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viernes, 9 de marzo de 2018

Los mundos paralelos de Ignacio Fritz

Editorial Forja
La indiferencia de Dios: Ignacio Fritz.
1era edición 2016. 256 páginas.

Hay escritores que crean mundos y personajes y se ufanan y se vanaglorian de ello; hay otros que los copian o los versionan o los homenajean; hay un tercer grupo de escritores que no los crean ni los copian, sino que los descubren: estuvieron siempre ahí, tras la nebulosa y la ceguera, pero llegaron a ellos porque "algo" les hizo torcer sus cabezas y les mostró la clave para verlos. La idea puede ser romántica, pero las palabras de Borges respecto a la tradición la amplifica: 

"Lo bueno ya no le pertenece a nadie, ni al otro, sino que es parte del lenguaje y de la tradición”

Como oposición a esa idea del escritor como pequeño dios o demiurgo, la obra de Fritz   parece narrada por mecanismos chamánicos, deviniendo el escritor en médium: transcribe  lo que ahí dentro de su cabeza las voces le dictan, y lo que esas voces le dictan es una historia deforme, destruida.

El marco de La indiferencia de Dios no puede ser más inverosímil: ocurre en un Chile metamorfoseado del futuro, año 2070 para ser más exactos, un futuro de un mundo paralelo, con un Chile B, o Z y con otra historia, donde por ejemplo la capital no es Santiago sino una ciudad próxima a Puerto Montt llamada “La Imperial”, ciudad que sí existió pero que fue destruida en 1723 y vuelta a refundar como Carahue, y de la cual quedó como el vestigio toponímico de “La Nueva Imperial”, actualmente en la Araucanía.  El peso como moneda no existe y la que circula se llama “valdiviano”. Otras extrañezas de este Chile: en Carabineros abrieron el departamento del OS-13 para investigar eventos paranormales; lucir marca de ropa original es casi una imposibilidad debido a lo costosa que es, proliferando marcas piratas o clónicas, y sumado esto, aparece una empresa llamada Nixon, la que acapara de forma monopólica al comercio, siendo normal encontrarse con lentes Raybans Nixon, televisores Sony Nixon, o chicles Bazooca Nixon, dejando expuesto que detrás de toda la maquinaria social y económica existe una mega transnacional que es manejada por un esquivo empresario, escritor y gurú, de nombre Walt Oberton, el cual pasa sus días en la inventada nación de Estolia, donde a momentos escuchamos como a retazos en la misma novela, de que su población ha enloquecido al grado de comenzar a canibalizarse entre sí. 

Ignacio Fritz escribe: 

“Un mundo paralelo es un mundo donde lo imposible es posible. Donde los años no pasan. No hay futurismo; no hay cambio; todo es como en el pasado.”

El pulso de la escritura fritzeana está siempre en High Definition, como gran parte de la prosa norteamericana actual, escritura cocaínomana que se solaza en remarcar detalles y destruir cualquier atisbo de minimalismo: acá no hay nebulosas que prefiguran o sugieren una historia, ni tampoco espacios mentales cerrados y claustrofóbicos. Se trata de líneas totalmente abiertas, duras, dislocadas por un paisaje extraño que parece la alucinación de un psicópata, o la pesadilla dirigida por fuerzas invisibles en una mala noche de verano. A  Fritz no le interesa mostrarnos la punta del iceberg y dejar el resto como materia seminal de interpretaciones y elucubraciones. Al contrario, como sus parientes literarios norteamericanos más avezados, pienso en David Foster Wallace o Thomas Pynchon, la estrategia narrativa se centra en contarnos con gran detalle las muecas, tic y gestos de los personajes, sus manías, sus formas de hablar; la propia filosofía del vacío y del hastío que transmiten los diálogos, siempre crueles y punzantes.

