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viernes, 11 de mayo de 2018

El percherón mortal o la revisión del concepto de la originalidad


Editorial Elia Ediciones
El percherón mortal. John Franklin Bardin
Ed. 2012. 203 págs.
Traducción: César Aira

Lo nuevo, la originalidad en la literatura, de pronto no es otra cosa que hacer más notorio algo preexistente, algo que estaba ahí, en miniatura, pero que no lo habíamos notado. El ejercicio de la novedad puedes ser fútil, no sólo porque sea complicado o arriesgado, sino porque generalmente tiene réditos negativos; un texto excesivamente original puede parecer tan aislado, que la búsqueda de símiles puede tornarse tarea imposible para el lector, que sintiéndose rendido ante la extrañeza de lo no comprendido, termina por abandonar o negar lo que se enfrenta. 

De forma primaria, logramos pactar con la ficción gracias al juego de semejanzas, en la que una obra se enlaza a otra, y esta a otra, entonces nos agrada que un autor X tenga un aire a Z, o que su estilo se parezca mucho a K. El análisis de la morfología de los relatos, sobre todo en los cuentos de hadas y en la tradición oral, permite entender por qué existe una lectura que se decodifica con escasas competencias, y otras, las menos, donde toda esa estructura queda trizada o suplantada, provocando que el lector poco entrenado huya o rechace. 

No hay que engañarse con en esto último. El placer literario es un gusto adquirido que requiere entrenamiento: no es un arte automático que pueda ser asimilado por una parte importante de la población como el cine, el teatro, la música o la pintura, formatos abiertos que permiten mayor compenetración pues prescinden del silencio o la soledad que requiere la lectura. Y dentro de la ingente cantidad de lectores existentes, muy pocos trazan caminos alternos a los libros de moda. Pero este no es el tema del post, sino el de la originalidad y sus alcances, a propósito de una novela del olvidado y rescatado John Franklin Bardin

Pero antes, consideremos lo planteado al comienzo: respecto a la originalidad, Borges fue uno de los primeros en notar que un autor original, de forma paradojal, era capaz de crear sus propios precursores.  Tomó el ejemplo de Kafka, y lo llevó al extremo de sugerir que gracias a Kafka, podemos notar lo kafkiano en autores que escribieron antes de la existencia de Kafka, como Leon Bloy, Lord Dunsany o Kierkegaard. Entonces, un autor original sería: a) alguien que ingresa en caminos poco o nada transitados; y b) alguien capaz de revertir el tiempo para introducir un elemento singular en momentos de no existencia. Pero no nos engañemos. La originalidad no siempre es sinónimo de grandeza. Philip K. Dick se quejaba de Virginia Woolf, pues siendo una gran estilista, capaz de narrar situaciones intrincadas, no acertaba con ideas demoledoras que provocaran extrañeza o remezón en los lectores. El caso de Philip K. Dick es emblemático, pues utilizó el engranaje de las novelitas de ciencia-ficción, con temáticas y estructuras probadas en un mercado gigantesco como el norteamericano, para introducir ideas sobre dislocaciones en el tiempo, bioética en torno a las inteligencias artificiales o el carácter irreal o ilusorio de la realidad. Philip K.Dick, nos pese o no a sus lectores, no fue un estilista de pluma afilada, pero siempre lo rescatamos y lo estamos releyendo porque supo tratar temas adelantándose a todos, eludiendo los clichés y los lugares comunes de la ciencia ficción. En suma, podríamos decir que fue un escritor mediocre con grandísimas ideas.

John Franklin Bardin es un ejemplo que ilustra esto último. Se ciñó al policial, pero evitó la tradición inaugurada por Hammett con el hardboiled o la inglesa tradicional del whodunit, para explorar temáticas vestidas con el traje de la novela de misterio y lo folletinesco, elaborando libros en las que su marca personal era dar una vuelta de tuerca en cada capítulo, pero sin la minuciosidad, la ambigüedad y el talento de un Henry James, por poner un caso de alguien que inauguró en la novela una perspectiva inusual de giros sobre giros. 

El percherón mortal es su primera novela, de un ciclo de novelas que se completan con El final de Philip Banter y Al salir del infierno, las cuales giran en torno a lo delictual y la locura. Y de vaya forma. El argumento de El percherón mortal es perfecto, y recuerda al clásico citado por Piglia basándose en los diarios de Chejov: un hombre va al casino, gana un gran premio, llega a su casa de madrugada y se suicida. Lo inverosímil irrumpe de forma fantasmal, provocando una serie de dudas en esta historia ¿por qué se mató si tenía los bolsillos llenos de plata? 

