viernes, 13 de noviembre de 2020

La ballena de Aldo Berríos: sombras y espectros del Japón

Wayward whale in the city de Maggie Hurley

Editorial Áurea. La Balena. Aldo Berríos. 
1era edición Octubre de 2020. 127 páginas.

En su Tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia resume una anotación de Chéjov que contiene el núcleo de un relato que nunca desarrolló:

Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.

La anotación, que puede servir perfectamente como una ficción breve (hay un personaje, hay una trama y un final), tiene la peculiaridad de que puede abrirse como un abismo infinito de interpretaciones. ¿Quién se suicida teniendo dinero? Pero lo cierto es que todo suicidio tiene un fondo de enigma: no son más enigmáticos los que dejan notas, como el polémico suicidio ritual japonés (seppuku) que cometió el italiano Emilo Salgari, dejando más preguntas que respuestas con sus hipotéticas razones para llegar a tan drástica situación.  

Porque quizás, como plantea la magnífica novela japonesa El grito silencioso de Kenzaburo Oé, probablemente lo más macabro de terminar con la vida no sea el acto en sí mismo, sino el descubrimiento que puede llegar a hacer un suicida para tomar tan drástica situación. En Japón hay una tradición ilustre de escritores que se auto-eliminaron, Mishima, Kawabata, Akutawaga, todos de distintas maneras y es muy sabido que además de ser una cultura de fuerte raigambre guerrera, con un pasado imperialista y militar, el suicidio en Japón es un pozo de nunca cavar.

Una novela chilena ambientada en Japón

El gesto de Aldo Berríos, de utilizar como telón de fondo a una realidad más lejana a la nuestra, recuerda la actitud de otros artistas para escenificar sus ficciones, como el chileno Paulo de Jolly, que le cantó a los jardines de Louis XIV, o el español Jesús Ferrero con su Bélver Yin ambientada en los puertos de Shanghái. La ballena tiene como narrador y protagonista a un mestizo mitad chileno, mitad japonés, quien viaja hasta el país del sol naciente con una tarea muy clara: investigar al bosque de Aokigahara para escribir un reportaje sobre la zona, lugar que en la realidad es tristemente célebre por albergar a una gran cantidad de suicidas, quienes año a año eligen a esta zona boscosa como tumba para acabar con sus vidas.

Aldo Berríos,
autor de La Ballena
El estilo que despliega Aldo es sutil, como bien se emplearía aquel adjetivo para describir las formas que mejor conocemos de la literatura japonesa: trazos delicados para introducirnos a cada escena, descripción breve y poética, una utilización constante de la figura de la sinestesia, esto es amalgamar sonidos, sensaciones o sabores con recuerdos, y diversos recursos propios de la literatura parenética y proverbial oriental, con pequeños consejos morales propios de la sabiduría universal. En La Ballena no hay juegos de perspectivas, ni fracturas en el tiempo, recursos que la obra no necesita, pero sí constantes monólogos internos con superposiciones a la voz narrativa de otra voz, como si la mente de quien nos narra estuviera invadida por un fantasma. La trama que nos relata Aldo es introspectiva y se relaciona con tratar de entender por qué el hijo del protagonista decidió suicidarse.

El hijo del protagonista es menor de edad

Y ahí radica el quid de la búsqueda, ¿por qué un niño decide acabar con sus días? Los motivos para que un adulto decida morir descansan en factores innumerables, pero por lo general se trata de una decisión tomada racionalmente porque la vida se ha convertido en una carga: sí, no suelen estar locos ni bajo efectos de una droga los que deciden partir, de hecho estadísticas elaboradas respecto al momento del día en que se comete el acto, lo ubica entre mediodía y antes de la noche, horas en que el sujeto en cuestión está más lúcido, libre de sicotrópicos o de cualquier sustancia. Las razones son tan infinitas como seres humanos existen, por deudas, debido a una enfermedad catastrófica,  cuestiones políticas o remordimientos tras cometer un hecho delictivo o reprobable.

El mundo de los niños es distinto. El narrador intenta esbozar alguna explicación, porque sin duda lo que experimenta un suicida, no es otra cosa que una ruptura entre su yo y el mundo:

El mayor defecto de nuestro sistema está en ocultar el sufrimiento. En tapar el sol con un dedo insensible. Hoy por hoy, la mayoría padece alguna enfermedad mental no tratada, pero la ocultamos con nuestras fuerzas, porque es más sencillo callar que dar explicaciones.

Una observación similar realiza Carl Gustav Jung, al diagnosticar que vivimos en un mundo esquizofrénico haciendo una dura crítica a nuestra modernidad, la cual ha edificado un mundo con gruesas bases ancladas en la ciencia, pero que ha perdido el contacto natural con sus fenómenos, y así hemos dejado de oír la voz de los dioses en los truenos o de asimilar la belleza y la sabiduría en el símbolo del árbol: descreídos totalmente de los dioses, depositamos nuestras esperanzas en sistemas políticos y económicos manejados por hombres, que con todo el progreso de la técnica han facilitado, en efecto, nuestras vidas, pero no la han profundizado, quedando una superficie costrosa y deslizante en la cual es muy fácil resbalar y caer, y muchas veces para siempre.

Una guía de espectros de bolsillo


El marco realista de la novela se desborda en las primeras páginas, una vez que su protagonista hace contacto con el guía que lo conducirá hasta los bosques de Aokigahara. El trayecto que realizan ambos se asemeja mucho al recorrido de Dante por el infierno en la Comedia, y así como una vez se traspasa el umbral, es mejor abandonar toda esperanza. El viaje hacia los bosques queda deslindado con la impactante descripción del actuar de un extranjero, que haciendo caso omiso a cualquier gala de cortesía, marcará el decurso del libro con un hecho extraordinario y cruel. A lo largo de la novela, constataremos que el paisaje interior se funde con el paisaje exterior, y la relación entre iniciado e guía se mixturan, dando paso a un mundo fantasmal donde los espectros y seres del mundo espiritual de Japón hacen su aparición: todo habla y se comunica, los meandros del camino, la neblina que cae entre los árboles, los mismos personajes fantasmales, que repiten ininterrumpidamente su sufrimiento, muchas veces de manera sadomasoquista, y en efecto, eso los liga con los círculos dantescos. 

En un diálogo entre el padre del hijo muerto y su guía, éste le relata la historia, a modo de acertijo, de un hombre que recibe una llamada telefónica muy de noche, y le cuentan que en un accidente fallecen muchas personas. Tras escuchar esto, el hombre se levanta, prende la luz, y se suicida. Ese pequeño relato condensa en gran medida la relación del yo con el resto: no estamos tan solos como podríamos creer, y si llegásemos a estarlo, seríamos como los dioses, acaso los más soberbios, pues ellos tienen la autodeterminación de saber cómo y cuándo abandonarán este mundo.  Y probablemente aquella imagen del hombre que se levanta y prende la luz resuma todo esto, pues como dice el narrador de La Ballena, cuando se enciende una luz en algún lugar, hay una que se apaga en otro.

viernes, 23 de octubre de 2020

Sobre la libertad a propósito de El jardín de los suplicios

Editorial Impedimenta. El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau. Traducción Lluís Ma Todó. Edición original 1899.

Los libros mordaces que ponen en el centro a la decadencia y a la perversidad humana no son una constante en la historia literaria: a veces asumen la forma de la fantasmagoría y la locura vesánica, como Los cantos de Maldoror de Lautréamont, otras, la miseria humana vistas desde los ojos de un niño como El lazarillo de Tormes, o ya en nuestro siglo pasado, el monumento a la violencia pornográfica y fetichista con Crush, de J.G. Ballard, obra en la cual se nos relata sin empacho la adicción de un hombre a los automóviles y al sexo duro.

