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viernes, 9 de noviembre de 2018

Una novela hecha pedazos (y vuelta a armar)


Texto leído en la presentación de Rancor de Daniel Rojas Pachas, el 11 de noviembre de 2018

Fue durante el siglo XIX que la forma de la novela cristalizó con una larga serie de cultores, como Balzac, Dostoievski, Henry James o Herman Melville, lo que se tradujo en las bases que tendrían las novelas de porvenir; se definió su extensión, su cronología, su temperamento, su cercanía con un público burgués, ávido de romances, aventuras y misterios.  Si pudiéramos trazar una línea imaginaria entre aquel siglo XIX y nuestro tiempo, podríamos ver una larga serie de novelas, la mayoría casi, que no han hecho más que repetir, homenajear o parodiar un esquema consolidado. Pero la batalla contra la novela estándar partió desde muy temprano. Si tomamos un libro como Los cantos de Maldoror, publicado originalmente en 1868, ya percibimos, principalmente en el último canto, que la llamada poesía en prosa pasa a convertirse en una especie de novela folletinesca. Por esos mismos años, Joris-Karl Huysmans, en plena efervescencia del naturalismo francés, decía que aquellas obras de lo único que trataban eran del mozo de cuadra enamorado de la campesina, o del señor que cortejaba a la dama de alta alcurnia; estudiar a la sociedad no hacía más que redundar en la superficie del alma humana, como si el fin último de nuestra especie no fuera más que la reproducción biológica.

Desde entonces que han existido novelas que por un lado, siguen avanzando por los rieles del realismo y de sus procedimientos —incluso las novelas fantásticas que siguen utilizando los mismos armazones—y otras que simplemente han dinamitado la estación de tren, incorporando dentro de sí mutaciones o parásitos que redundan en que difícilmente podamos reconocerlas como tales. Es lícito preguntarse: ¿una novela irreconocible, a medio camino entre la ilegibilidad y la incoherencia, puede seguir llamándose novela? Es lo que vamos intentar responder, basándonos en la lectura de Rancor de Daniel Rojas Pachas.

Daniel Rojas Pachas
Raúl Ruiz se quejaba con insistencia respecto al cine de sus contemporáneos; su verdadero conflicto, decía, era la tesis del conflicto central, la cual en pocas palabras no es más que la subyugación de una trama al servicio de un esquema dividido en tres fases: inicio, conflicto y desenlace, siendo el conflicto (o una suma de conflictos) el motor que permite el avance del relato. Trasladado a la literatura, la novela funciona si se supedita a un tiempo cronológico, en el cual todo ocurre en un largo fluir, desde el pasado hacia el presente narrativo.  Pero entonces ¿qué es un libro bien narrado? ¿Es el que repite la luminosidad de estos esquemas, como una brújula que permite que el lector se oriente y no se pierda? Sí, pero hay más horizontes. Rancor va a la contra de esta idea. Se trata un libro chocante, no sólo por los materiales diversos que agrupa (ya nos refreiremos a ellos), sino por la destrucción de las convenciones novelísticas que plantea desde un comienzo. Intentar combatir la dictadura del realismo y del conflicto central no es una lucha nueva. Joyce destruyó el lenguaje con su intraducible Finnegans Wake, pero ya antes Laurence Sterne con su Tristram Shandy fracturó la linealidad del relato, e incluso más atrás, con Don Quijote, donde Cervantes introdujo un juego ficcional al pretender que el libro que teníamos entre las manos no era más que una traducción del español al árabe de un tal Cide Hamete Benengeli, el verdadero autor del libro. Más de cerca, tenemos la narrativa de Thomas Pynchon, dislocada, paranoica, siempre abierta para explorarla y perdernos irremediablemente, o los juegos de Georges Pérec, y citamos una de sus obras más llamativas, como lo es El Secuestro (La disparition) en la cual se omite en todo el libro la letra E, la vocal más utilizada en el idioma galo, estructurando de esta forma una novela que se abre hacia los bordes de la ilegibilidad.

No podemos desconocer que la narrativa durante mucho tiempo quiso imitar a la naturaleza: era lógico, si pensábamos que la escritura, antes de la literatura, era un modo de transmitir conocimiento, pero la percepción de la realidad en el siglo XIX era muy distinta a la de nuestro siglo, tan dispar y distante como el pensamiento del hombre de la Edad Media con el de la Antigüedad. Hay nodos, hay información, hay un cerebro y un montón de algoritmos que procesan datos, sí, siempre los hubo, pero la irrupción del Internet y de otras formas del arte —formas bastardas para los que las desdeñan— como el cómic, el manga, el animé, la pornografía o la confesión escrita u oral de un asesino serial, desestabilizaron todo lo que veníamos entendiendo por realidad, y ello redundó en que se esté escribiendo una literatura ya no interesada en reflejar la realidad, sino que en reflejar el reflejo que tenemos de esa realidad.

