viernes, 16 de agosto de 2019

Viaje al fin de la noche o la absoluta verdad del mundo


Editorial Edhasa
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. 576 páginas
Traducción de Carlos Manzano 


ensiones

Miguel de Unamuno parodiaba en Cómo se hace una novela el hecho de que muchos escritores se ceñían a un programa, o módulo, para escribir una novela, como si éstas fueran susceptibles a una receta para escribirlas. Lo cierto es que todo el tiempo se están escribiendo, filmando o pintando obras, las cuales siguen patrones o recetas predeterminadas, para quedar "redonditas" y "sin fisuras". Raúl Ruiz afirmaba en su Poética del cine, que el núcleo de una obra condensada en la premisa de la tesis del conflicto central, generaba películas clónicas que ahogaban el impulso imaginativo, lo que generaba a la larga que todas las películas se terminaran pareciendo, borrando cualquier marca de autor.  

En efecto, hay escrituras que sólo pueden existir gracias a las pautas que entrega el manual o el taller literario: son útiles dispensarios para quien desee explorar alguna forma de narrar que posea una tradición, asegurando coercitividad, claridad y expresionalidad. Historias que se pueden desmontar en piezas, como relojes, y que bien pulidas, pueden llegar muy lejos... al menos comercialmente hablando.  

Pero el lector exigente no se deja embaucar. ¿No estamos saturados de narradores que se adscriben a una corriente y que por lo tanto no crean literaturas ni obras de arte, sino chatarra hecha con despojos de fórmulas probadas?  Ciertamente, cuando nos topamos con un libro bien escrito, deberíamos decir “está muy bien fabricado”, o “el autor se esforzó en  la creación de su belleza”, pero cuando abrimos las páginas de un libro que no se ciñe a más caminos que la intuición y al placer de la pura invención, decimos otra cosa. En realidad no podemos decir ninguna frase que no suene a lugar común, por lo que estamos obligados a crearnos un propio lente para rozar la superficie del objeto admirado. Viaje al final de la noche de Louis-Ferdinand Céline busca ilustrar lo que apunté al comienzo: hay escrituras que son aprendidas y pulidas, y hay otras que brotan, nacen por una necesidad personal, señalando su propia coherencia interna.

La calle-La traducción-El legado

Bukowski ha sido elogiado por descorsetar la literatura y llevarla a cualquier parte. Ciertamente, el viejo borracho es descendiente directo de la antigua picaresca, y mucho más atrás del mordaz Apuleyo (con su desenfrenada Asno de oro), repitiendo lo viejo como si fuera nuevo, y así, sus libros transitan en los baños, en los prostíbulos, en la misma calle, sin olvidar que ya tiene un pariente muy cercano, el genial  John Fante, quien ilustró con cinismo y humor la vida de las clases obreras norteamericanas, en especial el mundo de las familias ítalo-americanas. Si el papá de Bukowski fue Fante, sin duda que el padre de ambos, o el abuelo, o el tío aventajado de aquel mítico par, fue el crepuscular y filonazi Louis-Ferdinand Céline, de profesión médico, y con pasado militar en la Primera Guerra Mundial, experiencias que quedaron retratadas en sus libros.  

Se ha exclamado que la grandeza de Céline estriba en sacar adelante una obra en el cual se funde el lenguaje vernáculo con palabras callejeras, creando una literatura grotesca con pasajes poéticos y reflexiones descarnadas sobre la condición humana. Y en efecto, es así. De hecho, en sus libros abundan interjecciones y argots propios de la milicia que no tienen equivalentes preclaros en nuestra lengua, palabras obscenas para referirse al culo, a las putas, a las enfermedades, al pene o a la mierda. De ahí que se diga que leer a Céline en su idioma original sea además de una experiencia, un real desafío. El traductor colombiano Montoya Campusano, afirma que para leer en francés a Céline es necesario conocer el idioma muy a fondo, de lo contrario no se entenderá ni la mitad de lo leído. Y como ocurre con otros grandes, como Proust o Huysmans, las dificultades en la traducción ya se inician desde el mismo título del libro. Para Montoya es más válido Viaje al fondo de la noche, que Viaje al fin de la noche, porque, entre otras razones, viajar hasta el final de la noche implica llegar hasta la amanecida, pero la obra de Céline explora la sordidez de la noche, no busca escapar de ella, porque no hay salida.