El caso de El jardín de los suplicios es emblemático; publicada en 1899, fue una obra que impactó en su época, pero no siguió un curso de influencias como otros de sus contemporáneos, como fue el caso El corazón de las tinieblas de Conrad (publicada el mismo año), y otras obras del decadentismo, en especial el francés, como la influencia irrefrenable de Charles Baudelaire con Las flores del mal o Joris Karl Huysmans con su A contrapelo. El jardín, en efecto, bebe de los mismos afluentes de sus contemporáneos: está la visión descarnada hacia la sociedad y a la civilización occidental, aparece el desprecio por las instituciones, se presenta la muerte de forma sublime y poética, y la objetivación de sus ideas filosóficas, en especial el tema de la libertad, encarna una paradoja y una advertencia: ¿hacia dónde nos puede llevar la libertad absoluta?

Pero ¿Libertad de qué y para quién?

El escritor francés y anarquista 
Octave Mirbeau
El concepto de libertad suele discutirse de forma ligera o muy amplia, y es que en los tiempos posmodernos su concepto se ha maltratado a tal punto que no existen nociones claras ni cercos establecidos: es la lepra inoculada por pensadores sofistas que dotan a la realidad de psicologismo, juego de (pos)verdades, o el mero capricho infantil de “si soy libre hago lo que me da la gana”.  Lo cierto, es que como afirma el filósofo colombiano Nicolás Gómez-Dávila, “la verdad no es un objeto que se pueda entregar de mano en mano”, y en este caso, el concepto de libertad no es algo que se pueda dar como dado; por su propia borradura genealógica y de aplicación práctica, merece más que nunca una interpretación crítica. Muy a grandes rasgos, la libertad corresponde a momentos históricos que pueden ser determinados según la sociedad en que se vive, y la distinción que haré calza como anillo al dedo a la novela examinada. En la oposición civilización/barbarie (que ya demarqué a grandes rasgos en mi análisis a la obra de Robert Howard) la libertad en los pueblos sin Estado, en las tribus o en los clanes, se refleja por la lucha del más fuerte: la libertad de hacer y deshacer es patrimonio de los individuos o los grupos más fuertes, con mejor armamento, técnica o inteligencia, siendo el control de los demás la única forma de asegurarse la libertad para hacer lo que se quiera. Con la llegada de la civilización y la formación de los Estados esto cambia: la libertad toma un tenor muy distinto, pues desde ese momento la fuerza pública y el poder de coacción son detentados por las diversas instituciones ancladas en el seno estatal, por lo cual el decurso de la libertad toma una normativa jurídica y política, lo que a su vez se traduce en que los individuos con mayor manejo de recursos, logísticos o partidistas, pueden asegurarse un mayor grado de libertad. En esta línea de pensamiento, es irrisorio que los Estados pretendan asegurar la libertad a todos los individuos que lo conforman, puesto que los mismos desniveles existentes en todas las sociedades prueba que es imposible confirmar esa premisa, y en los casos históricos en que los Estados han conseguido un grado superior de igualdad entre sus habitantes fue bajo regímenes totalitarios como el comunismo, donde ni siquiera se garantizó el derecho a libertad de expresión (en la esfera soviética son emblemáticos los casos de Boris Pilniak, Isaac Babel, Mijail Bulgákov o Boris Pasternak, escritores que no sólo se les negó el derecho a publicar, sino que fueron hostigados e incluso asesinados en algunos casos). No sin razón, Bertrand Russell afirma que los gobiernos y las leyes existen precisamente para restringir la libertad. Para ahondar más en torno a la temática recomiendo El sentido de la vida del filósofo español Gustavo Bueno, donde analiza retrospectivamente el concepto de libertad en todas sus implicancias.

Un salón de caballeros y una discusión en torno al asesinato

La novela parte con la reunión en la casa de un famoso escritor del cual no se dice más, dentro de un salón repleto de hombres sin nombre que encarnan diversos arquetipos; ahí discuten en torno al asesinato. Apenas bosquejados, lo único que importa son sus opiniones: ¿es el asesinato la mayor preocupación humana?  Todos están de acuerdo en ello, aunque desde diferentes ópticas. El filósofo, el literato, el médico, van entregando sus impresiones, y la respuesta de cada uno remite a la naturaleza del hombre. Para unos, el asesinato es más que una de las tantas bellas artes, es una pulsión innata que se ve sofrenada por las instituciones; para otros, el asesinato puede ser cometido a mansalva, si el individuo que los comete tiene asegurados los medios para expresar su libertad de matar impunemente. En un punto de equilibrio, se considera al asesinato desde la perspectiva de la ciencia como una curiosidad: una voz explica que su padre, de profesión médico, asesinó a un paciente durante una operación sólo porque pensó que un órgano estaba en mal estado, abriéndole y provocando su muerte. Pero en esta perspectiva macabra, que recorre las prácticas políticas más en boga en aquel siglo, como el antisemitismo o el colonialismo, uno entrega una perspectiva muy curiosa sobre el hecho de matar, y que en efecto servirá como principal núcleo que se desarrollará a lo largo de libro: tanto el placer sensual y el goce, se unifican con el deseo de asesinar o de morir, ejemplificándolo por la gran excitación sexual que sentiría un sujeto cualquiera al estrangular a su víctima, postulado que recuerda indefectiblemente al de Freud respecto a las pulsiones de vida y muerte relacionadas con Eros y Tanatos (y en efecto, Freud tuvo que haber leído al decadentista francés, principalmente por la proximidad espacial y temporal entre ambos, relación para un análisis que excede a este escrito).

La historia se abre a las tinieblas

Como en los antiguos relatos enmarcados, en el clásico tópico del manuscrito (en la que una historia se inserta dentro de otra ya sea por el descubrimiento de un manuscrito o por la exposición de un narrador), es acá el narrador protagonista de los hechos, quien presenta ante el grupo de distinguidos caballeros su obra escrita en un papel enrollado, advirtiendo que no se ha atrevido a publicarlo y menos a dar su nombre. Una mujer y un viaje, marcarán su derrotero, y ante la búsqueda de una explicación a los hechos que relatará, muy en la línea del romanticismo oscuro, afirma (apelando a una esfera ligada a lo irracional) que las cosas no necesitan ser demostradas sino sentidas.

El protagonista es un político, y según sus propias palabras, es un político que se está abriendo en el mundo electoral; todas las relaciones que establece con otros personajes son de un cinismo puro y galopante. En un inicio, afirma que llegó a postularse a una circunscripción en la que nunca había estado, pues era aquello, o simplemente arrojarse al Sena. Suicidio o vida política, o recordando más bien la frase de Max Weber “quien entra en política hace un pacto con el diablo”, pero ¿qué clase de política? O mejor preguntarse: ¿qué clase de diablo? El flamante candidato es apoyado financieramente por el mismísimo Gobierno, y una de las primeras recomendaciones que recibe no puede ser más contundentes:

La honradez (en el mundo de la política) es inerte y estéril, ignora la explotación de apetitos y ambiciones, las únicas energías con las que puede fundarse algo verdadero.

