martes, 27 de julio de 2021

La ciudad real y la ciudad simbólica en El otro lado, de Alfred Kubin

Alfred Kubin (1877-1959) fue un autor reverenciado por los surrealistas debido a su potente imaginería simbólica y onírica. Sus contemporáneos —como Kafka o Hesse— lo consideraron un artista mayor, no solo por sus escritos, sino por su talento en la plástica, con ilustraciones que prefiguraban conceptos psicoanalíticos como lo ominoso y lo siniestro.

El Otro Lado (1908) fue su única novela y su escrito más conocido: plantea la existencia de una república idílica, el denominado Reino Soñado, que deviene en poco tiempo en un lugar entrópico donde no solo es imposible vivir, sino que además se nos relata a través de los ojos de su narrador-protagonista, la destrucción de la ley y el orden que terminan por desbaratar los mismos cimientos de la realidad en un final espectacular que desliza una interpretación cósmica del devenir.

No obstante, la mayoría de los intérpretes de esta obra se enfocan en su contenido metafísico y psicoanalítico, dejando de lado las profundas capas reflexivas en torno a la construcción y desmoronamiento de la ciudad y por consiguiente del Estado. La novela no solo trata sobre un artista que recibe la invitación para vivir en una sociedad perfecta, sino también sobre la corrupción y la degeneración de un Estado que se presenta ante todos como el paraíso en la tierra, cuando al poco trecho descubrimos las complejas contradicciones de este reino, con la perversión y la profanación del concepto de “ciudad ideal” y la autodestrucción misma de la utopía que representa: un reino de ensueño.

La ciudad perfecta/ el Estado ideal

Ya en la época de los romanos existía la idea de exaltar la vida en la naturaleza, fuera de la ciudad, alabando las bondades del mundo rural y campestre. El Beatus Ille (dichoso aquel) horaciano, es un tópico literario que se resume en sus versos:

“Dichoso aquel que vive, lejos de los negocios (…)/ y con sus propios bueyes labra el campo paterno, /libre del interés y de la usura.

Alfred Kubin en su juventud
La búsqueda de espacios ideales (o idílicos) fuera de la ciudad es tan antigua como la misma civilización: aquello pone de manifiesto que la urbe está muy lejos de significar un lugar deseable por todos, pues contiene dentro de sí su propia corrupción y sus elementos que la llevarán a su disolución. Por oposición a la ciudad, los epicúreos defienden como lugar perfecto para la enseñanza El Jardín, al considerarlo un lugar idóneo para las conversaciones y las charlas, pues se encontraba alejado del mundanal ruido. Aquella idea ya reside en Plotino, para quien la ciudad, como en el teatro, era el lugar donde ocurrían los asesinatos, los asedios, el delito, y la ruina; en suma, el ideal báquico empuja a los hombres a vivir en la armonía de la floresta, más allá de los muros de las ciudades, y tras muchos siglos es un modo de vida que ha vuelto a resurgir en nuestros tiempos con movimientos antisistema y ambientalistas, hechos que no analizaremos en este espacio.

Son tempranas las filosofías que ponen al centro de sus preocupaciones a la ciudad: Aristóteles define al hombre como zoon politikon, es decir, animal cívico que habita la polis. Platón, en su República, establece cómo debería organizarse una ciudad ideal (y es proverbial que en su polis expulsaría de ella a los poetas). Y podríamos decir que desde ahí, pasando por El Leviatán, El príncipe o la Utopía, con incontables tratados medievales que aleccionaban moralmente a príncipes y reyes, hasta las obras que defienden a tal o cual sistema económico y político, han corrido ríos de tinta para intentar desentrañar cómo formar un gobierno perfecto, en una sociedad perfecta, habitando una ciudad igual de perfecta.

No obstante, hasta la aparición de Gustavo Bueno ningún filósofo había asentado las bases para intentar comprender el fenómeno de las ciudades a partir de un examen hiperrealista de las mismas y que fuera válido para todas. En su ensayo Teoría general de la ciudad, Bueno analiza las diversas concepciones filosóficas de la misma a lo largo de la historia, apartándose de las visiones esencialistas de corte idealista, pero también de las teorías cientificistas que abordan el fenómeno desde conceptos cerrados e inteligibles por sí mismos: para Bueno, la ciudad es una entidad movible, que al igual que un organismo, responde y se estructura a partir de diversos procesos, muchas veces oscuros, que la razón no siempre logra iluminar. Una ciudad nace, se desarrolla y muere, pero a diferencia de los organismos biológicos, una ciudad puede nacer envejecida, desde las ruinas o en su plena juventud. Siguiendo esta línea, la mayoría de los filósofos han realizado abstracciones de la idea de ciudad, pero una ciudad propiamente tal —la ciudad realmente existente y no la que figura en mapas o en teorías— se puede dar en diversos medios y modos de producción, pudiendo existir ciudades en sociedades esclavistas, mágicas, míticas o capitalistas, o en el caso más extremo, surgida e ideada a partir de una marca, como es el caso de Facebook y su Willow Village.