En El percherón ocurre algo similar, pero amplificado. El narrador es un psiquiatra, que un día cualquiera, recibe en su consulta a un hombre atormentado que dice que unos duendes lo están atosigando con pruebas inusuales, como repartir dinero en las calles o silbar cierta melodía. El hombre dice estar abrumado, porque algo así no ocurre en la realidad, por ende presiente con miedo que la locura se estaría apoderando de su mente. La biografía del hombre perturbado es la de un dandy, alguien que ha recibido una cuantiosa herencia, es mujeriego, algo misántropo y tiene todo el tiempo del mundo. Entonces el psiquiatra hace algo inusual con su paciente: viendo la perturbación del mismo por los presuntos hechos, le dice que puede acompañarlo en su jornada, para así descartar que los duendes que lo atormentan sean reales o un mero brote psicótico, es decir, pondrá a prueba el relato imposible.

Con un estilo directo y sencillo, Franklin Bardin abre el camino menos transitado: es verdad que el dandy tiene un duende que le encarga misiones extravagantes, porque él asiste a un bar con su paciente y comprueba cómo un enano le hace una serie de encargos, cuál de todos más extraños. ¿Qué está ocurriendo entonces? ¿El paciente no está loco y los duendes que lo visitan de verdad existen? El psiquiatra se deja envolver por las circunstancias, y sin más, acompaña al hombre perturbado en una nueva misión encomendada por el enano, que no es otra que ir a dejar ¡un caballo! Frente a la habitación de una distinguida señorita. Así lo hacen. Van a dejar el mentado caballo, un percherón, pero al llegar al lugar indicado descubren que la mujer ha sido asesinada. La policía intercede, arresta al dandy, y el psiquiatra acompaña en los trámites al oficial de policía, comprometiendo ayuda para resolver el caso. Pero los hechos sin razón aparente se siguen multiplicando. Una mujer, que dice ser cercana al dandy, acompaña al hombre en los trámites, salen del cuartel de policía escoltados por el psiquiatra, pero el dandy no es el dandy, es otro hombre disfrazado que se hace pasar por el dandy. El psiquiatra los sigue en el delirio y simula no darse cuenta de la suplantación, pensando que esa es la mejor forma de entender lo que está sucediendo. Caminan por las calles de la ciudad, toman el metro, y de forma súbita y sin previo aviso, el psiquiatra es golpeado en la cabeza perdiendo la conciencia. 

Como se dijo desde un comienzo, todo el pulso narrativo, sin mayores alardes de técnica, se centra en ir girando y girando como un cubo de rubik los lados de la novela. El psiquiatra despierta en un psiquiátrico y experimenta un robo de identidad. Descubre que ya no es quien dice ser: fue encontrado como un vagabundo con otro nombre, y todas las coartadas que tiene para afirmar quien dice ser, un psiquiatra serio y de renombre, se desmoronan. Pide que llamen a su consulta, lo hacen, y afirman que no hay nadie atendiendo en esa consulta. Han pasado seis meses desde que él perdió la conciencia y esas lagunas mentales son imposibles de llenar: como carta definitiva, hace que llamen al cuerpo de policías, pero ahí se informa que el psiquiatra ha fallecido: su cuerpo fue encontrado en las riberas de un río. El último recurso del desdichado psiquiatra, tomado ahora por vagabundo, es mirarse al espejo, y no se puede reconocer; está más viejo, tiene canas, la cara arrugada, y sumado a ello, una gran cicatriz le hace deformar el rostro, provocándole temor y asombro. 

La novela sigue el mismo derrotero: el psiquiatra logra rehabilitarse y se va del psiquiátrico, para comenzar una nueva vida en un cafecito de Coney Island, atendiendo tras un mostrador, como un humilde mesero, a los parroquianos que se dejan caer en el establecimiento. Pero los dados ya han sido arrojados, y el misterio será resuelto utilizando todas las armas de la lógica que tiene el narrador desdichado, armando las piezas de este rompecabezas imposible, para llegar a un final que justifica el viaje y que nos hace retrotraer lo que afirmábamos al comienzo: hay escritores buenos, malos y mediocres, pero al margen de aquello, una buena idea, al menos una sola buena, puede hacer que alguien poco dotado no naufrague y consiga asombrarnos. Y eso nos lleva a concluir con alivio que todo no está escrito, que la originalidad está esperando a ser descubierta.

viernes, 9 de febrero de 2018

“Dormir al sol” de Adolfo Bioy Casares


Emecé Editores
Adolfo Bioy Casares: Dormir al sol
1era Edición 1973. 

