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lunes, 30 de julio de 2018

Quiero la cabeza de sir Arthur Conan Doyle (antología del nuevo policial chileno)

Algunos autores de la antología. De izquierda a derecha: JL Flores, Pablo Rumel,
Beda Estrada, Juan Calamares e Ignacio Fritz
Pocos meses después de conocernos personalmente con Ignacio Fritz, y compartir nuestras lecturas, era irremediable que no saliera a la palestra el nombre de Roberto Bolaño. Quizás a muchos lectores mayores de cuarenta años no les parezca tan importante su gravitación en las letras, y está bien que no les pueda gustar, tampoco somos apóstoles de Bolaño, pero para nosotros, que dábamos nuestros primeros pasos, que teníamos veinte y pocos años, su irrupción significó una ampliación y revisión del campo literario. Bolaño diseccionó el boom latinoamericano, nos habló del espíritu de la ciencia-ficción, y también escribió novelas teñidas de sangre y violencia, novelas que no eran policiales al uso, pero que la figura del investigador —de sus “detectives salvajes“— cobró dimensiones colosales, en particular con su voluminosa y vigorosa 2666 y La parte de los crímenes.  

Bolaño no sólo nos entregó literatura. También nos entregó una moral: nos enseñó que una literatura vigorosa (y esto tuvo que haberlo leído en El Quijote, donde Cervantes mencionaba que el costo de una obra de calidad requería desvelos, fatigas y entuertos) se fortalecía a la intemperie, sin becas, sin academia, casi sin lectores. Recordemos sus palabras cuando compara al escritor no con un detective, sino con un samurái, y en la visión de Bolaño los samuráis no suelen batirse a duelo contra otros samuráis, sino que lo hacen contra un monstruo, generalmente gigantesco, de titanio, de múltiples brazos y cabezas, y este samurái-escritor, que creía en el honor y que tenía sus códigos de lucha, salía a dar la pelea, sabiendo de antemano que perdería. Entonces eso era para él la literatura, se trataba de salir a pelear, aunque el monstruo nos reventara a patadas.

Sergio Alejandro Amira.
Otro autor de la muestra
Eran esas conversaciones que teníamos con Ignacio, en un heladísimo julio de 2017, aunque quizás fue en verano y vestíamos chalas y pantalones cortos, y lo del “heladísimo julio” lo pongo para darle mayor dramatismo. Pero me desvío del tema. Lo que quería contarles era cómo había nacido la idea de hacer una antología policial, y el punto cero fue el nombre de Bolaño. ¿Por qué no inventamos un grupo de escritores desalmados y hacemos la revolución en la literatura chilena? Me propuso Ignacio Fritz, con el fin de tributar a Los detectives salvajes. ¡Estás loco! Le contesté, ya estamos cerca de los cuarenta, y a nuestra edad nos está faltando salvajismo y también tiempo, ya no somos aquellos jóvenes imberbes que fuimos, que veníamos a revolver el gallinero y ponerlo todo patas para arriba. Nos habíamos aburguesado, pero el llamado de la selva seguía persistiendo en algún punto perdido de nuestras psiques.

No obstante la idea quedó flotando. Quizás una de las ambiciones de la literatura sea recrear un tipo de realidad, o al menos el de generar una visión alterna de los hechos cotidianos y estereotipados. Piglia decía que el escritor podía transformarse en un revolucionario si le arrebataba al Estado el “relato”, en el sentido de que el Estado es el órgano que fabrica y produce narrativas que envuelven y amordazan a la realidad.

Le propuse entonces a Ignacio la idea de crear una antología de textos de autores nuevos, y no tan nuevos, algo así como Antología del nuevo cuento chileno, trabajo que pudiese dar cuenta de que existían más escritores que los promovidos y amparados por algunas instituciones privadas o por el mismo Estado, y que la prensa vocifera como si fuesen unos genios. Entonces Ignacio me propuso que el crimen había que perpetrarlo desde el relato policial. Si no podíamos crear un grupo de escritores desalmados que operaran en la realidad, sí podíamos convocarlos en torno a una antología.

Desde un comienzo nos propusimos que esta antología iba a tener dos ejes: el principal, que contuviese relatos de calidad, y el segundo, que sus autores hayan ensayado previamente la escritura de relatos policiales, ya sea como cultores del policial duro y clásico, o bien conociendo los patrones y las reglas del policial, las desdeñaran con textos limítrofes o paródicos, donde la muerte por homicidio o la investigación policial estuvieran presentes.