En resumen, fuera de las coordenadas que nos entrega el filósofo español, no hay una teoría del Estado o una ciudad perfecta aplicable a todas en todos los tiempos, más allá de ciertas condiciones que se pueden explicitar en normas, leyes, decretos o saberes. Aquello no es un impedimento para analizar el nacimiento, desarrollo y colapso de un Estado y una sociedad ficticias descritas por Alfred Kubin en El Otro lado, el cual nos pueda servir como ejemplo de las cuestiones que hemos venido desarrollando.

El viaje sin retorno al Reino Soñado

Una de las ilustraciones de Kubin con imágenes fálicas que podemos ver en la novela

La novela está narrada en primera persona, y la introducción la hace el mismo protagonista in extrema res, un artista y dibujante que un día cualquiera, recibe la visita de un hombre misterioso con intenciones bien definidas: la de invitarlo a vivir con todos los gastos pagados al Reino Soñado, un Estado creado por un millonario para llevar una existencia plena, libre de conflictos, con su capital Perla, la cual se encuentra aislada del mundo.

¿Qué hace elegible al protagonista para participar de esta suerte de experimento social? Su cercanía con el millonario Claus Patera: fueron amigos durante la juventud, cuando aún eran estudiantes de secundaria. El protagonista, casado y sin hijos, duda del ofrecimiento pues le parece ser víctima de un engaño. En efecto, no recuerda haber tenido ningún amigo de infancia millonario, pero tras darle algunas vueltas, llega a la conclusión de que no tiene nada que perder y acepta el boleto.

En los siguientes capítulos, estructurado en tres grandes partes (El llamado, Perla, La decadencia del reino soñado), el narrador nos sumerge en su recorrido para llegar hasta un extremo de Asia, lugar donde reside Perla, la capital de este reino de ensueños. La geografía se articula en una tradición literaria de viajes de fines de siglo XIX , la cual toma como modelo de exotismo al oriente más lejano, herencia de los viajes de Marco Polo o tratados medievales que describían sociedades con costumbres y religiones extrañas.

La mujer del protagonista nunca está conforme con el recorrido, y ya cuando toman el tren para llegar hasta el país soñado, haciendo gala de su intuición, afirma que le da la impresión de que nunca más saldrá viva de El reino soñado. El narrador, que cuenta la historia desde un futuro, desde fuera de la línea temporal de los acontecimientos relatados, afirma con tristeza que pudo haber desistido a la invitación, pero una fuerza hipnótica y una curiosidad más poderosa que la precaución, le hizo desistir de su vida y comenzar otra nueva.

¿Quién es Claus Patera? ¿Qué es Claus Patera?

Como ya hemos dicho, el creador del Estado artificial llamado Reino Soñado no es otro que el millonario Claus Patera, el antiguo amigo de infancia del narrador. Desde un comienzo se le presenta su imagen como esquiva, difusa, partiendo por los lejanos recuerdos de infancia del protagonista, hasta la curiosa política que el personaje guarda para sus súbditos: se debe agendar una hora determinada para verlo, pero en la ciudad nadie parece haberlo visto nunca. En la primera fase de la novela se nos describe la vida cotidiana, y para su protagonista lo más llamativo es que sus habitantes, llamado los soñadores, visten ropas muy antiguas, señal de que ahí se ha petrificado la historia. Pero como veremos, no solo las ropas.

Con el paso de los meses, el protagonista no pudiendo concertar una cita con el creador del reino, se resigna y fija su devenir en describir a la ciudad misma, la que se asemejaría mucho a ciudades de la Europa Central, destacando un cierto clima enrarecido en que las nubes siempre están bajas y con escasa luz solar, presentándose las noches sin estrellas, como si ahí todo, la gente, e incluso la atmosfera, estuvieran achatadas. Los colores tampoco se salvan, y no olvidemos que el ojo de Kubin —en cuanto a artista visual—, es altamente pictórico y detallista en lo descriptivo: los colores, como decíamos, le parecen opacos y sin vida, y pone como ejemplo a la misma navaja y la batea de un tal filósofo de nombre Giovanni, quien en este nuevo orden no trabaja creando silogismos o escribiendo tratados sapienciales, sino que hace de peluquero, y su principal compañero de reflexiones es su mascota: un mono (y no hace falta indagar en la profunda ironía que representa este personaje y que su confidente sea un  primate).