Cuando Bioy Casares publicó en 1940 La invención de Morel, una novela de ciencia-ficción, o si se quiere de ficción especulativa, se auguraba la entrada de alguien superlativo en las letras, alguien que podía ser capaz de poner patas arribas a la maquinaria literaria, convirtiéndose en un referente no sólo a nivel latinoamericano, sino que universal. El mismo Borges la calificó en su mítico prólogo de “perfecta”, y las palabras de su compatriota argentino no exageraban la maestría que se desplegaban en sus pocas páginas. Pero algo pasó.

No era el primer trabajo de Bioy Casares. Anteriormente había pergeñado la cifra no menor de seis libros, tanto de cuentos y de novelas, pero a su propio juicio le parecían tan lamentables, que él mismo se encargó de refutarlos. Plan de evasión, su segunda novela según su canon personal, aún contenía la fuerza de La invención, pero no alcanzaba el altísimo vuelo desplegada con la primera. Después de eso viene el declive, como si el narrador argentino hubiese quemado todos sus cartuchos con su debut, perdiendo fuerza imaginativa y creativa, dando paso a una escritura menos experimental, más folletinesca. En vez de seguir la senda abierta que había dejado con La Invención, el escritor prefirió replegarse más en lo popular que en la experimentación, utilizando un tono paródico y humorístico, optando más por la liviandad que por lo intrincado.

Pero hay bemoles. Que un autor opte por la ligereza –por mucho que nos pueda gustar más la oscuridad y el barroco- no lo condena al infierno de los malos escritores; laboriosidad no siempre es sinónimo de talento. Analizaremos pues, una obra que perteneciendo al declive del autor, o para ser más amistosos, a una fase menos explosiva, Dormir al sol contiene dentro de sí varios hallazgos que pasaremos a examinar. 

Narrada como carta, la novela cuenta la historia de un matrimonio de clase media argentina, compuesto por Diana y Luis Bordenave, dos personas apacibles, que a toda vista no parecen contener el germen de una vida maravillosa o extraordinaria. Bordenave, quien se dedica a reparar relojes, escribe con angustia a un amigo los últimos hechos acaecidos a él y a su esposa, sucesos que se inician con la simpleza y rutinaria vida de pareja, hasta la irrupción de elementos fantásticos que contaminan el entramado total de la historia. El procedimiento es clásico y no tiene nada de innovador, pero en este caso, al estar bien aplicado, transforma rápidamente el libro que pinta como novelita de costumbres, en algo más cercano a la ciencia-ficción y a lo onírico.

La irrupción de la aburrida vida matrimonial se rompe con la llegada de un adiestrador alemán de perros, un hombretón macizo y rústico, presumiblemente de pasado nazi, quien se empeña en explicar que sus métodos no son de simple amaestramiento, afirmando que:

“No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado (…) sino un compañero de alta fidelidad”.

Los perros podrían ser en realidad gente castigada con la privación de la palabra, se nos dice en una parte de Dormir al sol, creencia que en la época de los griegos llevó a más de un filósofo a postular que si en vida hacíamos muy poco uso de la palabra, como castigo reencarnaríamos en animales. No obstante, en Dormir al sol, se nos sugiere que los perros no sólo son altamente inteligentes, sino que también pueden hablar. El narrador y protagonista Luis Bordenave, cuenta angustiado en la carta que redacta, que su mujer Diana comienza a ser objeto de la mirada atónita del resto, debido a sus trasnochadas y sus paseos sin rumbo: se entrevera la sombra de la locura, y en un momento se nos aclara que estuvo en un pasado internada en una casa de reposo. La incertidumbre del marido se confirma cuando descubre que ella ha sido efectivamente recluida en un sanatorio mental, con el pomposo nombre de Instituto Frenopático, a cargo del doctor Reger Samaniego, un auténtico Caligari mefistofélico, un ser misterioso y folletinesco capaz de hacer lo que fuera con tal de comprobar sus teorías.

En la espera del regreso de su mujer, Bordenave se encuentra en casa con una mujer muy similar a su esposa, similitud que se explica rápidamente por el parentesco directo que tiene con la aludida: se trata de su cuñada Adriana María (los conocedores de la vida del autor reconocerán en seguida que las mujeres aludidas son el trasunto de las hermanas Ocampo), quien en vez de mostrarse solidaria por la suerte de su hermana, se muestra rápidamente criticona e incluso seductora. Una auténtica arpía.