El estilo de Fritz no se puede resumir en unas pocas líneas, pero se fragua a partir de referencias reales y apócrifas,  en el cual los nombres de los personajes y de los lugares van configurando el caos y el orden de este libro: están las calles Clive Barker, Richard Matheson, Patricia Highsmith o Kurt Vonnegut, como claras marcas textuales de escritores inscritos en la ciencia-ficción, el relato policial, el terror y la distopía.

La indiferencia de Dios es difícil de encasillar: se trata de una novela mutante que se va transformando en cada capítulo y en cada escena relatada, transitando desde el absurdo y el surrealismo, pasando por la novela negra y de espionaje, la ciencia-ficción más desopilante y terminando en un terror que va emergiendo lentamente con la figura de un empresario todo poderoso, el cual podría ser el mismísimo Dios, o su avatar negativo y nefasto.

En pocas líneas, ¿de qué va entonces el libro? En las primeras páginas se nos explica sobre un policía que viene del pasado escapando de la muerte, para ello viaja en el tiempo hasta el año 2070. Se le asigna un caso que encierra más de un enigma: un hombre muere en un atentado explosivo perpetrado dentro de un auto. Las pesquisas de este despistado policía son infructuosas, por lo cual decide contactar a la abogada y detective privada Delfina Edith, quien junto a su fiel ayudante, comenzarán a indagar quién o quiénes son los culpables de la muerte de este hombre.

Los motivos, personajes y escenarios son constantes en la obra de Fritz: aparecen personajes de sus otras novelas y libros de cuentos, como Nieve en las venas o Eskizoides; se entronca con la voz del narrador y adolescente herido de Tribu, su novela realista en plan auto-ficción, y va cubriendo un arco que pasa de cerca por Hotel, La Hermandad Haloween, y su más reciente libro de cuentos El festín de los engendros

La indiferencia pertenece a esa constelación formada por obras raras y perturbadoras, desmarcadas de la moda tanto en su concepción como en sus pretensiones. Obras que no suelen ser atendidas por los lectores o ciertos sectores de la crítica, ya sean porque son consideradas difíciles o crípticas, o más bien poco empáticas con el lector; mientras tantos se esfuerzan por fabricar textos "amables" y "entendibles", otros van avanzando a golpetazos contra fantasmas y terrores personales. Y esas obras son las que suelen naufragar y perderse en el torbellino de la infancia: no obstante, con el paso de los años, con la adultez y la vejez que marcan sus trayectorias, suelen volver a emerger fortalecidas: al fin y al cabo, la indiferencia de los lectores es menos nefasta que la indiferencia de cualquier dios, llámese éxito, fama o dinero.

viernes, 23 de febrero de 2018

Las primeras meditaciones de un condenado a escribir



Editorial Forja
Meditación de un condenado: Felipe Uribe Armijo.
1era Edición: 2010. 160 páginas.

En Chile no existe una tradición cuentística sólida. Exceptuando nombres como Baldomero Lillo, Manuel Rojas,  Federico Gana, principales exponentes del realismo, no ha existido mucho espacio para la experimentación, la ciencia-ficción, el horror o el policial. 

Corrijo: sí existen trabajos aislados, como la obra del excéntrico Juan Emar, o antologías como la del Verdadero Cuento en Chile, de Miguel Serrano, pero el resto son intentos laxos, dispersos, sin tener plumas potentes en los relatos breves, como la tradición inglesa, norteamericana, o mirando un poco más cerca, el valor y la potencia de un Borges, de un Monterroso o un Onetti.

No es lo mismo hablar de cuentos memorables, que pueden pertenecer a un periodo, temática o a un autor, que hablar de un libro de cuentos de forma íntegra. Visto así, ¿un libro de cuentos debería ser presentado como un disco conceptual, donde cada pieza remite a una construcción mayor? ¿O debería el autor mezclar géneros y romper la unidad temática? Algunas de estas preguntas surgen tras leer Meditación de un condenado, primer libro de Felipe Uribe Armijo, quien nos hace entrega de doce cuentos, cada uno logrando en mayor o menor medida la creación de mundos tormentosos, condensando diversos escenarios donde campean a sus anchas la desolación, los males de amor, la venganza y la muerte.