La vida en Perla y en sus suburbios no parece estar más que signada por la propia cooperación de sus habitantes, los llamados soñadores, ciudadanos libres y de todas partes del mundo que han convertido en su propia patria este nuevo mundo. Pero ¿con qué sueñan? ¿Y cómo es un reino soñado? Pronto, el narrador se da cuenta que el sistema económico es pura apariencia y se reduce a meros intercambios simbólicos, donde el dinero y cuánto se gasta no tiene más importancia que la locuacidad en la que cada quién cifra en sus valores. El dinero, ya en sí mismo simbólico, es un símbolo de algo simbólico, por lo cual cualquier cosa, incluso colillas de cigarrillos, pueden servir para hacer transacciones comerciales. El Archivo, una suerte de órgano legislativo y judicial, no escapa al valor simbólico del dinero, siendo descrito como un lugar de pura pantomima, un lugar que no cumple ninguna función y que su existencia o no existencia —en palabras de su protagonista— no habrían cambiado la fisionomía de este país inventado.

Hay un momento determinante en que la mujer del narrador se enferma de gravedad: lleva postradas varias semanas y no hay medicina que alivie su enfermedad. El narrador, determinado y furioso, intenta ubicar a Patera, fallando en sus pretensiones. El lugar en el que se produce la búsqueda es un molino y un jardín que franquean un palacio; no están descritos como lugares de ensueño, sino de manera amorfa e inarmónica, con árboles pelados y cubiertos de musgo, y un molino gelatinoso y decadente que provoca repulsión. El interior del palacio no representa ningún orden, pasillos y salas que no llevan a ninguna parte, espacios cerrados y mal construidos, espejos deformantes que repiten la imagen de quien se mire, retratos oscurecidos enmarcados en ébano, hasta que en un recoveco encuentra con Patera, ya totalmente deshumanizado, descrito con una gran cabeza y un cuerpo gelatinoso.  Patera es una figura monstruosa en la que incluso caben bestias mitológicas y animales.

¿Quién es Claus Patera? O mejor dicho ¿qué es Patera? Si recurrimos al significado de su nombre, Claus es una constricción de Nicolas, el cual viene del griego Nicodemo, es decir, la victoria del pueblo. Y Patera nos remite al pater, padre, en latín. En este encuentro, desde el momento en que Claus desaparece como entidad humana y se convierte en algo sobrehumano, monstruoso, la racionalidad del relato se destruye abriendo paso a la figura de un poder absoluto que representa la de un Dios. Animales y otras bestias se alternan en la configuración de su rostro, y como bestia multiforme, de muchas caras, le espeta al protagonista:

¡Yo soy el señor! (..) ¡Con las ruinas de mis bienes construí un reino y yo soy el maestro!

Patera está desatado y se revela tal cual es: no es un humano, sino que una fuerza omnipresente deforme que lo impregna todo, sin oposición y sin partido político, pero que no opera desde los atributos de un dictador, con presencia mediática o mítines en las calles: al revés, él es La Voz del pueblo, su triunfo; él reina porque los soñadores se lo permiten, y dentro de esas coordenadas lo impregna a todo y a todos, y es acá donde nos vamos a detener para intentar comprender qué clase de Estado y de formación política, es el que nos representa Kubin.

El artista frente a la destrucción

¿Qué hacer frente a la indolencia y la destrucción? El artista decadente opta por retratar.

Una ciudad no tiene por qué tener un Estado, incluso hay Estados que no tienen ciudades (el caso histórico de Israel): en el entramado de este Reino Soñado, hemos visto que el poder no está cohesionado en leyes, a pesar de que se nombra la existencia de un cuerpo de policía, pero no hay legisladores ni un rostro que sea una dirigencia visible. En politología, eutaxia, término introducido por Aristóteles, remite a una serie de criterios de ordenamiento para que exista un “buen orden”, pero un buen orden de un Estado (que implica aseo, policía, justicia, acceso a bienes, etc.), solo se puede medir a través del tiempo: su robustez no radica en el espacio, ni en las interrupciones que pueda sufrir a lo largo de un proceso insurreccional, sino que en el tiempo. El término contrapuesto de eutaxia es la distaxia, aplicado a Estados fallidos donde no existe la gobernabilidad ni ninguna clase de orden: emergen los caudillismos, la justicia barrial o popular se toma las calles y las instituciones dejan de operar: la sociedad se ha fracturado. En el caso de El Reino Soñado, la fractura que sobreviene a los pocos años tiene repercusiones no sólo en la moral de sus ciudadanos y en el paisaje urbano, sino que en el ánimo de su protagonista, quien experimenta una serie de eventos alucinatorios que, reales o irreales, no son más que un reflejo de la descomposición del país en el que vive. En un párrafo muy sugestivo, al ver la decadencia reinante, pero antes de la ruptura definitiva, escribe:

“Mis dibujos, acomodados al ánimo oscuro y apagado del Reino Soñado, expresaban mi pena de un modo secreto. Estudié con atención la poesía de los patios mohosos, los altillos escondidos, los cuartos traseros llenos de sombras, las escaleras de caracol cubierta de polvo, los jardines descuidados y repletos de cardos (…) Todo el tiempo, siempre de otra forma, variaba el único tono melancólico de base, la miseria del abandono y la lucha contra lo incomprensible”.