Lo verdadero es, como en el tópico del mundo al revés, la falsedad absoluta, ejemplificado por su candidato rival, que sin ningún miramiento se ufana ante las multitudes gritando a viva voz: “yo robo, yo robo”, no obteniendo un rechazo por su actitud, sino que es coreado y aprobado por sus seguidores: “sí, él roba, él roba”. El narrador explica que su oponente ha ganado las elecciones, suponiendo un fuerte golpe a su integridad, pero que no lo saca del entramado en el que se mueve, y es que una vez iniciado un camino cuesta tanto desandarlo. Condes, barones, comerciantes, políticos, toda la élite es descrita por Mirbeau como un estrecho maridaje entre ambición y corrupción. Se percibe en varios pasajes de esta primera parte del libro aquello de la estrecha unión entre las identidades que se mueven en este teatro: la caída de uno por una traición o habladuría puede suponer la ruina de muchos, y ante el amago de una delación, basta poner una buena bolsa de oro por delante para comprar complicidades, y como se puede inferir por la actitud de quien nos narra todo esto, se suele preferir la libertad al dinero.

Porque la mejor forma de encerrar a alguien es haciéndole creer que es libre

Sin talento, sin un camino forjado por su propia voluntad, el protagonista es “quitado” de la escena local política por su rival de manera astuta, quien lo embarca en una misión a la China con el supuesto título de entomólogo. El protagonista duda del ofrecimiento, y con razón, pues ¿cómo va a actuar como un entomólogo si no tiene ninguna noción de aquella ciencia? Pero la caridad para el político no suele tener límites, si sus “actos de bondad” los hace con la plata de los contribuyentes, jamás con su fortuna. Se le ofrece dinero, una posición, un destino, a cambio de que se retire de la vida pública por dos años. ¿Qué mejor manera de anular a alguien si no es diseñándole una cárcel a medida? El protagonista, que como ya sabemos no tiene nombre, acepta el billete y la misión y se embarca en su supuesta misión de entomólogo; como ocurre con las mejores novelas, cada escena va prefigurando a la siguiente, o las sugiere a grosso modo.

Durante su viaje en mar hacia las lejanas costas orientales, traba amistad con un oficial inglés, un hombre de pasado militar que representa lo más cruento y vil que pude encarnar alguien del mundo de las armas: el gusto por exterminar a poblaciones humanas y el afán sádico por crear un arma que pueda aniquilar a gran cantidad de enemigos. Nótese que en el año que se publicó la novela aún no ocurrían las guerras mundiales, pero la carrera armamentista y la cantidad de conflictos bélicos tanto en América como en Europa afloraban desde causas independistas, hasta conflictos civiles y territoriales: nada nuevo bajo el sol, porque la guerra es una constante. Otro personaje que destaca es un cazador furtivo, uno de aquellos individuos muy en boga en aquellos años, sujetos capaces de cruzar continentes enteros en busca de especies y tesoros preciados, y que en uno de sus tantos viajes se ve obligado a comer carne humana, pero no de negros, sino de blanco, por considerarla de mejor calidad. Nótese que son hombres blancos de países civilizados los que cuentan sus historias, y en sus relatos aflora el canibalismo, la guerra y el exterminio.

Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se tratar de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.

Y la bella Clara irrumpe

Así como Dante tuvo a la Beatriz que lo condujo y lo sacó del Infierno, el protagonista tiene a su Clara, que es la que lo lleva al Paraíso, pero lo lleva a un Edén que es el reverso de la utopía: El Jardín de los suplicios. Clara es descrita como una pelirroja hermosa, audaz, y altamente inteligente. En temas amorosos y sexuales los vive sin ningún pudor, y es ese desenfado, lo que enamora al hombre que nos irá a narrar muy de cerca el horror que habrá de contemplar. Clara representa el refinamiento, la exquisitez, el derroche y la agudeza, es una hija de la élite, y como tal, no tiene problemas para expresar lo que desea y en colmar sus deseos con creces: no conoce más que privilegios y desconoce el rigor y la escasez. En un muy poco tiempo seduce al joven, y ya durante el mismo viaje en la embarcación, éste se reconoce totalmente subyugado por la mujer, al grado tal de reconocerse como esclavo de la misma. La signatura de la libertad una vez más cobra sentido: si primero era prisionero de un sistema político y de unas ideas, luego de una misión hacia un país que desconoce con una profesión de la que no tiene ningún conocimiento (entomólogo), el nuevo nivel de degradación es el amor. Para el poeta latino Ovidio, el amor es un campo de batalla: Militat omnis amans, et habet sua castra Cupidus, o en español, que todos los amantes son soldados, y Cupido tiene su propio campamento (Libro I-IX, Amores). Pero si el amor es un campo de batalla, y sitiar y conquistar a la figura amada es el triunfo de esa guerra que sólo los valientes pueden librar, una vez más El jardín de los suplicios nos enseña que una vida no se compone de victorias o derrotas, sino que la principal dialéctica que nos forja en tanto individuos es la antinomia esclavitud-libertad.

La colonia penal

La descripción del puerto chino y su mercado nos remite a imágenes recientes sobre la pandemia: en esos mercados se venden murciélagos clavados en estacas, carne putrefacta, y toda clase de animales, todo narrado con lujo de detalles. Pero el espacio final de esa pesadilla es un bello jardín colorido, en el cual se tortura a hombres entre medio de aquellos paisajes de ensueño.

El Jardín de los Suplicios ocupa en el centro de la Prisión un inmenso espacio en cuadrilátero, cerrado por unos muros cuya piedra, cubierta por un tupido revestimiento de sarmentosos arbustos y plantas trepadoras, ya no se ve. Fue trazado hacia mediados del siglo pasado por Li-Pé-Hang, el botánico más sabio que haya tenido China.

La mayor cantidad de textos en torno a El jardín de los suplicios se centra en los diversos tormentos y ejecuciones brutales de los penados chinos. Es probable que las poderosas imágenes necróticas de sadismo y sangre hayan abierto el camino para otras manifestaciones artísticas, como el ero-guro japonés (del que Rampo Edogawa sería su principal cultor, en los años 20); o el grand guignol francés, que comenzó dos años antes de la publicación de esta novela, pero que su refinamiento y desarrollo se llevaría durante los primeros años del siglo XX.

En este caso, la novela traslada todo el horror por la destrucción surgida de la civilización occidental hacia una lejana, oriental, en la cual la muerte es tratada de forma estética anclada en una arquitectura del mal. Pero aquella no es una mascarada ni una teatralización de los verdugos con sus víctimas, sino que es la demostración palpable de que su escenificación no es cuestionada por sus espectadores, individuos refinados y de la elite, sino que es aplaudida e incluso alentada. En el último trecho la novela se convierte en un festival de la exquisita refinación para exterminar vidas humanas, y su protagonista narrador, extasiado y asqueado a partes iguales, identifica al jardín de las torturas con el universo.

Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.

Y no se pueda esperar mayor hondura de alguien que reflexiona desde su propio infierno construido a medida, en su perpetua esclavitud.

viernes, 9 de octubre de 2020

La mujer escarlata: un folletín hirviendo en su máximo grado de ebullición

Whore of Babylon, ilustrada por William Blake
Whore of Babylon, por William Blake

Editorial Áurea
La mujer escarlata: el rito de Bábabol. 
Sergio Alejandro Amira y Martín M. Kaiser. 
1era edición, abril de 2020. 

Por alguna curiosa disposición, las obras escritas a cuatro manos tienden a la sátira, a lo policial y al pastiche. Es como si esta disposición autoral se decantara mejor por obras en un tono burlesco, aún cuando los hechos que se narran sean tan terribles como la violación, el asesinato o el incesto. Sabemos que Borges y Bioy Casares hicieron lo suyo con Honorio Bustos Domecq, autor inventado para dar rienda suelta a relatos detectivescos que homenajeaban y ridiculizaban a partes iguales al género tributado, poniendo delante de estas ficciones a Isidro Parodi, que desde su nombre mostraba su clara intención: Parodi, parodiar, que como sabemos, lo paródico no es otra cosa que copiar un modelo (precisamente Modelo para la muerte es otra novela del par) pero desfigurándolo con una intención satírica, evidenciando sus flaquezas y pretensiones.