Con Quiero la cabeza de Sir Arthur Conan Doyle, quisimos entregar un fresco actual con las versiones posibles de un género, ampliamente explotado y trabajado en otras latitudes, pienso en EE.UU, Inglaterra, Japón o Suecia, pero que en Chile a lo largo de los años apenas ha reunido a un decena de escritores, que contra viento y marea han conseguido publicar sus obras y crear un público cautivo. Es importante aclarar que nuestra antología no busca abarcar la totalidad de los autores policiales chilenos, que tienen méritos de sobra para figurar en cualquier muestra, sino la de mostrar el trabajo de escritores que se están abriendo camino; salvo tres o cuatro excepciones que ya tienen proyección internacional, el resto aún lustramos nuestras placas y revólveres.

Alfredo Lewin y Marcelo González en la presentación.
Trabajamos con nuevos y antiguos materiales para construir nuestras narrativas. Edgar Allan Poe es un referente inevitable. Con dos cuentos seminales, de los cuales deriva gran parte de la narrativa policíaca, me refiero a Los crímenes de la rue Morgue y La carta robada, quedó la pista dispuesta para que otros autores ejecutaran sus crímenes. Ya entrado el siglo XX, la segunda deriva fue inaugurada por Dashiell Hammet, quien nos muestra el caos y la locura que giraba en torno a los cuarteles policiales, y sobre todo el quijotismo lacónico de los irreflexivos y muchas veces arrojados detectives privados, como lo encarna su personaje Sam Spade, y que luego perfeccionaría Raymond Chandler con su serie basada en Philip Marlowe.

Desde sus comienzos, la puesta en escena del policial tenía como figura central al detective, quien de manera intelectual, como en un juego de ajedrez, resolvía los delitos valiéndose de la lógica y la deducción. Fueron emblemáticos los casos del cuarto cerrado, donde era imposible entrar o salir de la escena del crimen, o el asesinato en público, el cual convertía a todos los testigos en sospechosos. La ficción policial se llenó de hombres delicados y elegantes, otros más rústicos y primitivos, pero siempre con sus ojos puestos más allá de las apariencias. Aún los leemos con admiración, porque se valían sólo de la razón, el órgano más acucioso para resolver paradojas y sinsentidos. Eran hombres limpios, que no necesitaban irse a los combos, ni pagar testigos falsos ni recurrir a ninguna artimaña para esclarecer sus casos. Todo estaba en la cabeza, y cualquier situación se podía resumir a un buen puñado de variables, dirimiéndose como en una buena ecuación.

Esta visión romántica del policial fue cambiando a través del tiempo; acá es donde emergen Hammet y Chandler, a quienes se les suele citar casi como si fueran un dúo dinámico, tipo Batman y Robin, aunque en realidad podríamos decir que el primero fue el que abrió la puerta para ventilar el olor del cadáver, y el segundo fue el que abrió las ventanas para que terminase de expirar el hedor. La figura del detective intelectual fue reemplazada por la de un detective dubitativo, cansado y cínico, la escena se amplió en forma de denuncia, y se pasaron a retratar  elementos como la corrupción, el narcotráfico o la violencia sexual, ámbitos en los cuales la figura detectivesca coqueteaba con los códigos del hampa.

Resumiendo; del cuarto cerrado, donde se conjugaban elementos delictivos casi como en un insectario o en un laboratorio, el policial avanzó hacia el laberinto, donde el caos, la burocracia, y el hampa impidió que un detective limpio, a la antigua, pudiera sobrevivir en ese ambiente. El detective tuvo que contaminarse, adoptar las malas prácticas.

Pero el policial es un género mutante. No se agota en unos pocos esquemas, es tan variado y extraño como la misma realidad.  Está la novela de espionaje y contra-espionaje, que tuvo su auge y caída durante la Guerra Fría, o la popular whodunit (contracción de Who has done it?), en las que la trama se centra en develar quién cometió el asesinato, todo centrándose en una especie de literatura-juego, en la que el autor entrega datos y pistas falsas, proponiéndole al lector un puzle que debe resolver antes de que se acabe el libro. Hay obras que están interesadas en los aspectos judiciales, trasladándose la acción de las calles a la burocracia de los tribunales de justicia. En Latinoamérica, ya podemos hablar sin problemas de un policial de denuncia social, libros principalmente dedicados a revelar los mecanismos de represión de las dictaduras de turno, o de retratar el mundo del narcotráfico, con la denominada narcoliteratura.