Frente a la aparente falta de unidad en la colección de cuentos, es posible entrever que en cada historia aparecen elementos de corte fantástico, aunados muy sutilmente por el tema de la condenación, no en el sentido lato de la absurda condenación –y postrera culpa- kafkiana, o la culpabilidad dostoievskiana en relación a un crimen y a una pena, sino a un tipo de condenación que parece establecerse a través de las propias decisiones del protagonista, quizás de forma más sutil: “Yo soy yo, y mis circunstancias”, al decir de Ortega y Gasset.

En otras palabras, remiten a una condenación que se emparenta y se matizan con la vergüenza: 

“Súbitamente me invadió la vergüenza. Me sentí como cuando de niño le soltaba a mi padre una caótica justificación de mis actos para que no me reprendiera”; el paso del tiempo: “ni yo ni ella éramos los mismos de aquella época. Yo, porque había madurado […], ella, […] porque me había demostrado estar más viva que yo”

O la desazón: 

“Ahora mi destino sería un planeta cualquiera de entre todos aquellos donde la guerra nuclear había acabado con la vida humana”. Así como una araña va tejiendo su tela para quedar atrapada y encerrada en su propia trampa, los personajes de esta obra deben menos al azar que a sus decisiones los laberintos en los cuales se van encerrando: ellos mismos parecen ser los principales causantes de su autodestrucción, y ése es el mejor acierto del autor en su obra.

Pero, ¿cuáles son las tramas que encierran los cuentos?

Existe por un lado, una marcada ciencia ficción antigua sobre visitas a otros planetas, descubrimientos de civilizaciones intergalácticas, desarrollo de inteligencias artificiales, y máquinas que permiten extraer personas del pasado, junto a un par de escritos más cargados a lo onírico, como la conjetural última batalla de dos delincuentes juveniles; el encuentro de un hombre con una fantasma del pasado (de su propio pasado); o el onirismo de una melancólico chivo que presiente su muerte, en medio de un matadero humano, tremendamente humano.

He ahí el mayor logro estilístico del autor; alejándose de los tópicos que atraviesan los cuentos de producción local, Felipe Uribe da un retroceso hacia delante, tomando lo mejor de escritores como Brian W. Aldiss, Ray Bradbury o Philip K Dick, sin ser reverencialmente técnico en sus descripciones, ni creador abismante de paradojas espaciotemporales, sino dotando a sus creaciones con un aire perturbador e inquietante, derrochando no poca ironía y estupefacción ante lo relatado, que en definitiva lo coloca en un sitial distinto en el cual se sitúan los cuentistas nacionales, cargados al costumbrismo capitalino, o a desentrañar los males de clase en historias sobre jóvenes disfuncionales que no logran encajar en la sociedad, ejes repetitivos en la cuentística nacional que salvo, Paulina Flores, o el primer Marcelo Lillo, se salvan de naufragar en el infierno de la chatura, sólo gracias a su elevada técnica y elaboración de cada pieza.

Meditación de un condenado es una excelente carta de presentación del autor; sin llegar a escribir una obra maestra que rompa los cánones del género, logra crear historias atrapantes y desesperanzadoras, que sólo tienen solución de continuidad en la mente del lector: no son textos clausurados, sino que poliédricos, de múltiples lecturas.

Destacan del conjunto, por técnica, construcción y virtuosismo, los cuentos Anet, el durmiente y Parque del reencuentro, por transmitirnos una soledad fulminante y transportarnos a un mundo donde entrechocan sueño y pesadilla. Es una lástima que los relatos no hayan sido difundidos en su momento, pero la historia de la literatura no es lineal, ni sólo está compuesta por infames: suelen salvarse de la hoguera del olvido aquellas obras que desafían el lugar común, ficciones que con el tiempo, en vez de acartonarse, ganan en espesor y vida.
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