En Chile no tenemos una tradición de escritura a cuatro manos, pero vale la pena mencionar a la dupla hispano-chilena compuesta por Bolaño y A.G. Porta con su Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, que desde el título mismo se evidencia el homenaje y el pastiche, poniendo como protagonistas a una pareja compuesta por un narrador catalán y su novia sudamericana en plan Bonnie y Clyde: violencia, delincuencia y muerte corren como la sangre por sus páginas. Otro caso digno de mencionar es La dupla compuesta por Bartolomé Leal y Eugenio Díaz, quienes han inventado al autor Mauro Yberra, creador de los hermanos Juan y Jorge Menie, protagonistas de una trilogía compuesta por La que murió en Papudo, ¡Mataron al don juan de Cachagua! Y Ahumada Blues, las que tratan sobre diversos crímenes escabrosos donde no faltan las brujas, los donjuanes, temibles sectas satánicas, políticos fanáticos y vueltas de tuerca en cada página, muy propias de las clásicas novelas de misterio.

En esta misma línea paródica, con elementos más cargado al kitsch, se inscribe La mujer escarlata,  de los escritores chilenos Sergio Alejandro Amira y Martín Muñoz Kaiser. De entrada hay que aclarar que la novela ya había sido publicada, en 2014 por Editorial Forja bajo el nombre de WBK (siglas de Warm Blooded Killers), y en los años que circuló no tuvo gran repercusión mediática (como suele pasar con las obras singulares), pero que urgía actualizar y poner nuevamente al alcance de los lectores con una segunda vida.
Al fondo, Sergio Alejandro Amira.
En primer plano, Martín Muñoz Kaiser
.

La mujer escarlata se trata de una edición remozada y actualizada de esa WBK, y que si bien gana en algunos aspectos, pierde cierto equilibrio en otros. Por fortuna los puntos débiles son menores: cierto atolondramiento en apresurar las escenas sexuales, extensión de algunos diálogos baladíes, sobre todo entre los personajes femeninos del libro, y un snobismo a veces innecesario al poner en boca de los personajes frases completas en francés, alemán, inglés o hasta ruso (con caracteres cirílicos), lo que si bien podría considerarse como un gesto de vanguardia, esta obra no pretende lo mismo que una obra como La montaña mágica de Thomas Mann, sino que pone en primer plano el hecho de entretener y en un segundo más retirado, crear un entramado de referencias ficticias apoyadas en la magia, la religión, la ciencia y como no, la literatura. 

Uno de los cambios favorables que compensan estos lastres señalados, es que el armazón de la novela se siente más destilado, las transiciones entre las escenas están mejor logradas, los personajes mejor caracterizados y las claves iniciales se entregan desde el comienzo, con alusiones a la magia thelemita y el rito de Bábalon, las cuales guiarán al lector en una historia en quinta y a toda velocidad.

Una trama disparatada llena de disparos

La novela sitúa la acción en un Chile aparentemente aburrido donde no pasa nada, pero que tras su cartografía se esconde una ambiciosa historia de asesinos protagonizada por Andrés Kassler y Jamal Amirov, hombretones que responden al prototipo de macho alfa, no solo por ser musculados y violentos, sino también porque manejan muchas lenguas, una cultura universal que cualquier enciclopedista querría, y vamos hilando fino, el sueño húmedo de toda mujer (y hombre) que valore por sobre cualquier cosa la inteligencia y la testosterona. La bella pelirroja Sofía actúa como contrapunto entre ambos personajes masculinos, y como toda femme fatale, no pierde su tiempo en seducir y lanzar sus calzones ante la menor insinuación de Andrés, el galán de turno que sin ninguna clase de complejos volteará y pondrá patas para arriba a la bella en maratónicas jornadas de sexo, goces verbales que cualquier lector del Kamasutra agradecerá a rabiar.  



Comparativa de ambas portadas. En la primera se resaltaba más el protagonismo de Sophie, mientras que la segunda se decanta más por el vínculo peligroso entre Andrés y la pelirroja. 


Una de las claves esotéricas del libro, es que la peligrosa atracción entre la pelirroja y uno de los agentes, Andrés, puede provocar una suerte de rotura en la realidad, idea que se sustenta en la antigua creencia del Orgón, una unidad energética espiritual que dota de vida a todos los organismos, algo así como el éter, el ki, o el élan vital de Bergson. Esta poderosa atracción hormonal entre Sophie y Andrés es el conflicto inicial que desencadenará una oleada de muertes, irrupción de asesinos inspirados en procesos alquímicos y hasta la referencia a una misteriosa Compañía que opera en los márgenes del tiempo y del espacio para intentar reunir los fragmentos de múltiples universos que estallaron en miles de pedazos tras la Segunda Guerra Multiversal (sí, bien leyó), y preservar a la gran Trama, algo así como el mecanismo que permite el continuo espacio-temporal, o sea el funcionamiento del todo.  

Por otro lado, La mujer escarlata se apropia de una violencia muy al estilo de la fantasía heroica post Tolkien (Michael Moorcock, R.A Salvatore, George R.R Martin), una violencia descarnada y detallista, con muchos aderezos modernos, como armas de fuego, persecuciones de automóvil y diálogos punzantes:
–Estás muy confiado, ¿no crees que vas a morir?
No, pero en esta línea de trabajo uno aprende a vivir cada minuto como si fuese el último.
O en esta descripción que concentra todo el fulgor de un combate:

Andrés da tres pasos y salta con potencia, sostiene la nuca del agente y le revienta el rostro de un rodillazo; la sangre salta a chorros de la cara del hombre que se desploma con convulsiones por el trauma encéfalo craneal.
Dentro de este tinglado no puede faltar lo monstruoso, con personajes que deslindan la verosimilitud, herederos de la tradición del manga japonés, pero también del grand guignol y el circo freak, presentándonos lo impresentable: gigantes con piel de acero, vampiros  con habilidades psiónicas, osos polares transformados en ciborgs con poderosas garras de acero,  comunidades de locos que creen vivir en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas, o un agente que es capaz de materializarse y desmaterializarse a voluntad.

La mujer escarlata se puede leer perfectamente como un sinóptico que reúne en un todo a las artes marciales, las historias de espías, las tramas de ciencia-ficción interdimensionales, las paradojas espacio-temporales, las conspiraciones mágicas y un mixturado variopinto de disciplinas y seudociencias estrafalarias: sí, puede que su composición y las temáticas no tengan nada que ver con lectores de perfil más serio, pero así como los antiguos libros de caballería gozaron de mucho éxito y fueron desdeñados por la academia (y tras 400 años recién recuperados), La mujer escarlata es una obra que exuda músculos, impensados giros de tuerca, y muchas veces elementos de la mejor y más aguerrida literatura. 

viernes, 31 de julio de 2020

El Conan de Robert Howard: una historia violenta de honor y barbarie


Ricardo Piglia, citando a Balzac, afirmaba que el mejor novelista del mundo era la plata, porque el sólo hecho de contar cómo se ganaba (o se perdía), y en qué cosas se podía gastar, traía inmediatamente a un primer plano una serie de conexiones, relaciones o impresiones, que servían para poner en marcha cualquier máquina creativa. El circulante, como bien sabemos, es producto de las civilizaciones, el cual debió aparecer para facilitar el intercambio de bienes y servicios en los mercados, que en alguna época pretérita tuvo como método al trueque, pero ahí donde se volvió imposible intercambiar mil onzas de trigo por cien cabezas de ganado (un paréntesis largo: pensemos en todas las dificultades que traía consigo operaciones mayores de trueque, la dificultad del acarreo, el transporte mismo y los peligros innatos producto del pillaje, no sólo con los asaltantes de caminos, sino también con los piratas, las tribus errantes, y mucho más), la acuñación de las primeras monedas inició el camino del dinero convertido en metáfora: ya no era literalmente planchas de bronce, vestidos o sacos de trigo, sino que ahora podía significar cualquier cosa que se pudiera comprar, lo cual incluye por cierto, a los sueños.