Como decía en un comienzo, el cuerpo del género policial es enorme, corren muchos ríos de tinta y sangre sobre su cadáver, detrás de sus engranajes podemos encontrar delincuentes de diversa monta y catadura, detectives delicados, elegantes, y otros no tan delicados y elegantes. Y no debemos pensar o suponer que la literatura policiaca, por ser una literatura de género, es una recreación menor de la Literatura con mayúsculas. Muchos, durante bastante tiempo, la vieron como una cosa pasatista, una literatura hecha para las clases proletarias —y en efecto lo fue en un momento gracias a las publicaciones pulps —, historias donde se explotaba el morbo, mostraban sexo descarnado y asesinatos escabrosos. Pero no nos engañemos: el policial tiene puestos los pantalones largos hace rato. El género se masificó gracias al trabajo del escocés Arthur Conan Doyle, o a la perspicaz labor de Agatha Christie. También fue vindicada por Borges y Bioy Casares con numerosas antologías y relatos.  Pero esos son los nombres de antaño. ¿Qué hay de nuevo viejos? Quizás no tanto, un puñado de crímenes del pasado, del presente y del futuro, alucinaciones de psicópatas al acecho, detectives petrificados por cortinas de humo, muchas víctimas al acecho y por supuesto, la antología que presentamos ante ustedes. Muchas gracias.

Portada de la antología

sábado, 16 de diciembre de 2017

Moloch o la escritura megalítica de Calamares


Editorial Contracorriente. 
Moloch: Juan Calamares (Novela)
1era. Edición 2017. 386 páginas

¿De qué está hecha la buena literatura? De palabras, me respondería con aire cínico un transeúnte cualquiera que me escuchara formulando esta interrogante.  La pregunta que hago es tramposa,  porque nadie formula preguntas al azar sin conocer de antemano sus respuestas. Hago entonces la pregunta consiente de la trampa, o de los obstáculos que podrían surgir al realizarla. 

Postulo que Moloch es una obra mayor de la literatura, primero, porque tiene la gran virtud de engarzarse a los relatos monolíticos, aquellos tallados en la roca sobre los orígenes y los temores ancestrales de la humanidad, y segundo, porque en la  consistencia que Calamares edifica en su historia, en su mismo centro, ruge, como una bestia apocalíptica de múltiples cabezas, la confusión de nuestra era, la era del caos,  una época sin épica, en la que los metarrelatos están muertos y sepultados, los valores tradicionales cuestionados, y las ideologías enterradas y machacadas a martillazos por el Sacro Santo Capitalismo y sus Huestes capitaneadas por la Diosa Televisión, El Lord Cine Hollywoodense,  La Tonta Reina Música, La Gran Madre Internet y el pequeño farfullador y vociferante Celular, monstruosidad que se conecta con el falso éter de la red y que lleva sus terminales y sus centros nerviosos hasta nuestros corazones y cerebros.

Lo postulado me obliga a referir el argumento de la novela, no porque el argumento sea lo fundamental en una obra (hay muchas que apenas lo tienen, o están escritas prescindiendo de él), sino porque en la presentación de sus personajes, y en la sordidez de su propia acción narrativa, relucen las fortalezas del libro. Al entrar a Moloch olvídense de ambientes refinados, de situaciones forzadas a la comedia, de personajes cultos y delicados,  y de todas esas situaciones que tanto abundan en las novelas pequeñoburguesas que tienen como eje los divorcios, las disputas inmobiliarias o familiares, los conflictos enmarcados en la teoría de género y toda esa miseria psicológica que con tanto brío escritores subvencionados o amparados por grupos acomodados ejecutan.

Moloch tiene la extraña particularidad de apropiarse del folletín y de los recursos de la literatura chatarra para contarnos una historia; hay un psycho killer, una mujer en aprietos que arranca de un perseguidor implacable, grotescos adoradores de una fe extinta, y lumpen a raudales. La particularidad es extraña, reafirmo, porque no se queda simplemente con estos elementos, como lo haría un buen o mal best-seller,  sino que empuja estos mismos recursos y los lleva más allá,  incorporando otros materiales, como el delirio bíblico, las descripciones cosmogónicas, el uso de frases largas que dejan sin aliento, el turbulento afluente de personajes, puntos de vista  y situaciones escabrosas que conforman esta novela río. Lo carnavalesco que podría traducirse en la celebración de la vida, se deslinda hasta lo monstruoso, cuando por ejemplo, en una parte del libro aparece uno de los tantos personajes que habitan sus páginas, y es descrito de esta forma:

Era aquel un hombre pájaro. Las mejillas le habían sido arrancadas por el cobarde ataque de su mutilador y tenía pedazos de su cráneo expuesto, tapados por piel cosida toscamente. Toda la cara era un despojo, rehecho a medias con injerto de piel desvencijados, como un Frankenstein tercermundista. Era aquel un hombre como un pájaro, un gran pájaro, de una especie inventada por un visionario o un loco, que descendía, eso sí, de la rama pleistocénica, en la que el pájaro aún no remontaba el vuelo, e iba por ahí dando saltos sin sospechar que un día aquel salto lo llevaría a las alturas y lo convertiría en el amo del cielo.
Frente a los derroteros de una novela normal y del montón, de aquellas que se encarrilan hasta el final jugando un solo juego, Moloch emprende una fuga en la que entra en conflicto lo racional con el absurdo, lo criminal con lo angelical,  lo onírico y lo imposible con lo verosímil,  contaminando su linealidad con elementos que terminan por colapsar y desbordar la realidad misma que nos describe, escapando su narración hacia fronteras insondables que estremecen. El narrador describe lo que ve un personaje, pero lo que ve el personaje desencaja con la visión común que podría inspirar el hecho de mirar un simple paisaje, como en este caso la cordillera:

