentino es publicar en grandes y pequeñas editoriales, en distintos formatos y tirajes, por lo que una tentativa de leer todo lo que ha publicado se vuelve casi imposible, pues Aira no concentra en un solo país toda su producción, dispersándose en múltiples latitudes y formatos.

Pero vamos de lleno a lo que encontraremos en estas novelitas. La primera, Actos de caridad (publicada originalmente por la Editorial Hueders), narra como si se tratase de un catálogo de decoración el devenir de varios sacerdotes, quienes llegan hasta una casa en medio de un pueblo hundido en la miseria. No obstante no se trata de un catálogo frívolo: hay reflexiones filosóficas en torno a las necesidades materiales y espirituales de quiénes morarán en la casa, el detalle descriptivo se conecta con un despliegue obsesivo y  microscópico de los arreglos que van realizándose en la casa, desde las paredes, el piso, hasta la creación de salones y todo lo que se necesita para amueblarlo y hacerlo funcional.  ¿Es que vamos a leer durante el resto de la obra descripción tras descripción del mobiliario que se despliega ante la imaginación de uno (y varios sacerdotes) para decorar una casa y transformarla? Sí, y no a la vez. Sí, porque tras la acumulación de detalles sobre el desarrollo de la casa, subterráneamente se desarrolla una historia paralela no contada, pero sí sugerida, de un pueblo de personas hambrientas y convalecientes que necesitan de la caridad religiosa para subsistir, pero que el sacerdote aludiendo a razones que podrían ser o no teológicas (podrían, porque la fabulación aireana se basa en romper el verosímil recreando un mundo ordenado a partir de la pura imaginación), posterga y posterga y posterga… Hasta el absurdo, como en las mejores piezas de Kafka o en las paradojas de Zenón, en la que alguien o algo intenta llegar a un destino, pero de forma razonada se interponen mil y un obstáculos. El relato no se cierra de forma explosiva ni inesperada, como en otras obras de Aira, sino que de forma reposada se proyecta al infinito lo que podría ser una moraleja sin moraleja, o un cuento de hadas sin hadas.

Con Los dos hombres entramos sin más preámbulos a la relación del narrador con dos hombres deformes, uno con los pies gigantes y el otro con las manos gigantes, quienes viven dentro de una casa, van desnudos, y que son mantenidos por el narrador del relato. A diferencia de otras historias, que comienzan en un marco híperrealista cotidiano y comienzan lentamente a contaminarse o desbordarse hacia lo fantástico y lo imposible (siempre es un interesante ejercicio “ver” esa transición, el hilo que se corta entre un realismo hiperlógico y el cuento de hadas en otros de sus trabajos), acá desde un inicio se nos presenta lo imposible de la escena. Como es usual en su novelística, sus narradores tratan de buscarle una explicación lógica a hechos que desafían toda lógica, deteniendo el flujo de la acción de lo narrado para convertir en pequeños tratados o ensayos intercalados asuntos que escapan a los mismos temas que plantea, para conectarlos con otros muy disímiles, enhebrando asuntos muy dispares de forma muy fina; en Los dos hombres, pues, aquella aberración de la naturaleza le sirve para hablar nada más y nada menos que del arte contemporáneo, específicamente sobre la puesta en escena de la obra de arte, ya sea a través de la fotografía, el videoarte o el dibujo. Las piruetas narrativas de Aira pueden chocar o sorprender al lector poco enterado y entrenado en su obra, pero para quienes estamos familiarizados con su trabajo, volvemos a ver que su búsqueda imaginativa siempre se encamina para abrir nuevas puertas respecto al estatuto de la novela (cuestionándolo, anulándolo o deformándolo), poniendo en crisis las nociones de representatividad que podemos tener respecto a la ficción.