Entre una ola de muertes y de una general apatía de ciudadanos que se quedan dormidos, aletargados y lánguidos en cualquier esquina o rincón, entre enfermedades mentales que arrasan con la población, el protagonista —no olvidemos que se trata de un artista—, utiliza la decadencia y la inmoralidad reinantes como materia prima para sus creaciones, estética que queda más explicitada al comprender que en la época en que fue escrita la novela (comienzos del siglo XX), existía una importante influencia representada por los decadentistas, movimiento que agrupó artistas de diversas disciplinas (y que tuvo sus principales focos en Francia e Inglaterra), en torno de un ideario que renegaba en contra del preciosismo y las convenciones burguesas, exaltando a los paraísos artificiales y la evasión de la realidad, una suerte de idealismo sin ideales, en la que el artista abandona cualquier pretensión de aleccionar, moralizar o construir relatos edificantes o a favor de determinadas visiones de Estado: es la poética del individuo el que le da la espalda —asqueado— a la sociedad y a sus habitantes, y desde sí mismo emergen las más mórbidas y exóticas fantasías.

No es de extrañar que el protagonista en vez de volcarse con fuerzas a escapar de Perla, se vuelve hacia sí mismo, actitud espiritual que refuerza cuando abandona el casco principal de la ciudad para dirigirse hacia los suburbios y encontrarse de primera mano con sus extraños habitantes, extraños, porque además de tener rasgos asiáticos y ojos azules, viven en una suerte de resignación apática hacia el resto del mundo, en la ataraxia misma: sus costumbres se asemejan a las que cultivan anacoretas cristianos o budistas, pero llevadas a extremos: entierran a sus muertos en paz y no parece perturbarles nada. ¿Cuál es su actitud del mundo? Adoptan, por costumbre y principios, una filosofía nihilista que reconoce al individuo como una mínima parte del gran Todo, y dentro de ese orden, la trascendencia obedece a no trascender, anclada en la concepción de un mundo soñado de carácter cíclico, donde la vida germina, envejece y sucumbe, para repetirse una vez más. El mundo, producto de la imaginación, es equiparable a la nada, y dentro de ese marco, conceptos como libertad, esclavitud, quietud o energía, simplemente son entidades opuestas que no repercuten en los individuos. Borrada toda dialéctica, toda contradicción, lo único que queda es una calma y una quietud aterradora. Pero aquellos hombres ¿realmente están anclados a una filosofía? Sí, pero no a una filosofía que podríamos denominar sistemática, es más bien un existencialismo patológico y nihilista donde la vida o el surgimiento de algo nuevo no tienen importancia, y la autodeterminación del sujeto no vale nada: todo es un abismo y un sinsentido, y el sentido mismo de un individuo se completará con su muerte, al desaparecer y fundirse de nuevo con las estrellas. Como se ve, se trata de una filosofía seductora y psicopática no desprovista de poesía, pero es muy sintomático que el capítulo—en la parte central de la novela—donde se exponen las ideas de estos habitantes en un breve estudio etnográfico, sobrevenga en el último tramo, La decadencia del Reino Soñado, cuando ya los resortes saltan y queda al descubierto la verdadera naturaleza del país donde transcurre la acción.

Las revoluciones no son hijas de pobres envidiosos o famélicos, sino de ricos pusilánimes o ambiciosos. (Nicolás Gómez Dávila)

Los animales han arrasado la ciudad y el desorden civil se ha tomado las calles de Perla. Mujeres y hombres luchan a diario contra cocodrilos, tigres y otros animales, en una lucha por sobrevivir en un espacio que para sus habitantes se reduce: la civilización colapsa, pero en el momento menos esperado, aparece la imagen de un benefactor, de un hombre que viene a traer la paz y la revolución: se trata del magnate Herkules Bell. Su nombre, ya indica que se trata de alguien hercúleo, un héroe mítico que por la espada vencerá a los monstruos y traerá la prosperidad; y Bell, de campana en inglés, probablemente para redoblar su potencial divino: es un héroe bendecido, que al son de las campanas busca despertar a sus habitantes. Pero torciendo el significado de su nombre, también podríamos encontrar un siniestro anagrama, HErkules beLL (HELL).