¿Sería mezquino suponer que existan escritores que puedan ser traducidos a cualquier idioma, y que otros se resisten a punta de pistoletazos? Sí y no. Quizá no estribe tanto en el contenido de una obra, o en un argot o en un lenguaje propio que le imprima un autor, sino que todo descanse en su estructura. Por eso es válido decir que un poema vertido de un idioma a otro, irremediablemente destruye el ritmo y la prosodia del original. O para ser más justos, el  traductor debe imponerle su propia mesura, reconstruirlo sin traicionar el espíritu original del poema, porque el poema desborda el contenido y el ojo lector, ya que también implica el oído y la noción espacial del poema dispuesto. Todo esto puede redundar en que la influencia de Cervantes sea mayor que la de Quevedo fuera del ámbito del español: los tesoros y los hallazgos que surgen de la pluma del madrileño se aprecian mejor en nuestra lengua, que vertidos al alemán o al inglés. Pero fuera de estas consideraciones, hablemos de lo que nos interesa, y entremos al libro que nos reúne.

El comienzo del viaje

Céline en su época militar
La novela parte con la guerra. Y como la narrativa de la guerra, los recuerdos son confusos, neblinosos, los pasos van y se esconden en la sombra, o sale a la luz una brinza de sangre o el grito de un moribundo mutilado. La voz narrativa será articulada por Ferdinand Bardamu, trasunto del mismo Céline, quien no teniendo nada mejor que hacer, se enrola en el ejército francés y parte a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Era el rito de iniciación típico de un joven de aquellos años, era la manera de hacerse hombre, y para una época violenta como aquella, los jóvenes en vez de irse a un balneario y tostarse al sol y luego meterse alcohol, drogas o sexo desenfrenado, iban a la guerra, felices, extasiados, hasta que quedaban atrapados bajo el gas sarín, destruidos en mil pedazos por un bombardeo o acribillados por fuego amigo o enemigo, cuando no se moría de forma lenta y despiadada producto de infecciones causadas por traumatismos. Una de las escenas más violentas ocurren al comienzo, cuando el joven combatiente se encuentra con una familia con su casa destruida, y descubre cómo los soldados alemanes se ensañan con todo lo que se atraviesan, incluyendo niños. En un arrebato, Ferdinand recordando sus años de combate, le dicen a una de sus novias, Lola, que el valor de la guerra no estriba en nada, y anima a los desertores y a los cobardes que arrancaron de ella.

“Ya ves que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada…”

Lo único que cuenta es la vida, nos dice, pero Ferdinand tiene la idea fija de que el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.

África-Estados Unidos-Vuelta a Francia

La siguiente parada es África, lugar al cual se dirige para trabajar en una colonia francesa. Su estancia es narrada como una constante actividad febril y plagada de mosquitos y enfermedades. Ya desde el transatlántico que toma para embarcarse hasta las tierras africanas, describe con saña a los tripulantes de la narración, repleta de viejos a los que considera comatosos, asquerosos y al borde de la muerte (tramo que tiene episodios alucinantes y muy risibles como cuando intentan lincharlo), hasta su llegada a las colonias, exploración que tiene ese mismo aire inhóspito y de exotismo soterrado y sofocante que aparece en Corazón en tinieblas de Conrad. 

De Estados Unidos tampoco se lleva sus mejores impresiones. Le parece un país acelerado, lleno de muchachas hermosas y bien arregladas, para las cuales si no vistes bien y no representan un estatus, eres sinónimo de nada. El personaje va de bote en bote, tratando de concretar el american dream, pero sólo encuentra el vacío, la hostilidad e incluso la indiferencia de la ya mencionada Lola, a quien extorsiona para sacarle algún dinero con el cual sobrevivir. La experiencia capitalista en las tierras del tío Sam es marcada y parece señalar la experiencia que tendrá todo inmigrante sin contactos ni formación profesional: rechazo y miseria. Su paso por una fábrica donde los trabajadores son adiestrados por perros capataces para ser una pieza más del engranaje, es la gota que rebasa el vaso, el punto final que lo impulsa a volver definitivamente a sus tierras, desechando para siempre su veta aventurera. 