La historia de la civilización siempre ha tenido como contrapunto a la barbarie: ambos conceptos se necesitan para explicarse, pero el cerco que limita uno con otro ha sido tan variado y heteróclito como la vida misma. Si bien el salvajismo ha tomado diversas caras por medio de figuras del imaginario, como cinocéfalos (hombres cabeza de perro), gigantes, blemmys, orcos, goblins  o dragones, también ha sido encarnado por pueblos reales, como los aborígenes americanos, las tribus africanas, los vikingos o los hunos, por mencionar algunos. En términos generales, la separación civilización/barbarie opera por contrarios: donde la civilización incluye el uso de la ropa, el funcionamiento de instituciones políticas y las relaciones de pareja reguladas, en la barbarie prima la desnudez, las prácticas tribales como el canibalismo, y en términos sexuales la promiscuidad absoluta, incluyendo el incesto, la poligamia y la violación grupal.

Robert Howard: una historia de dinero y salvajismo

Uno de los pocos retrasos del autor
Una de las pocas fotos del autor

El dinero, visto como producto de la civilización y como metáfora, fue un tema que para el autor de Conan fue ineludible: la forma de su prosa adoptó las exigencias de un mercado y de un tipo de lector que no sólo moldearon sus principales temáticas, sino que su frenética producción obedeció a estrictas necesidades económicas. Recordemos que toda la producción de Robert Howard es la de un veinteañero, que falleció a los treinta años, y que toda su obra apareció publicada en diversas revistas pulps, como la Weird tales, o la Action stories, revistas que aglutinaban a decenas de escritores que debían seguir diversas reglas para complacer a sus lectores, que no eran precisamente caballeros de monóculo, frac y bastón, sino la gran masa ciudadana que compraba estas revistas en kioskos y no en librerías, y que leía expresamente para entretenerse: no eran snobs ni intelectuales que buscasen la quintaesencia de la sabiduría, por lo cual la única vara que se tenía para medir a esta literatura era lo impactante que podía llegar a ser: crímenes violentos, mujeres en poca ropa, monstruos, muchos monstruos, criaturas interdimensionales o científicos locos, eran sólo parte de una interminable tropa de personajes que poblaban estas demenciales páginas, muchas veces de escasa calidad, sea dicho de paso, con planteamientos y desarrollos estereotipados y esquemáticos, y personajes cuando no caricaturescos, lisa y llanamente planos, de cartón. En su idioma original se puede encontrar material en varios sitios de Internet, y en nuestro idioma existen por lo menos dos antologías, la Weird Tales (1923-932) antologada por Francisco Arellano y editada por La biblioteca del laberinto, y la esperpéntica y superlativa, Los hombres topos quieren tus ojos reunida por Jesús Palacios y publicada por Valdemar.

De toda esa legión de escritores que firmaron estas revistadas destacaron Dashiel  Hamett, Raymond Chandler, H.P Lovecraft, Clark Ashton Smith, y por supuesto Robert Howard, que como ninguno de los citados, se entregó con frenesí a cualquier clase de desafío escritural que se le presentase, escribiendo literalmente sobre lo que le pidieran: historias picantes, historias de boxeadores, westerns, terror, ciencia-ficción, histórico, y por supuesto, los relatos de aventura, género donde se destacaría notoriamente, con cuatro personajes fundamentales, Solomon Kane, Kull, Cormac y Conan.

El entorno de producción

Nunca antes, ni después, con la era dorada de las publicaciones pulps, nacieron tantos subgéneros literarios que dependieran estrictamente de un formato de rápido consumo, y por lo general ceñido a reglas editoriales que debían acatar sus escritores, so pena de quedar excluidos en la próxima publicación, lo que redundaba en no recibir las garantías económicas por cada relato aceptado y publicado. En esa época se solía pagar a centavo por palabra, por lo cual un relato era valorado según su extensión, paga que oscilaba entre los 10 y los 100 dólares, que en dinero de los años 30 se traducía entre los 100 y mil dólares de ahora. Robert Howard tomó la determinación de dedicarse íntegramente a la escritura, decisión que en su grupo era minoritaria, pues gran parte de los escritores de pulps (como los de ahora y de cualquier época), tenían otros oficios, como abogados, oficinistas, periodistas, profesores, etc. Para bien o para mal, la publicación de relatos pulps ayudó como nunca antes a la profesionalización del oficio, iniciativa enteramente propulsada por la actividad privada, sin necesidad de recurrir a financiamiento estatal o bajo el manto de instituciones académicas: las revistas crecían y los escritores surgían sólo si vendían, de lo contrario las iniciativas quebraban y redundaba en el cierre de revistas, como efectivamente pasó cuando muchas no pudieron mantenerse financieramente, ecosistema que finalmente terminó destruido no sólo por la reducción de ventas, sino también por la persecución de grupos moralistas, como el alcalde de Nueva York de la época, la influencia del American Mercury y del propio Parlamento, que veían a estas publicaciones como retrógradas, degradantes e inmorales (y lo eran), lo que redundó en lo inevitable: el debut y el ocaso de una forma de hacer literatura que duró poco más de una década, pero que su poderoso legado se percibe en la actualidad, en el cine, las historietas, los videojuegos, y por supuesto, la literatura misma.

Robert practicó boxeo, aumentando su masa muscular, lo que lo llevo a adoptar un físico similar a los héroes que retrataba.

Conan el bárbaro

Robert Howard tenía un método de composición fuertemente anclado a sus investigaciones en torno a pueblos y civilizaciones antiguas, en especial referente a los pueblos salvajes, que eran sus predilectos, pero a la hora de la escritura misma, cuando se sentaba a teclear furiosamente sobre su máquina Underwood, afirmaba que los rostros, los hombres y las tramas mismas se le “aparecían”, como si existiesen ya previamente en una realidad paralela y él simplemente se dedicase a transcribirlas, método compositivo que más nos haría pensar en místicos como William Blake o Teresa de Jesús, que en escritores de pulp, más dados a los esquemas y a los estereotipos. Es indesmentible que el Conan de Robert Howard se transformó en uno de los pilares de todo el género de espada y brujería, (o fantasía heroica) épica con reminiscencias de las gestas homéricas o los libros de caballería, y si lo ponemos a un costado de Tolkien por ejemplo, podemos constatar lo diferentes, casi opuestos, que como autores fueron. A diferencia del sudafricano, y de otros émulos posteriores, el mundo de Conan, denominada como La Era Hiboria, no reconstruye genealogías completas de héroes ni recreaba un universo de forma meticulosa; Conan es un héroe arrojado a la experiencia misma en un mundo violento dominado por los más fuertes y astutos, y ese mismo molde responde casi de forma fractal a todas las historias que protagoniza: lo vemos como rey, luego como mercenario, a veces como pirata incluso o ladrón; da lo mismo, se presenta una situación u obstáculo que debe resolver, unos cuantos giros a la trama y luego su resolución. Por formato no estaba destinado a formar una saga lineal, y su hechura, siempre partía por la presunción de que el lector se adentraba por primera vez en su historia, por lo cual era común que en cada cuento fuese presentado como desde el comienzo.