Al igual que Claus Patera, Herkules Bell es descrito más como un arquetipo (e incluso como una alegoría), que como un personaje: se trata de un millonario estadounidense, un sujeto que ha traído todo su oro al Reino Soñado, y que como primera instancia busca sacar del sopor a los habitantes del utópico reino. Desde el primer momento no pierde su tiempo, comprando medios de comunicación y escribiendo proclamas para formar una revolución violenta en contra de Patera, de quien no duda incluso en poner precio por su cabeza. ¿Se trata de un salvador? Veremos que no. Como todo líder populista, no le basta con poner el precio a la cabeza al gobernante, sino que tiene incluso una explicación de por qué la vida social se está desintegrando, y si analizamos la explicación a nivel metafórico, nos damos cuenta de la verdad que subyace en sus palabras: para Bell la raíz de todos los males del Reino Soñado subyacen en que éste ha sido edificado con ruinas que han sido escenario de asesinatos masivos y revueltas: fragmentos del Escorial, de la Bastilla, coliseos romanos, bloques de piedra de la torre de Londres y fragmentos del Kremlin, entre otros, componen las fachadas y edificios de la ciudad, los cuales habrían sido removidos de sus bases y traídos hasta El reino soñado para construirlo.

¿Quiere decir que un reino construido en base al viejo orden, a las antiguas instituciones, está per se condenado al fracaso? El antagonismo entre Patera y Bell es creciente, pero mientras la revuelta de Bell no logra cuajar debido a que no logra una organización disciplinada para tomar por asalto al Palacio y el Archivo, cada día la ruina moral y física se van apoderando de las calles, hasta que el clima mental se vuelve irrespirable. Los ciudadanos comienzan a matarse entre sí, y los elementos pútridos como el lodazal crecen hasta tragarse la estación de trenes por completo, símbolo éste último del mito del progreso humano. 

El tejido social de El Reino Soñado, como ya se ha dicho, se compone principalmente por ciudadanos de otras naciones que llegaron por expresa invitación de Patera: personas que pertenecen a círculos artísticos, científicos y del mundo financiero. ¿Cómo es que aquellas ilustres personas han devenido en un lumpen enloquecido, empujando por un lado una revuelta sanguinaria y por otra en una mudez y una falta de acción que paraliza a su sociedad completa? Arriesgamos una hipótesis: fuera de las utopías, en el mundo real, el peor tipo de sociedad es alguna que sólo pueda componerse por sabios o de hombres altamente calificados: una ciudad, al igual que un organismo biológico, es un ente altamente organizado que requiere múltiples tareas para su funcionamiento, desde las más indeseadas y menos remuneradas como limpiar los estanques, sacar la basura de las casas y asear las avenidas, hasta la conformación de un cuerpo legislativo, policial y administrativo que pueda permanecer en el tiempo.

El final, el colapso de la ciudad que nos representa Alfred Kubin con el Otro Lado es el de la disolución de la urbe con toda la carga simbólica que implica una visión saturada de metafísica, donde la locura se toma las calles y la psique de sus mismos habitantes. Gustavo Bueno en su teoría general de la ciudad ya mencionada, pensaba que el destino de todas las ciudades se podían resumir en dos vertientes. La primera, en que la ciudad al igual que un organismo, crece, se desarrolla y envejece, llevando dentro de sí, debido a la expansión, su propio germen de entropía que terminará por colapsarla. Esto es, todas las ciudades mueren de vejez producto de su crecimiento incontrolado. La segunda alternativa que propone el filósofo español podría ser más horrible que la ficción representada por Kubin: lo contrario de un Reino Soñado sería el de una ciudad que albergase a todas las ciudades, siendo los límites de una la continuidad de la otra, hasta generar una suerte de Pantopía, el desarrollo más avanzado de la aldea global postulada por algunos teóricos, en donde todo estaría controlado y unificado bajo un solo mando, un poder totalitario como nunca antes visto con un solo credo, un solo gobierno y una sola moneda. ¿Quiénes serán y cómo lo harán estos hipotéticos nuevos señores? Eso es algo que está por verse.


*Usé la traducción de Gabriela Adamo publicada por la Editorial La Bestia Equilátera (2017) en una edición de excelente factura, que además incluye ilustraciones del propio autor. La obra en su nombre original en alemán, Die andere Seite, también puede ser encontrada en español con el nombre de La Otra parte. Las ilustraciones utilizadas en esta entrada son todas obras de Alfred Kubin.

viernes, 5 de febrero de 2021

Las Varonesas de Catania: ¿cuánto odio se necesita para escribir?

Bacanal con Sileno, de Durero.