Martín Kohan, en uno de sus atentos y excelentes ensayos, supone una tesis muy útil que nos puede ayudar a entender cómo se arman los textos. Existen textos construidos deliberadamente, sabiendo previamente que tendrán una lectura; es la escritura que se mira a sí misma, que se pule y se nutre en función de saber que la están mirando, una escritura exhibicionista, impúdica, y ello abarca desde los estados del Facebook, los blogs, la redacción de un artículo judicial, hasta la última novela que cayó en nuestras manos. Existe en estos textos una intención deliberada por demostrar que se tiene una episteme, un conocimiento previo de lo que se está redactando. Al otro lado de la vereda están los textos espontáneos, íntimos, escritos sin esperar que sean leídos por nadie en particular, textos redactados sobre la marcha, improvisados o dictados desde el más acá o el más allá, como los diarios de vida, las confesiones, las notas suicidas (que por lo general van redactadas al juez o sólo a la familia), la escritura automática, las psicografías, los criptogramas o los apuntes.  Mircea Cartarescu, autor rumano sorprendente no sólo por su literatura sino que por sus ideas, dice al respecto en su novela Solenoide:

“El mundo  se ha llenado de millones de novelas que escamotean el único sentido que ha tenido la literatura: el de comprenderte a ti mismo hasta el final. (…) Los únicos textos que deberían leerse son los no-artísticos, los no-literarios, los ásperos e imposibles de entender, esos que fueron escritos por unos autores locos pero que brotaron de su demencia, de su tristeza y de su desesperación.”

Aquella cita encaja como anillo al dedo con la propuesta de trae Rojas Pachas. Su novela Rancor, que podríamos llamar también como anti-novela o novela en miniatura, o incluso como novela puzle, se abre con un archivo judicial sobre el asesinato de un hombre a su mujer, y todo lo que queda en escena, además del cadáver, es un notebook con dos documentos; el primero es un archivo titulado Y si no hay infierno ¿Dónde está la carne? Y otro archivo, un manuscrito incompleto y lleno de incoherencias, titulado Rancor. Las siguientes páginas podrían ser muchas cosas, he ahí la ambigüedad y la plasticidad que plantea el libro.  Se abandona la narración directa para dar paso a la caída en cascadas de información sobre personas o personajes virtuales, vinculadas en foros o redes sociales o páginas que bien podrían ser retazos de la deep web, aquella porción de la Internet donde se esconden movimientos ilícitos y aberraciones casi inenarrables. No sabemos hacia dónde nos llevará Rancor, y aquella es su principal virtud. En un momento la narración quedará interrumpida para dar paso a tres historietas, que con toda su violencia gráfica y sin sentido, pareciera que están ahí para interrogarnos directamente: ¿por qué todo ese caos y esa sangre y esas crucifixiones? ¿Para qué esos descensos al infierno? Esas historietas, que parecen bosquejos, ideas sueltas, sólo nos prepararán para una nueva escalada en la perversión de la maldad que plantea Rancor. Como en las piezas de un intrincado rompecabezas, no veremos la imagen final hasta completar el trazado que invisiblemente sugiere cada parte.

ilustración realizada por esquizofrénico
En la segunda mitad de libro comienza la apertura de temáticas, tan difíciles de encarar y tratar con profundidad, como lo son la pornografía analizada desde un punto de vista estético y moral, y la existencia de los asesinos seriales. Sobre esto último, las referencias se van cruzando en breves relatos que nos hablan del asesino de Green River, quien mató de forma brutal a más de setenta mujeres según su propia confesión, o la historia Jeffrey Dahmer, caníbal y necrófilo que asesinó a diecisiete  personas, y que con los restos de sus víctimas realizaba rituales difíciles tan sólo de imaginar. Pero la historia de Rancor no transcurre sólo en el ciberespacio o en los Estados Unidos, ocurre también en la mente quebradiza de Ronald Humel, hombre que mantuvo a más de cuarenta perros albergados en su destartalada casa, todos hacinados y enfermos y rabiosos; también la acción ocurre en las calles de Arica con una historia de amor y odio. Si la maldad nace con la supresión hipócrita del gozo, como nos dice Leopoldo María Panero, Rojas Pachas responde con el título de una de las últimas entradas de Rancor: “el orden constituye la supremacía del vicio”.

Ricardo Piglia, siempre preocupado de la forma del relato, nos decía que una manera de poder contar una novela que no fuera a la vieja usanza, es decir con el formato decimonónico de obra cerrada y armoniosa, era barajar múltiples historias en construcción, que hiladas, conformaban un todo. Pero no se trata de agarrar un puñado de relatos y coserlos a la fuerza como un Frankestein defectuoso. En Rancor, las costuras que podrían quedar a la vista, se van borrando a medida que avanzamos en la historia, hasta llegar al último relato, o entrada o epílogo, en la que las partes sueltas, como las de un cuerpo desmembrado, finalmente se unifican. Las historias son como monedas de cambio, las escuchamos en los bares, en las noticas, en las confidencias con el amigo, o las leemos en foros tipo 4 Chan o portalnet. No obstante, el mérito de una obra es encauzar este tráfico enloquecido de historias que se multiplican para fabricar un universo propio, un universo que tenga consistencia, y que como decía Philip K. Dick, no se desmorone con sólo sacar una frase o cambiar una coma. Rancor es la constatación de que la literatura seguirá fluyendo, siempre misteriosa y campante, por los farragosos ríos que nos plantea la realidad.
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