Vamos en la mitad de la novela y han pasado tantas cosas, que nos asombra que en casi 300 páginas fluya con una gran velocidad su pluma. Ferdinand regresa a Francia para convertirse en médico, y una vez más nos damos cuenta que la vida de alguien sin contactos, por muy doctor que sea, es como abrirse a machetazos por un espejo follaje. Su paso por la facultad es apenas resumida en unas líneas, y se entiende, pues a Céline no le interesa tanto retratar al mundo académico o acomodado como a la pequeña burguesía de la cual proviene. 

Lo que tiene que hacer un médico para conservar su clientela y llegar a fin de mes para  pagar un arriendo los resume con un centenar de malabares. Así como el éxito (y lo que se entiende por la vida de alguien exitoso, con lujos y dinero) atrae más éxito, la derrota atrae más derrota y miseria. Sus observaciones sobre sus enfermos son mordaces; personas sin recursos que no esperan más que la caridad, o que conspiran para internar a la más anciana de la casa y así ahorrarse plata, y cuando no, tratar de pedirle fiado al médico. Hay una mujer que se desangra tras practicarse un aborto, y él, como médico, debe exigir a la familia que la internen inmediatamente, so peligro de que la joven muera; la familia se asusta, se retuerce, y prefieren esconder la ignominia para que el barrio no se entere, aún cuando la vida de la joven peligre. Así piensan las viejas. La pura mezquindad humana. Y los hombres no lo hacen mejor, como cuando relata el reencuentro con un compañero de guerra, el cual es convencido por una familia para que le ponga una dinamita a una anciana y la mate, para así deshacerse de ella. 

Sus impresiones sobre la juventud están impregnadas de una cierta tristeza nihilista, pues ahí donde el joven inexperto se alza para descubrir al mundo, tratando de recibir lo mejor, éste se vuelve contra él y lo muele a golpes, llegando a la conclusión de que la verdad es una agonía interminable, pues…

La verdad de este mundo es la muerte

“Hay que escoger, morir o mentir. Yo nunca me he podido matar”.


Pero no crea el lector solitario que el libro es una agonía interminable de epítetos y pensamientos funestos. Es cierto que casi no hay momentos epifánicos, de felicidad pura, pero esa ausencia se suple con el humor cruel y a destajo que se despliega en sus páginas. La medida de la preocupación por el mundo para Ferdinand no se mide con la vara de la desesperanza o la depresión, sino con el sueño. El que puede llegar hasta su casa y de noche cerrar los ojos para despertar hasta el otro día, va viento en popa, por miles de cruces que cargue al hombro. Porque ahí yace la confianza primigenia en el mundo, la de dormir entre los hombres sin temer la cuchillada o la traición. 

El nomadismo del personaje, que viaja y que habita y que transita en múltiples ciudades, es finalmente explicitado cuando se marcha del pequeño barrio francés, dejando botada a toda su clientela, pues afirma que una vez que la gente te conoce lo suficiente, ya tiene para sí el potencial destructivo para dañarte, recomendando que una vez que ya te conocen, lo mejor que puedes hacer es marcharte, sin mirar atrás.

El periplo final de este médico errante es el manicomio, al cual llega por no tener más opciones de trabajo. Su ojo se posa en el de los locos, de los que afirma que son aguantables si te acostumbras a que te empapelen a groserías, pero también se fija en los que trabajan ahí, personas que han encauzado su alma a un lugar y que han terminado casi mimetizadas en ese ambiente donde el tiempo parece haber muerto, pues ni las brújulas ni los relojes funcionan correctamente.

Sabemos que lo bueno dura poco, y que las cosas buenas no suelen abundar. Viaje al final de la noche de Céline es una parada necesaria, no sólo porque es un fresco que ilustra el pesimismo superlativo que se respiraba en el periodo de Entreguerras, sino porque pone al lector en un primerísimo primer plano los pensamientos, más descarnados y honestos de alguien que ve la vida con el ojo de los cínicos y los pesimistas; tal como es y no como debiera.

Y como una carta, como una despedida, en un momento el narrador mira a la cara del autor, y sin cortapisas, lo mira al rostro, lo conmina, le muestra lo que es o lo que algún día será. Una calle solitaria.

Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero muy harto de oírte hablar siempre… Abrevias…Renuncias…llevas más de treinta años hablando….Ya no te molesta no tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres…Sientes hastío….(…)Ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que yo no pasa casi nadie.


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