Editorial Las Cuarenta. Las Varonesas. Carlos Catania

Fecha de publicación original: 1978, Seix Barral

Bien sabemos que en literatura no basta con escribir una obra maestra para que ésta sea estudiada e interpretada por sus lectores. Pero ¿qué es una obra maestra, o cómo identificarla dentro del enorme fárrago de escritos que circulan? ¿Puede ser una obra, maestra, si carece de estudios críticos o lectores que la reconozcan como influencia? Al menos existe un criterio que podríamos considerar universal, y es el factor cronológico:  la perspectiva del tiempo permite identificar mejor a través de nuevas generaciones qué obras confrontadas a la crítica e incluso al lector pedestre, sigue resistiendo nuevas lecturas, influyendo en nuevas obras que se desprenden de su tronco genealógico y que se insertan lateral o directamente al torrente sanguíneo que mana en múltiples direcciones, sin detenerse, como un río caudaloso. Otro factor determinante es la lengua en que está escrita la obra, y bien sabemos que desde nuestra órbita hispana no es lo mismo la recepción de un autor que escribe en nuestra propia lengua, que uno en inglés, en ruso o en congolés. ¿Cuántos se habrán leído Sueño en el pabellón rojo considerada como la más elevada cumbre de la literatura china, que a su vez ha derivado en una corriente de estudios completa conocida como la rojología?

Obviando cualquier metafísica, no debe extrañar a nadie que el resultado de una obra de peso, fuera de diversas operaciones de marketing o polémicas extraliterarias, se debe también al espacio físico en que fue concebida, siendo los imperios los principales vehículos que permiten su difusión y recepción, relegando a un tercer o cuarto plano obras inscritas en lenguas que no cuentan con el respaldo de una poderosa maquinaria con anclajes físicos en la academia, la prensa y los comercios. ¿Cuántas obras maestras podríamos enumerar del polaco, del rumano o del finlandés? El problema no es que no existan o no se encuentren escritores sin talento en estas latitudes, sino que responde al escaso impacto que provoca una obra escrita en lenguas con cada vez menos hablantes en el mundo, sumado a que no fueron naciones que alcanzaron un grado imperialista.

La conexión entre Imperialismo y literatura no responde a una tesis antojadiza si enumeramos algunos ejemplos. Observemos bien que nació en Grecia, que no fue imperio, pero que sin el impulso del imperio romano y su helenización no solo no habría literatura griega, sino que ni filosofía, medicina o matemáticas, o las habría, pero no como las conocemos ahora. El impulso romano a su vez dio empuje a los estados o reinos que lo compusieron, generando obras en italiano, francés o en español, y lo mismo podría decirse de los británicos, que a su vez empujaron su conquista hacia América y crearon un nuevo vértice con los Estados Unidos. ¿Por qué Japón o China en vez de Singapur o Tailandia?

El español es un caso diferente, pero que guarda las mismas resonancias de los ejemplos citados. Fuera de Estados Unidos (con su poderoso lobby en universidades y con editoriales multinacionales que pagan y facturan en millones de dólares), los Estados hispanoamericanos son un resabio, ruinas de un imperio español fracturado, que de manera muy lateral ha logrado penetrar en ámbitos ajenos a nuestra esfera hablante, y aquella penetración en otras lenguas se debe en gran parte al boom latinoamericano, una movida a escala mundial propiciada precisamente por editoriales afincadas en Barcelona (Carlos Barral y Carmen Ballcells fueron determinantes), acaso como una jugada final, un impulso sin precedentes, que sin la plataforma del pasado imperial español, habría sido imposible siquiera imaginar (como dato decidor: hay 580 millones de hablantes de español en el mundo, que sin un proceso imperialista no se habría dado). Al margen de estas anotaciones, hay que pensar al boom como una maniobra de joyería que pudo existir en un momento determinado, el cual no podrá repetirse, pues ni con todo el peso de las actuales editoriales que llevan las riendas del mercado español, no se ha logrado la misma penetración en latitudes fuera de la hispanoesfera, salvo casos excepcionales como son Roberto Bolaño o César Aira.

Carlos Catania: una singularidad del postboom

El escritor argentino Carlos Catania es el caso de aquellos olvidados, que no dio a luz su obra en la cresta de la ola del boom, pero sí fue cercano a otros como Sábato o García Márquez, lo que nos lleva a pensar que con un poco más de empuje, la escritura del argentino habría corrido otros derroteros. Su obra Las varonesas, en efecto fue publicada en 1978 por Seix Barral, pero fue censurada en su país por la dictadura militar argentina, lo que generó, según palabras del mismo autor, un hundimiento en un profundo silencio, “colgué los guantes” como confesó en una entrevista a David Pérez Vega que se puede leer acá: http://desdelaciudadsincines.blogspot.com/2016/01/entrevista-carlos-catania-autor-de-las.html 

No obstante, debido a que Las Varonesas se trata de una novela que no pasa desapercibida, aun cuando ni el mismo autor ni editorial (y todo el aparataje de redes y relaciones sociales) no se encargaron de ponerla en órbita durante tres décadas, una lectura actual pone en evidencia que no sólo no ha envejecido ni un ápice, sino que da la impresión de haber sido escrita y publicada hace apenas un mes: sus materiales siguen frescos y vigentes.