Un universo caótico se amontona sobre los escombros de la civilización

Lo que transforma a Howard en un escritor sobresaliente no es sólo la fuerza de su prosa: en realidad, su escritura nunca estuvo a la vanguardia, recordemos que en la década de los 20 y 30 ya escribían Kafka, Proust o Joyce, por mencionar a otros autores en las antípodas del texano. La escritura de Howard es diáfana y descriptiva: de no serlo, jamás habría publicado en las revistas pulps, pero como aquellos boxeadores que sin tener una técnica sobresaliente y si moverse en el ring con soltura, tiene un par de trucos que cuando los aplica bien, son tan eficaces que podría tumbar a cualquiera.

Lo primero que hace, es contarnos una historia como si se desprendiera de un universo mayor, un universo del cual nos llegan pequeños retazos a través de gestas o poemas, que dotan de mayor verosimilitud a su ficción, al grado tal de que pareciera estar haciendo fanfiction de una obra monumental ajena. La Era Hiboria[1], es una edad mítica perdida, que reúne elementos del feudalismo medieval y de la magia, con civilizaciones que recuerdan a los antiguos griegos, celtas, romanos e incluso egipcios, escenarios donde reyes déspotas aplastan a pueblos completos, y la aparición de seres interdimensionales sanguinarios son moneda corriente: los invocan brujos poderosos o magos, en entornos degradados que recuerdan que toda civilización, por muy avanzada o desarrollada, siempre oculta la basura en el patio trasero o bajo la alfombra.

Lo segundo, es que en sus historias subyacen filosofías y teorías científicas, es una literatura con ideas, un logro hiperbólico, si sabemos que toda su ficción pasaba por la revisión de editores que no pensaban estrictamente en términos artísticos, sino que numéricos; eran historias que si se volvían incomprensibles o no tenían respuesta de parte de los lectores, terminaban modificadas, cuando no en el tacho de la basura. 

Lo tercero, es la vivacidad de la acción, herencia de escritores de aventuras como Edgar Rice Borroughs (el creador de Tarzán) y una vasta tradición del siglo XIX, con escritores como Dumas, Kipling o Stevenson, pero con escenas mucho más estilizadas que los anteriores escritores, machacando en pocos párrafos toda la violencia que destilaba, ya no entre elegantes espadachines del siglo XIX, sino entre hombre y bestia, o ya de plano entre dos bestias salvajes, no vacilando a la hora de describir gráficamente hematomas, traumatismos, roturas o amputaciones.

Civilización versus barbarie

Una de las ideas más chocantes que puede provocar a los lectores de los relatos de Conan, es la manifiesta preferencia de Howard por la barbarie: no en vano el héroe es un salvaje, y por lo mismo, un fuerte sustrato nihilista acompaña sus visiones, muchas veces atacando a los civilizados por considerarlos blandos, deshonestos y falsarios. Esta idea no es descabellada, si consideramos que la aparición del primer homo sapiens se calcula entre unos 200 y 350 mil años, milenios donde no reinó ningún orden ni forma de gobierno más que la división en tribus y clanes: desde esa óptica, la civilización es casi un accidente cósmico, una conjunción azarosa de miles de variables que ante cualquier inminente evento, como una guerra nuclear, una cataclismo natural, o la aparición de un mega virus, podrían echar abajo toda esta construcción largamente escarpada en lo que parece estar al borde del abismo: una civilización de cimentos sólidos pero construida sobre un terreno tambaleante y frágil. Emerson, en su famoso ensayo Confianza en uno mismo, el cual pudo haber leído Howard (fue un lector omnívoro), tiene un famoso pasaje donde compara la suavidad de un hombre civilizado frente a la dureza de los rústicos: ahí donde el primer muere víctima de una estocada o una flecha, el otro, al estar desprovisto de los mismos cuidados que terminan ablandando los organismos, de seguro curará rápidamente sus heridas y se pondrá nuevamente de pie para seguir luchando.

El Conan de Robert Howard, y no necesariamente el que se ha masificado posteriormente en otros mass-media, es un hombre parco y de acción, pero no por eso una montaña de músculos sin raciocinio: tiene una filosofía de vida y una ética, lo cual nos empuja a repensar la figura del salvaje. Conan es un personaje libre, está más allá del bien y el mal, y categorizarlo como buen o mal salvaje sería caricaturizarlo. Su libertad radica en que no está atado, como nosotros los (pos)modernos, en tener que utilizar la razón y la gestión científica para asegurar nuestras metas: él está en contacto con lo sobrenatural, lo intuitivo y su conocimiento de las cosas son directas.

En uno de sus relatos mejor escritos, La reina de la costa negra, en la cual aparece Beltit, una guerrera que lidera una expedición de piratas que la veneran como una diosa, Conan sostiene un diálogo con ella en torno a la vida y la muerte, y le dice:

Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos (…) Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y de la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.

En otro pasaje de ese mismo cuento, Conan relata que no comprende a los hombres civilizados, pareciéndoles afeminados y poco prácticos. En una ocasión es llevado ante tribunales, y ante la mirada severa y seria de los hombres de justicia, le piden que entregue a un amigo acusado de robo, pero el cimerio se rehúsa, porque aquello quebrantaría el código de la amistad. El juez se levanta y protesta, invocando al sagrado cuerpo de las leyes: como respuesta, Conan se levanta, le clava un hacha en el cráneo y arranca. La lealtad es un código inquebrantable para el bárbaro, y cuando expresa que no comprende a los civilizados, lo dice específicamente porque los hombres civilizados y exitosos no suelen surgir mediante anticuados códigos de honor y lealtad sino a través de argucias o soportes, que hoy en día podríamos llamar como redes de contactos o prebendas. Porque Conan, detrás de las aventuras y las correrías que vive, no hace más que interrogar a nuestro presente, y como observa en Más allá del río negro, ver a los hombres ocupados en asuntos de justicia y ocupando cargos públicos o políticos, no le hace más que llegar a la conclusión de que han enloquecido, por haber dejado de templar sus cuerpos en el frío y bajo el calor de la espada, viviendo la vida al límite, sin dioses ni paraísos.

Darwinismo invertido

El tema racial en los escritos de Howard, en especial en Conan, es otra de sus puntas de lanza. Suele ser algo que desdeñan muchos progresistas, al considerar que la visión del texano es vetusta, pues suele presentar continentes y razas completas de hombres que definen su ethos determinado estrictamente por su herencia genética. Los censores, los amigos de lo políticamente correcto, han llegado a censurar o modificar pasajes de las historias de Howard, pues como apunta el traductor León Arsenal en el libro Las extrañas aventuras de Solomon Kane (Valdemar), expresiones como negros salvajes, han sido cambiadas por negros guerreros, maquillando falsamente la obra howardiana, prejuicio estúpido por lo demás, porque la negritud nunca fue un problema para el escritor, y puestos a examinar como espías en busca de desviaciones ideológicas en su trabajo, no hay que olvidar que Conan era de tez morena, ojos azules y salvaje.