Bioy no se complica con pasajes enrevesados ni utiliza un lenguaje críptico o barroco: al revés, se decanta por pasajes sencillos, repite el habla cotidiana argentina, sus personajes son modestos y nada estrafalarios, pero eso sí, con toda la sencillez de los materiales y sus recursos, estamos ante un nivel más alto que el desplegado por un autor del montón; Bioy no deja nada al azar. De forma amena, nos entrega frases ingeniosas sobre diversos temas, como el amor, el olvido, el odio y la locura. No es casualidad que la mujer del protagonista se llame Diana, pudiendo aludir al mito griego de la diosa, que al ser vista desnuda por el cazador Acteón, éste en castigo es transformado en siervo y devorado cruelmente por sus propios perros. O Luis Bordenave, descomponiendo su apellido en borde y nave, estar al borde de una nave, ¿pero de cuál nave? De la nave de los locos, sin duda.

Los detalles de las pinceladas de Bioy son las de un gran maestro, pese a que como postulamos al comienzo, perdió potencia a lo largo de los años, pero siempre, aún en sus obras más menores, mantiene un nivel de calidad por sobre la media -a excepción de su novela tardía De un mundo a otro, que parece redactada por un amateur en ciernes-, habilidad que se aprecia en esos mínimos detalles, como por ejemplo en una escena de Dormir al sol, se nos muestra el cuarto del adiestrador de perros  con una acuarela colgada en la pared, la cual tiene escrito el nombre de Tirpitz, nombre que efectivamente hace un enlace con un antiguo almirante alemán y con un hecho bélico de la II Guerra Mundial.

La magia de Bioy no radica en restregarnos datos desconocidos y enciclopédicos haciendo gala de una intelectualidad abrumadora, al contrario, se encarga modestamente de lo que debe hacer cualquier contador de relatos: narrarnos una historia llena de sorpresas, con pistas ocultas para quien pueda o quiera verlas, con un final tan atronador e inesperado, que el recorrido por las cuitas de un matrimonio común anclado en un barrio común, no sólo se justifican, sino que abren las puertas a la deliciosa creencia que detrás de los gastados muros de un barrio cualquiera, como el mío o el de usted lector, puede esconderse la trama más extraordinaria, sórdida y rimbombante que jamás hubiéramos imaginado. Y esa percepción de la magia en lo cotidiano prefigura gran parte de la obra de César Aira.

viernes, 26 de enero de 2018

César Aira al triplicado: arte contemporáneo y fábula oriental



Editorial Emecé.
Actos de Caridad. Los dos hombres. El Ilustre Mago: César Aira
1era Edición 2017. 192 Páginas

César Aira se ha convertido en uno de esos escasos escritores que desestabilizan las nociones preconcebidas que tenemos de la literatura. Así, la Literatura (con mayúsculas) que parece ser esa máquina acorazada e indestructible que se traga a los autores y les impone sus reglas en un loop eterno, de repente no era tan indestructible como creíamos, ni todo estaba dicho y escrito.

No es que Aira haya descubierto la pólvora. Más bien la perfecciona.  Entre sus antepasados más directos encontramos a Juan Emar, escritor que hizo una rara fusión entre el campo chileno y la vanguardia, y Raymond Roussel,  que por medio de la combinatoria y los juegos de palabras anticipó a los surrealistas franceses y a OuLiPo.

El lugar que Aira ocupa en las letras ha dejado de ser marginal, y su radio de influencia aumenta con el tiempo: si durante los ochenta escribía novelas breves que se auto-saboteaban destruyendo sus premisas con finales espectaculares y giros impensados, y durante los noventa comenzó a integrar con mayor ahínco elementos de la cultura popular (científicos locos, robots, enanos, travestis, superhéroes, dobles), la fase más reciente de su escritura incorpora imágenes y conceptos provenientes del arte contemporáneo. No es que sea un escritor que siga una escritura programática; probablemente desde un comienzo estuvo todo en Aira, pero cada época ha ido modelando y acentuando ciertos elementos que antes eran más o menos visibles.

Emecé ha reunido 3 nouvelles de Aira de similar extensión (60 páginas promedio), publicadas anteriormente en pequeños tirajes por editoriales pequeñas, y que de no ser por este gesto, para el lector habría sido complicado hacerse con una de estas copias. Esto ocurre porque la tendencia del escritor argentino es publicar en grandes y pequeñas editoriales, en distintos formatos y tirajes, por lo que una tentativa de leer todo lo que ha publicado se vuelve casi imposible, pues Aira no concentra en un solo país toda su producción, dispersándose en múltiples latitudes y formatos.