¿Pero qué es una obra maestra? ¿Y cómo se integra al canon? Volvemos al comienzo, y aun no respondemos la pregunta, y para articular una respuesta, no podemos obviar que en toda valoración siempre subyacen criterios personales. Negar la existencia del canon imposibilitaría incluso hablar de obras maestras; el canon es precisamente lo que permite atribuir a una obra el dominio por sobre otras, ya sea por características formales, temáticas o de innovación. Negar la existencia del canon es renunciar a que existan obras mejores que otras, todas serían igual de valiosas, pero tampoco necesitamos por oposición la idea de un canon eterno e inmutable, ni somos eternos ni necesitamos nociones imperecederas; lo que nos puede aportar como lectores no es la edificación de un canon rígido, hay que cuestionarlo, ponerlo en crisis, confrontarlo con otros cánones (un canon inglés que tiene como centro a Shakespeare por defensa de Harold Bloom, o uno hispánico promovido por Jesús G. Maestro donde ubica a Cervantes), de otra manera tendríamos una vida lectora predeterminada, y nos conformaríamos con un puñado de escritores sin aumentar nuestros horizontes.

Al margen, es verdad que el estudio de cualquier referente literario pasa por la aprobación de la academia, y que sin academia ni siquiera podríamos formular la noción de canon, pero ser lectores fuera del ámbito académico no nos invalida para confrontar e integrar a nuevos autores. Es una discusión mucho más larga que excede este escrito, pero la fijo como una posible temática a explorar en el futuro. Terminando todo preámbulo, vamos de lleno a Las Varonesas.

Carlos Catania
La familia monstruosa

La novela arranca con las reflexiones de Alfredo, un personaje que irá cobrando mayor presencia en las siguientes páginas, y que jugando pool en un salón junto a otros sujetos, recuerda y va uniendo retazos con diversas observaciones que se relacionan con la muerte, pero no solo con lo metafísico de la muerte, sino que con la pudrición real de los cuerpos, los cadáveres magullados, una rata que es descrita con pelos y señas, y que se nos anuncia con parsimonia que tendrá un destino estelar al final de las páginas (¡y vaya que destino!). El narrador es fragmentario, hila y deshilvana la madeja sin respetar tiempos cronológicos, acercándose muy de cerca al narrador del Ulises de Joyce, logrando desestabilizar más la lectura cuando se introduce un segundo narrador omnisciente intercalado en los párrafos (recurso que Carlos Droguett llevaría hasta las últimas consecuencias en su trepidante Eloy).

A veces nos perdemos, pero no en un laberinto gris de retórica vacía; la prosa de Catania tiene muchas capas y pinceladas sin ser agreste, colorida sin esos toques a veces naifs que podríamos detectar en otros narradores de su época, como García Márquez: es una escritura con giros barrocos pero sin la carga sensual de un Lezama Lima, es espontánea cuando los personajes utilizan dialectos argentinos o caribeños, es evocativa y descriptiva, a veces rozando altas cuotas de poesía y de filosofía, como en el destacado pasaje en que habla de las divisiones de la ciudad, y desalienta a los escritores que no conozcan a su propia ciudad: que ni intenten ningún proyecto narrativo serio. En algunas zonas de la novela, una tal Lucía, una mujer descrita como católica y conservadora, escribe en su diario, intentando comprender a sus hermanos. En ese punto de inflexión nos damos cuenta de una deriva familiar que agrupa a cinco hermanos: Alfredo, la voz que arranca la novela y quien se hace llamar escritor, Adela, estudiante de filosofía que experimenta una fuerte atracción sexual hacia su hermano Alfredo, Patricia, una niña pequeña que mira al mundo con la misma impresión que podría tener un astronauta en un planeta desconocido, Aldo, un hermano perdido que ha elaborado la Teoría del Error,  y la mencionada Lucía, la outsider de una familia que con tranquilidad podría ocupar el mote de la oveja negra (u oveja blanca), y los padres, dos figuras borrosas y barrocas atemorizantes, que entre lo monstruoso y lo absurdo recrearán escenas que recuerdan al mejor Ionesco (y un apunte: Carlos Catania también es, o fue, un hombre de teatro).