Al margen de tan ásperos meandros, el planteamiento novedoso de esta Era Hiboria donde habita Conan, es que sirviéndose de la especulación evolutiva entrega poderosos argumentos para hablar de razas y naciones completas que han avanzado hasta conformarse en hombres como nosotros a través de los eones, pero también utiliza estos mismos argumentos para introducir bestias en sus tramas, alteraciones que han provocado desviaciones en el tronco, involuciones de hombres que han descendido hasta asemejarse a gorilas o babuinos, surgiendo hordas de auténticos monstruos que aún para los mismos bárbaros son amenazas ciegas y demenciales. La naturaleza, en estos reinos, no siempre se presentan como armoniosa, sino que muchas veces hostil con las criaturas que subyuga, en especial con el hombre.

Un final abrupto de una carrera meteórica

El final de Robert Howard no pudo estar menos en sintonía con sus personajes: ahí donde éstos luchaban y superaban pruebas infatigablemente, saltando de encrucijada en encrucijada, algo, un estado de ánimo, una desgracia íntima, embargó y nubló su horizonte. Robert Howard fue un niño retraído y de pocos amigos, que una vez mayor dividió su tiempo en pasar horas en el gimnasio y en encerrarse a escribir y a leer para dar vida a un universo vivo y llameante que aún sigue palpitando. Cuando empezaron a publicar sus primeras obras, tenía sólo veinte años, y ya su padre le advirtió severamente que si no conseguía éxito con su emprendimiento, iba a tener que forzosamente matricularse en la escuela de negocios para dedicarse a la auditoría. 

Robert Howard fue una persona vital y enérgica, pero no pudo sobreponerse a los fantasmas que lo acechaban. Cuando su madre enfermó gravemente, y ya siendo desahuciada, le preguntó a un doctor de la familia cuántas probabilidades existían si alguien se disparaba a la cabeza con un arma de fuego: se excusó diciendo que necesitaba esa información para un relato suyo, pero los dados ya estaban lanzados. Embargado por problemas económicos, recordemos que el mundo se venía levantando recién de la Gran Depresión, siendo el único sostén económico de su madre, situación agravada por los gastos médicos y por el retraso en los pagos de las revistas, cuando supo que su madre agonizaba tomó la determinación final, que probablemente ya llevaba mucho tiempo masticando. De un disparo certero, un 11 de junio de 1936, acabó con su vida. En su billetera encontraron un papel escrito a máquina, era su despedida y decía: All fled -all done/so lift me on the pyre/ The Feast is over, and the lamps expire”, que podría traducirse así:

Todo voló, todo se fue

Ya pueden dejarme en la pira.

El festín se acaba

y las luces ya se apagan.

Conan en español

Existen múltiples ediciones del héroe bárbaro. Vale subrayar que muchas no son más que pastiches que realizaron colaboradores, y que las ediciones publicadas por Timún Mas o Martínez Roca no destacan ni por la traducción ni por trabajar con los materiales directos. La edición La reina de la Costa negra y otros relatos de Conan, de Cátedra, destaca por su contundente prólogo a cargo de Javier Hernández. La obra crítica Cuando cantan las espadas, a la cual de momento no he podido acceder, del medievalista y traductor Javier Martín Lalanda, es considerada como cumbre en nuestra idioma, pues explora de forma exhaustiva el universo creado por Rober Howard. La biblioteca del laberinto y Valdemar han publicado de forma copiosa otras vetas literarias del autor. En inglés, las mejores ediciones, rescatando el material original y inédito es patrimonio de las editoriales Wandering Star y la división de Random House, Del rey editions.  

viernes, 3 de julio de 2020

La fealdad de E.T.A. Hoffmann y su hombre de Arena

Autorretrato de E.T.A Hoffmann

¿Cuántas veces no hemos oído y leído que la belleza es enteramente subjetiva porque dependería de cada quien para juzgarla? Esta misma noción abre la puerta para deconstruir la belleza, para llegar a concluir que no es más que una construcción social, que depende de los estereotipos de cada época, o que es tributaria de una etnia o de un pueblo, pues ahí donde un oriental puede ser considerado feo por un occidental, los orientales de regreso no dudarían en calificar al occidental de “mono narigón”.

¿Por qué no podemos decir lo mismo de un paisaje? ¿A alguien se le ocurriría decir que un pantano cenagoso repleto de basura, con árboles chamuscados y destruidos, es más bello que una colina florida y de espeso verdor? ¿Y el terror? ¿Es una construcción social, un aprendizaje inconsciente para preservarnos de daños físicos o mentales? Ciertamente no hay que enseñarle a un niño a que le tema a una araña, pues ahí existe un gesto atávico, una emoción arcaica heredada por miles de generaciones que impulsan al organismo a huir, a ponerse en alerta. Por lo mismo, si ponernos de acuerdo en nociones de belleza puede ser dificultoso, a la hora de pensar el horror y la fealdad no cuesta mucho.

Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927) afirmaba que un artista integral sólo lo era si podía apreciar la belleza de la fealdad, pues lo feo y horroroso también podían ser bellos. Y probablemente el horror, la fealdad o lisa y llanamente la monstruosidad y la deformidad, pone de relieve que el fenómeno estético no sólo es tributario de lo perfectamente acabado o sano, sino que tiene mucho que decir con su reverso, y todos sus niveles y grados de degradación, fealdad y enfermedad.

Primer corolario: si somos incapaces de determinar qué puede ser bello, difícilmente podríamos hablar de lo horroroso, pues es evidente que ambos conceptos se necesitan para definirse.

Físicamente, es indudable que E.T.A Hoffmann (1776-1822) era feo. Basta ver sus pinturas para constatar su fealdad. ¿Acaso importa aquello en relación a su trabajo? En un terreno especulativo, por supuesto que no, pudo haber sido terriblemente hermoso, y quizás no habría cambiado un ápice su obra. Pero no se trata de ser baladí; saco a colación su apariencia, porque probablemente exista una estrecha relación entre la fealdad y la literatura de terror. Si miramos las fotos de Stephen King o de Thomas Ligotti, por mencionar a dos de sus principales cultores vivos, sabemos muy bien que sus rostros no son los de un adonis. Quizá tampoco sea casualidad que Lovecraft, de una fealdad eminente y evidente, haya pergeñado la mejor obra de horror de todo el siglo XX. Extrapolando la fealdad a otros artistas, sabemos que Lichtenberg, Swift y Kierkegaard fueron jorobados, y los tres no se destacaron precisamente por tener una visión cándida de las cosas: donde no pudieron ser nihilistas, fueron de lleno polémicos, mordaces y pesimistas.

Segundo corolario: para escribir buena ficción de terror hay que ser feo.

Pero como todo en la vida, la fealdad no es suficiente. Relacionar al terror con la fealdad como índice de calidad no es una hipótesis insuficiente, pues hubo cultores muy apuestos: Edgar Allan Poe tuvo muy buena estampa, quizás el alcoholismo lo arruinó, pero guardaba facciones simétricas. Arthur Machen también lucía un rostro límpido, de viejo caballero irlandés, o Algernon Blackwood, que bajo su reluciente calva guardaba toda la compostura de un famélico mayordomo inglés. No obstante, no podemos sustraernos a que la fealdad es una fatalidad para su poseedor: es raro que alguien la exhiba de forma orgullosa, aún cuando León Bloy decía que la fealdad superaba a la belleza, pues ahí donde la belleza se acababa rápido, la fealdad era interminable.

Tercer y último corolario: la fealdad es interminable, e interminables pueden ser las razones para rechazarla o intentar maquillarla.

