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viernes, 29 de diciembre de 2017

La crueldad circundante de Carlos Droguett

Editorial Zig-Zag
Patas de Perro: Carlos Droguett (Novela)
1era Edición 1965. 313 páginas.

No cuesta entender que Carlos Droguett sea un autor que no encaje fácilmente en el endeble canon de la literatura chilena. Más valorado en España (cuenta con múltiples reediciones de su obra), y celebrado por Piglia (quien dijera que releía constantemente Eloy), una novela tan atípica, y a su vez tan chilena como Patas de perro, difícilmente pudo haber calado en el imaginario un libro que exuda tanta rabia, sarcasmo y un profundo derrotismo asfixiante, que a más de cincuenta años de su publicación (su primera edición data de 1965), no ha perdido ni un ápice de su grandiosidad, ni de su intimismo tan patente cuando se trata de relatar la crueldad circundante.

El argumento se puede resumir en pocas líneas: un profesor fracasado se hace cargo de Bobi, un niño mitad humano y mitad perro, quien maltratado por su padre alcohólico y negado por su madre, intenta encajar en una sociedad que lo anula. Como suele ocurrir en las grandes obras, la trama poco y nada tiene que decir frente al cómo se nos cuenta una historia: es la voz del narrador, el hombre que acoge a este niño, quien a través de un monólogo interior fracturado, casi sin espacio para los puntos apartes, con una puntuación encadenada por frases largas y extractos de diálogos entrecruzados, nos narra el calvario que debe vivir con Bobi. La prosa de Droguett es como una máquina acorazada que se va desgranando en recuerdos, jugando magistralmente con los tiempos narrativos; crea la ilusión de que estamos ante una entidad real que no está inventando lo que ahí se cuenta, sino que aquella voz de verdad vivió cada pormenor, pensamiento o detalle señalado. Se trata de una obra que más que una historia, nos entrega la voz de un ser humano de carne y hueso, que desgarrado, atrapado en un mundo incierto, nos relata su letanía.

La parte perruna de Bobi, su lado monstruoso o bestial, tiene fuertes ecos en otras historias del estilo Frankestein, como El hombre elefante de Lynch, Quemar un pueblo de Patricio Jara, o ese portento de la animación japonesa como Midori: la niña de las camelias; como en esas historias, acá se constata que la monstruosidad no es la que emerge del monstruo, sino la que viene de los ojos de los espectadores, de la propia sociedad, que en vez de acoger e integrar la diferencia, aterrada, actúa de forma hostil y violenta, reflejando sus temores con ira y desdén. 

Bobi, que tiene 13 años, se nos muestra asistiendo a la educación pública, aquella prisión que se desarrolló en la revolución industrial, y que día a día sigue mutilando espiritualmente a millones de niños en el mundo. Acá no hay diferencias con la realidad: Bobi es cercenado moralmente y humillado por sus propios profesores, quienes lo tratan sin ninguna conmiseración, peor que a un guacho.

Sobre su nacimiento, el narrador pone en la propia voz de Bobi, casi al comienzo, su breve y cruenta historia: 

“Cuando nací y empecé a caminar, mi padre se deshizo de los dos perros, uno, el Rial, amaneció envenenado, hinchado y como amoratado o verdoso […] Al Guaina lo mató a patadas”. 

En otras ocasiones el niño es sorprendido por el narrador fumando, y lejos de ser reprendido en plan de moralina, éste lo entiende perfectamente, y recuerda claramente la época en que también fumaba mucho.

Leer Patas de perro no es sólo adentrarse en la psique de un hombre que tiene serios problemas para adaptarse a su entorno, sumado a la sórdida realidad de Bobi, el niño perro: también recuerda la narrativa del desarraigo y de la marginalidad de González Vera, o el mundo del hampa de Méndez Carrasco y Gómez Morel. No obstante, Droguett es más expresivo y desenfadado en cuanto a recursos narrativos respecto a los anteriormente citados. Muchos de sus párrafos nos recuerdan los kilométricos poemas de Pablo de Rokha; precisamente el valor de Patas de perro no reside en ser una literatura de denuncia social, que sí hay denuncia pero va más allá: su grandeza, su poder reside en la gran factura de su estilo, alambicado, reiterativo y furioso a partes iguales, oscilando entre el miasma de la enumeración caótica y el gran ojo observador en los detalles. La voz del narrador tiende a refractarse: a veces describe en primera persona lo que ve y lo que siente como un testigo de los hechos, a veces se cuela en la cabeza de otros personajes; la mayor parte del tiempo protagoniza y rememora la miseria. 

Donde un novelista del montón pondría simplemente que un personaje se despertó, se levantó y se puso la ropa, Droguett escribe: 

"Dormí como un narcotizado, como un poseído, cuando desperté tenia la cabeza pesada y me sentía vacío, vacío de ideas, de palabras, de ruidos, no atiné a salir de la pieza, de las ropas revueltas de la cama sino hasta muy tarde, cuando me sentí ahogado, pues la puerta estaba cerrada, la ventana estaba cerrada y el pasadizo sumido todavía en las tinieblas, esas tinieblas hostiles, furiosas y solas de un día que va a ser de mucho calor". 

En otro momento, Bobi cuenta que en su colegio el profesor de turno dice a los alumnos en el aula, en clara alusión a él, que los hijos de padres borrachos solían nacer monstruosos o deformes, y que muchas veces éstos eran abandonados. El narrador reflexiona: 

“No me atrevía a mirarlo (a Bobi), estaba avergonzado por mí, por la ciudad, por el gremio de profesores, por Chile, esta línea de luz que es Chile y que permite silenciosamente que estos hechos se produzcan bajo su límpido cielo de primavera”. 

El final no es menor atronador que toda la prosa enfebrecida que atraviesa el libro; al cerrar el libro quedaremos con una sensación de salir de un mal sueño, sensación que se incrementa cuando volvemos al inicio y leemos una vez más sus primeras páginas, dando la impresión de que el final contiene al comienzo y el comienzo al final, como una pesadilla cíclica, como si tuviésemos que atravesar una y otra vez la rueda kármica, un eco que quedará resonando largo tiempo en nuestras cabezas.
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