Una novela de guerrillas

Ernesto "Che" Guevara en la guerrilla

La segunda parte (de cinco, repartidas en casi seiscientas páginas), se entronca al libro como una anomalía: no sabemos más de aquella extraña familia y sus avatares, y ahora entramos a otro libro, a una nueva zona en la que asistiremos al nacimiento y años de aprendizaje de dos personajes que se tornarán centrales: El Castor y el Flaco, dos revolucionarios lleno de ideales; es acá donde nos damos cuenta que estamos frente a una novela poliédrica con múltiples voces, que sale de una pequeña zona de tragedia familiar (el final de la primera parte anuncia lo que vendrá: muerte y traición por doquier), a la consumación trágica de un movimiento revolucionario centroamericano que no solo aspiró a asentar las nuevas bases de un nuevo hombre y de una nueva sociedad, sino de repensar completamente a la Historia (con mayúsculas) y al devenir de la humanidad, con el cameo de una figura clave en las lides de las revoluciones sesenteras: el Che Guevara.

“No basta comprender el mundo, hay que cambiarlo. Pero si uno desea de veras cambiarlo, debía comprenderlo primero en sus más recónditas raíces”,

nos dice uno de los personajes, y ahí está el intríngulis de la acción revolucionaria descrita, intentar comprender quiénes la perpetraban, qué intereses los movía y cómo pretendían esbozar un plan de acción con resultados a corto y mediano plazo. Pero toda vía revolucionaria implica un vía crucis: traiciones, deslealtades y ejecuciones, éstas últimas detalladas y narradas sin ningún atisbo de crueldad, al borde de la martirologio, como en la comparación entre la figura mesiánica de Jesús y Marx.  Así, El Castor y El Flaco, compañeros de ruta, terminan en trincheras opuestas, convirtiéndose en némesis que a lo largo de las páginas restantes intentarán anularse el uno y el otro sin medir ninguna consecuencia, con operativos y contra-operativos, delaciones, torturas, todas narradas a través de un discurso largo e ininterrumpido de un nuevo narrador (el sexto o séptimo de la serie), que recuerda mucho a los narradores de la segunda parte de Los Detectives Salvajes, y como bien anuncia el prolegómeno de la novela, fue un escrito del chileno aparecido en Entre Paréntesis quien recuerda a un tal Catañia , a quien consideraba que había escrito una novela fulminante antes de desaparecer del mapa, lo que empujó a editores y escritores a rescatarla del olvido, y permitió en el fondo, dar un nuevo brío a un libro que no tuvo el impacto que debió tener.

Una novela que aspira a la totalidad

La génesis del título del libro, Las Varonesas, es referida por el mismo autor santafesino, y que a modo de fractal prefigura con toda su carga poética y misteriosa lo que leeremos: en uno de sus tantos paseos en bote durante su juventud, llegó hasta una pequeña isla desolada donde encontró unas curiosas estatuas de mujeres avejentadas con la inscripción de Las Varonesas, arcaísmo intraducible a cualquier lengua, que significa mujer, varón en femenino, término que en efecto se asemeja al título nobiliario de baronesa, y en términos generales la novela, que acapara lo múltiple a través de cuadros de costumbre, reflexión filosófica, apuntes de un dietario imposible (La Teoría del Error), género epistolar y novela revolucionaria, apunta desde un comienzo a lo que implica nacer y morir en este mundo, es decir a lo femenino profundo, a lo maternal dis/torsionado en jóvenes que entregan sus vidas azuzados por mujeres, o a mujeres que intentan detener la vorágine por medio de la seducción o la aguda observación. Entremedio de revolucionarios que sueñan con reconstruir al mundo y un escritor que está convencido de que la especie humana es un error, una pifia en el cosmos, Patricia, la hermana menor, conversa con los insectos y se entera de sus cuitas, o Lucía, la otra hermana, retraída, que vive encerrada en sí misma pendiente de las teleseries, intenta comprender a sus hermanos, pero no lo logra. o Leonor, un recuerdo tallado en una estatua y de la que se dice que se sumergió en la poesía y en la naturaleza para escapar de los hombres, pues su brutalidad inherente “terminaría por destruirla”.

La visión de Catania es caleidoscópica, no hay un narrador fijo ni un protagonista que señale todos los arcos argumentales, las biografías se cruzan con la estructura parpadeante de los paisajes, con la ensoñación de la lluvia o el horror de compañeros de ruta siendo torturados sin misericordia, pero en alguna esquina, en algún rincón, todo se termina relacionado de alguna manera, la rata, la mesa de pool, la guerrilla, los enemigos, las mujeres, la muerte de un señor ajeno a todo, y que como en toda obra maestra (interrogante que no terminamos de responder), deja perlas relacionadas a la escritura, como la siguiente:

“Como el sueño, la literatura es otro canal desintoxicante. ¿Cuánto odio se necesita para escribir? Entre acabar un gran libro y asesinar a un tipo no hay diferencia de fondo. Hay quien escribe para no matar. Lo ideal sería hacer ambas cosas”

O no abandonar el cuadrilátero, no colgar los guantes, pelear hasta que se apaguen las luces, hasta que no quede nadie, hasta que el corazón dé su martillazo final.

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