Vio montañas milenarias, montañas con rostros, montañas que parecían obra de dioses, pero de dioses ocultos y extraterrestres, de mundos dormidos o vivos y en plena ebullición. Mundos con moradores gigantes, con guerreros que habían lanzado sus enseres a la tierra por puro aburrimiento.
Moloch levanta un mundo escondido, que podría estar alojado secretamente al doblar en una esquina cualquiera o al final de una calle, al adentrarnos por el callejón de una ruinosa construcción. Es como si detrás de toda escenografía barata, postales turísticas nauseabundas e inhumanas que abundan en las películas comerciales y en los malos libros de viaje, se erigiera en sus orillas un mundo en descomposición edificado sobre las ruinas de otro mundo, más antiguo e incomprensible y terrible que el nuestro.

Deambularon por extraños pasadizos de roca que parecían testimonios bíblicos de antiguas ciudades destruidas por la ira de dios. Cerraron las ventanas y escudriñaron los alrededores, como aborígenes maravillados ante un barco europeo. Se sintieron desolados y confusos y no se dijeron palabra.
Si los elementos principales de Moloch son folletinescos, y los complementos que sustentan su materialidad están recubiertos de misticismo y paranoia, la prosa de Calamares tiene un elevado valor por su estilo. Su valía radica en el uso de frases largas, construyendo una sintaxis peculiar, reiterativa y volcánica, pero sin muletillas, quizás como lo mejor escritura de Carlos Droguett o la reverenciada maestría que exhibe Faulkner. Es como si las palabras de esta novela salieran de una profunda herida y la sangre manara a borbotones, sin poder detener la hemorragia.

Era de noche y la luna resplandecía enorme en el firmamento y las caras de los hippies estaban iluminadas por la luz blanquecina del astro, como las caras de los médicos en la morgue y Sampano lloraba y pedía piedad, pero los hippies no lo escuchaban y danzaban a su alrededor y Hans se tomaba el mentón decidiendo qué parte de Sampano se comería primero y las gemelas se besaban y se chupaban sus propios pechos y aquello parecía una escena del pasado y ninguno, salvo Hans, sabía que estaban siendo dominados por una fuerza más antigua todavía, más cruel que la propia naturaleza.
Harold Bloom edifica su canon occidental a partir de Shakespeare, derivándose de ahí una tradición que tiene sus raíces en los relatos bíblicos y en las obras homéricas, y que por el tiempo se ramifica en otras obras monumentales como La Eneida de Virgilio,  La Comedia de Dante o Los Cuentos de Canterbury. Todas las obras que integran su canon (aunque para ser honestos no están todas las que como lector quisiéramos), dialogan con esta tradición, aportando un elemento o actualizándolo por medio de la inventiva. Pueden haber miles de argumentos para desacreditar la visión de Bloom ¿cuáles? A mí no me interesa citarlos, pero sí esgrimo una razón importante para considerar la perspectiva que nos entrega el crítico: hay tantos buenos libros para leer, que parece un despropósito perder el tiempo leyendo obras mediocres. Nuestra esperanza de vida no suele sobrepasar los 80 años, y los libros imprescindibles, esos libros que sobreviven generación tras generación y que siguen resonando con su eco en nuestro presente y en el porvenir, son la prueba manifiesta de que el tiempo los ha pulido como una lanza, llegando intactos, o hasta mejorados, a nuestras manos.

Y volviendo a la pregunta del comienzo ¿de qué está hecha la buena literatura? Yo agregaría que además de palabras, está hecha de piedras, porque antes que el grito o el beso, la manifestación primigenia de la humanidad (y esto lo saben muy bien los arquitectos y los geólogos), la primera comunicación del hombre con el universo apareció con el avistamiento de piedras, por medio de construcciones megalíticas como los menhires, o los dólmenes, o las rocas diseminadas por el paisaje producto de alguna erupción volcánica, rutas y formas que señalaron al hombre que antes de su existencia hubo algo más tremendo, hondo y terrible que su presencia en esta Tierra, una época perdida en que desfilaron los primeros dioses, las primeras tumbas y los primeros caminos. El lenguaje en la literatura, para acercarse a lo sublime, debe tener la fuerza necesaria para horadar en el misterio que nos oculta la piedra.  Y para fortuna nuestra, Moloch se erige como una montaña de músculos ante el esquelético panorama de la literatura chilena.


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