Pero volvamos a Hoffmann, autor alemán que escribió su obra en una época en la que aún no nacía el terror moderno que todos conocemos, pero que ya tenía sus raíces en el género gótico (Walpole, Beckford, Radcliffe, Hoffmann mismo), con sus ruinas, fantasmas, sótanos y herencias malditas, y por otro lado el romanticismo, acaso uno de los movimientos que más precursores y cultores tuvo a lo largo del siglo XIX, con sus relatos de aparecidos y ánimas en pena, alargando su sombra hasta nuestros días (y de ahí a que se dijera que Poe fuera un romántico tardío no parece ser ningún oxímoron). La importancia de Hoffmann no radica tanto en su técnica (que la tiene, y que a momentos parece prefigurar a los mejores cuentistas rusos), sino más bien en sus argumentos e ideas, que sirvieron de base para el posterior desarrollo de la literatura fantástica y de terror.

El hombre de arena: un examen al horror

Autómata árabe del siglo XI

Probablemente Hoffmann no sea un autor muy citado y leído en estos tiempos, pero es indudable que su peso fue gravitante en una gran cantidad de autores, y no sólo entre escritores de terror, sino en otros tan disímiles como Kafka, Freud, Jung o Calvino, precisamente porque su singular prosa abarcó no sólo las atmosferas sombrías y tétricas en las cuales se hundían sus personajes, sino también porque horadó con fuerza dentro del corazón humano y sus insondables abismos.

Por esto mismo, es común que su nombre aparezca en cualquier antología de terror de relatos clásico que se precie, y relatos como Vampirismo o El magnetizador sorprenden tanto por la técnica desplegada, como por las temáticas que trata. Nocturnos probablemente sea su obra más reconocida junto a Los elixires del diablo. Su trascendencia se debe al relato El hombre de la arena, comentado por Sigmund Freud para hablar de los mecanismos de represión y lo ominoso, lo que puesto en perspectiva, remarca más aún sus propiedades de obra maestra, pues fue escrito a comienzos del siglo XIX, cuando no existía ninguna psicología que diera cuenta de traumatismos ligados a la infancia: es un relato pues, que marca una senda y un derrotero muy claro de cómo habría de escribirse el terror del siglo XIX y parte del XX, un terror que ahonda en los fantasmas irreales y reales, y en el terror mismo de la locura.

En términos generales, el hombre de arena es un arquetipo presente en todas las culturas y épocas, cambiando de ropajes, sexo o singularidades, sin dejar de ser lo que siempre fue: un ser daimónico maligno, un ente imaginario que tiene la misión de atormentar a los más pequeños, utilizado a menudo por los padres para reprimir los instintos infantiles con el fin de evitar el castigo corporal o psíquico. ¿Es mejor un mecanismo de ficción que una coacción violenta para corregir a un niño? Hoffmann pareciera sugerirnos que no, pues aquellos miedos pueden incubar en los infantes horrores que con el tiempo pueden adoptar, reaparecer o sobresalir con otras formas. Pero volvamos al arquetipo. El hombre de arena es el viejo del saco en Chile, el coco en España, la llorona en México, bogeyman en Estados Unidos, el Baubau en países cercanos al mediterráneo, o el Buba de Albania, un ser con forma de serpiente que asesina a los niños que no se quedan callados. El Sandman, el hombre de arena del cuento Hoffmanniano, es descrito como se le conoce en el folclor, como el de un hombre que en las noches arroja arena a los ojos de los niños para que entren en sueño.

La prosa de Hoffmann no es difícil, pero está repleta de variaciones y detalles menores que una lectura veloz puede no notar. El cuento pues, se inicia epistolarmente con tres personajes principales, Nathanael, el protagonista del relato, Clara, la amada del protagonista, y Lothar, hermano de Clara y por ende cuñado de Nathanael.  La primera carta está escrita por Nathanael y dirigida a Lothar, misiva donde nos cuenta que su miedo por el hombre de arena se transformó en algo desmedido y neurótico, pues de niño oyó a una criada una versión más cruel: el ser ya no se contentaba con echar arena a los ojos, sino que los arrancaba de las cuencas para llevárselos en un saco y dárselo de comer a sus crías.

La segunda carta la escribe Clara a su amado Nathanael, y es acá donde comienzan las perversiones de Hoffmann, en el sentido de que en el relato abundarán equívocos, alusiones y alucinaciones, y por supuesto malos entendidos. La primera carta ya comentada, reforzada además por la descripción de un mefistofélico doctor Coppelius que visitaba asiduamente a su padre, era enviada originalmente a Lothar, su cuñado, pero por alguna razón llega hasta el domicilio de Clara, quien es la que lee el contenido de la misma y le responde, produciéndose el primer equívoco que marca el relato: en esta segunda carta Clara afirma sentir una distancia inusitada de Nathanael, hecho que se revela por un cuarto personaje, una muchacha, que revelaremos más adelante.

La tercera y última carta no es la respuesta, como podríamos creer, de Nathanael a Clara, sino que nuevamente es una misiva enviada de éste a su cuñado Lothar, para terminar de contarle la historia que quiso referir al comienzo, la historia de su niñez con el hombre de arena, y la irrupción de Coppelius, una suerte de alquimista o mago, descrito con una cabeza deforme y grande, cejas espesas y punzantes ojos verdes de gato. Es la irrupción de este personaje feo el que tanto atormenta a Nathanael, afirmando con mucha convicción que:

“Cuando en aquel momento vi a Coppelius el horror y el espanto recorrieron mi alma, puesto que nadie sino él podría ser el hombre de arena; pero hombre de arena ya no era para mí aquel espantajo de cuento de la nodriza que llevaba ojos de niños al nido de las lechuzas de la media luna para alimentarlos… ¡no! Ahora era un monstruo feo y fantasmagórico que, allá donde entrara, llevaba miserias, penurias… la perdición temporal o eterna.”.

Clara, quien ocupa el rol de mediadora entre la luz y la oscuridad (una figura muy romántica por lo demás), intenta consolar a Nathanael diciéndole que son sus propios fantasmas los que lo persiguen y atormentan, intentando en vano llevar al lado de la razón a su amado, quien insiste en sindicar a ese maldito Coppelius no sólo como la personificación misma de la maldad de los cuentos de hadas, sino como el artífice de la destrucción de su familia y de su propio yo.

Conde de Cagliostro, un personaje extravagante de la época, conocido como alquimista y embaucador. Hoffmann lo cita para compararlo con un personaje clave en el cuento.


Después de la tercera carta, el relato cesa en su flujo epistolar, y quien toma la recta final es un narrador omnisciente, quien de forma detectivesca busca explicar qué sucedió tras aquellas cartas desoladoras y amargas. Acá el cuento toma elementos de la ciencia-ficción, de una ciencia-ficción arcaica, o puesto en términos más precisos, de proto ciencia-ficción que combina arte, con ciencia y alquimia, pues lo que se despliega en la vida del atormentado Nathanael ya no es el fantasma del monstruo y de la fealdad, sino que su nueva tortura es la belleza, pero la belleza artificial de una autómata, seres amparados bajo la lógica de la imitación, de la réplica: imitan la vida y también imitan la belleza, y que en efecto enfrenta al racionalismo con los parámetros definitorios de lo bello respecto a la proporción y las medidas matemáticas; y el romanticismo, que aboga muy bien con lo que enunciaba Akutawaga, que aún lo oscuro y lo feo podía ser tomado por bello, más aún si era tratado de manera artística.

¿Quién es aquella misteriosa dama de nombre Olimpia quien desencadena la locura de Nathanael? Hay que leerlo, con calma y paciencia, porque como hemos dicho la prosa de Hoffmann no va directo al grano, luce mejor en lentitud, al estar perlada de detalles y vericuetos, pero que se compensa con creces cuando llegamos hasta la última palabra, que roza muy cerca con la utopía del relato perfecto.

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