La tercera y última novela que cierra el conjunto es El Ilustre mago, novela que podría estar inserta dentro de alguna especie de ciclo sobre la auto-conciencia de César Aira como novelista, en la que él mismo se sitúa como personaje, y en la que deja entrever sus mecanismos literarios y su particular relación con la ficción. El argumento se puede resumir así: el escritor protagonista se encuentra con un hombre que dice tener poderes, poderes que violan las leyes de la realidad y que podría traspasárselos a él, con lo cual podría concluir su anhelo de volverlo millonario. ¿La prueba? El mago, ante un alelado César Aira, le muestra que puede convertir un terroncito de azúcar en oro puro. ¿Cuál es la condición? No es menor, y estriba en que éste debe dejar de leer y escribir para  recibir el beneficio. Por supuesto que el argumento no es más que la excusa para adentrarse en otros terrenos y reflexiones, porque el libro no trata precisamente sobre un mago, un escritor y poderes especiales, sino que se direcciona hacia el poder de la ficción y la lectura misma, poderes que podrían estar siendo acechados o no, por fuerzas ajenas a la literatura.

martes, 9 de enero de 2018

Apuntes a un año de la muerte de Piglia


No sé si exista una edad apropiada o exacta para descubrir a un autor. He leído juicios lapidarios en torno al tema, del tipo: "si ya no leíste a X a tal edad, te lo perdiste". ¿Acaso los autores están tipificados para ser mejor entendidos a una edad específica? A los quince leí Herman Hesse y a Julio Cortázar, autores que me parecían supremos maestros, pero que con la distancia y la acumulación de lecturas me han hecho dudar de su potencialidad, relegándolos a una imaginaria lista de autores de segunda fila o tercera fila, autores que están ahí para hacer correr las distancias de fondo a las generaciones más jóvenes, pero que pese a sus hallazgos y profundidades, con el tiempo es inevitable que se nos oxiden. 

No es el caso de Jorge Luis Borges, a quién también leí en esa época y lo sigo leyendo, y lo seguiré haciendo hasta que se me fosilice el cerebro.  Borges, al revés de los otros citados, no se quedan en simples hallazgos o profundidades, es un autor que tiene la rara virtud de ir creciendo con el tiempo, de complejizar más su literatura. La temprana lectura de Borges generó en mí una especie de muro o cortina de acero en relación a la literatura argentina, una suerte de cima a la cual era imposible seguir escalando y subiendo, pues más arriba no podía haber nada más que piedra y nubes ¿Podía existir alguien o algo más grande que Borges? 

Cuando cumplí veinte, escuché a Nicanor Parra que existía un súper Borges. Por supuesto que se refería a Piglia y que a toda vista, ese juicio era  una exageración. Piglia no apareció para rivalizar con Borges y superarlo, hizo algo mejor: lo integró, creando un nuevo eslabón en la cadena (Nabokov, que en su rol de crítico, o mejor dicho de comentador de literatura, hacía la comparación del oficio literario con los científicos, en el sentido de que el detalle literario con el transcurrir de los años se va puliendo. Así, no podemos imaginar a Homero o a Shakespeare narrando el nacimiento de un bebé, con toda su tensión y su miseria,  hasta que aparece Tólstoi con su Ana Karenina. Él, sin ser más que los anteriores, le da una nueva dimensión a las letras). 

Piglia fue un escritor fundamental, en el estricto rigor de la palabra. Leer a Piglia no sólo modifica y enriquece la visión de la tradición argentina o estadounidense, también es una transformación en la percepción de la experiencia y de la vida. Piglia fue uno de esos raros escritores que mezcló la alta erudición de forma amena (Formas Breves) con la calle y el policial barriobajero (Plata Quemada), creando entremedio todo un conjunto de notas en el diapasón de la literatura. 

Piglia, que no era ciego, se pone a usar el lente borgeano,  pero le aplica la microscopía: allá donde Borges era capaz de encerrar siglos de literatura en pocas líneas con su Kafka y sus precursores, Piglia fijaba su atención en el detalle, poniendo su énfasis en Arlt y en Gombrowicz, para hablarnos de la delación o del crimen. Y también de la plata. Piglia fue quien me abrió los ojos, en aquellos años en que terminaba de estudiar periodismo y no sabía qué hacer con mi vida, y yo tenía veinte y pocos, pero a pesar de tener muchas cosas, no tenía un mundo, iba desnudo por la vida,  leí un párrafo que me marcó: "un escritor necesita plata para poder financiar sus ratos libres". Listo. Con eso no sólo me entregó un consejo, sino que una ética y una moral. Entonces me puse a trabajar, incansablemente. Ello comprueba que la literatura es más que fuegos de artificio con moralejas manifiestas o solapadas: es una herramienta que al albur del fuego nos entrega más que el resplandor de la llama. Nos replica la vida en miniatura, la concentra en pocas páginas. Y esa es otra forma de presenciar el despliegue de la sabiduría. 
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