Pero vamos de lleno a lo que encontraremos en estas novelitas. La primera, Actos de caridad (publicada originalmente por la Editorial Hueders), narra como si se tratase de un catálogo de decoración el devenir de varios sacerdotes, quienes llegan hasta una casa en medio de un pueblo hundido en la miseria. No obstante no se trata de un catálogo frívolo: hay reflexiones filosóficas en torno a las necesidades materiales y espirituales de quiénes morarán en la casa, el detalle descriptivo se conecta con un despliegue obsesivo y  microscópico de los arreglos que van realizándose en la casa, desde las paredes, el piso, hasta la creación de salones y todo lo que se necesita para amueblarlo y hacerlo funcional.  ¿Es que vamos a leer durante el resto de la obra descripción tras descripción del mobiliario que se despliega ante la imaginación de uno (y varios sacerdotes) para decorar una casa y transformarla? Sí, y no a la vez. Sí, porque tras la acumulación de detalles sobre el desarrollo de la casa, subterráneamente se desarrolla una historia paralela no contada, pero sí sugerida, de un pueblo de personas hambrientas y convalecientes que necesitan de la caridad religiosa para subsistir, pero que el sacerdote aludiendo a razones que podrían ser o no teológicas (podrían, porque la fabulación aireana se basa en romper el verosímil recreando un mundo ordenado a partir de la pura imaginación), posterga y posterga y posterga… Hasta el absurdo, como en las mejores piezas de Kafka o en las paradojas de Zenón, en la que alguien o algo intenta llegar a un destino, pero de forma razonada se interponen mil y un obstáculos. El relato no se cierra de forma explosiva ni inesperada, como en otras obras de Aira, sino que de forma reposada se proyecta al infinito lo que podría ser una moraleja sin moraleja, o un cuento de hadas sin hadas.

Con Los dos hombres entramos sin más preámbulos a la relación del narrador con dos hombres deformes, uno con los pies gigantes y el otro con las manos gigantes, quienes viven dentro de una casa, van desnudos, y que son mantenidos por el narrador del relato. A diferencia de otras historias, que comienzan en un marco híperrealista cotidiano y comienzan lentamente a contaminarse o desbordarse hacia lo fantástico y lo imposible (siempre es un interesante ejercicio “ver” esa transición, el hilo que se corta entre un realismo hiperlógico y el cuento de hadas en otros de sus trabajos), acá desde un inicio se nos presenta lo imposible de la escena. Como es usual en su novelística, sus narradores tratan de buscarle una explicación lógica a hechos que desafían toda lógica, deteniendo el flujo de la acción de lo narrado para convertir en pequeños tratados o ensayos intercalados asuntos que escapan a los mismos temas que plantea, para conectarlos con otros muy disímiles, enhebrando asuntos muy dispares de forma muy fina; en Los dos hombres, pues, aquella aberración de la naturaleza le sirve para hablar nada más y nada menos que del arte contemporáneo, específicamente sobre la puesta en escena de la obra de arte, ya sea a través de la fotografía, el videoarte o el dibujo. Las piruetas narrativas de Aira pueden chocar o sorprender al lector poco enterado y entrenado en su obra, pero para quienes estamos familiarizados con su trabajo, volvemos a ver que su búsqueda imaginativa siempre se encamina para abrir nuevas puertas respecto al estatuto de la novela (cuestionándolo, anulándolo o deformándolo), poniendo en crisis las nociones de representatividad que podemos tener respecto a la ficción.



La tercera y última novela que cierra el conjunto es El Ilustre mago, novela que podría estar inserta dentro de alguna especie de ciclo sobre la auto-conciencia de César Aira como novelista, en la que él mismo se sitúa como personaje, y en la que deja entrever sus mecanismos literarios y su particular relación con la ficción. El argumento se puede resumir así: el escritor protagonista se encuentra con un hombre que dice tener poderes, poderes que violan las leyes de la realidad y que podría traspasárselos a él, con lo cual podría concluir su anhelo de volverlo millonario. ¿La prueba? El mago, ante un alelado César Aira, le muestra que puede convertir un terroncito de azúcar en oro puro. ¿Cuál es la condición? No es menor, y estriba en que éste debe dejar de leer y escribir para  recibir el beneficio. Por supuesto que el argumento no es más que la excusa para adentrarse en otros terrenos y reflexiones, porque el libro no trata precisamente sobre un mago, un escritor y poderes especiales, sino que se direcciona hacia el poder de la ficción y la lectura misma, poderes que podrían estar siendo acechados o no, por fuerzas ajenas a la literatura.
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