viernes, 4 de mayo de 2018

El amor como viaje imposible: una flor desgajada y tres líneas de francés antiguo



Amor y muerte han danzado como dos serpientes enroscadas desde los comienzos de la humanidad. No puede ser de otra forma; ambas engendran energía y movimiento, fundiéndose en pulsiones de destrucción o de vitalidad, de deseo, venganza o muerte. La literatura, como reflejo de la realidad (¿o cómo la realidad del reflejo?), escenifica el tema amoroso en una serie inagotable de relatos: Adán y Eva y la expulsión del paraíso, la guerra de Troya provocada por el rapto de Paris a Helena, la terrible muerte de Acteón tras contemplar a Diana desnuda, el Cantar de los cantares y la exaltación del amor nupcial, el príncipe Jaufré Rudel muriendo de amor por una condesa a quién sólo conoció de oídas, Dante en el infierno y la conducción de Beatriz hacia el paraíso, la trágica muerte de Ofelia tras el desprecio de Hamlet, el envenenamiento de la desdichada Emma Bovary, y el no menos desdichado y también despreciado Werther, quien por propia mano ultima sus días. 

Considerando esta rápida enumeración sobre el inagotable tema amoroso, podemos aseverar que no existen muchos relatos que aúnen el amor con lo fantástico, a excepción de los antiguos poemas épicos, o el relato macabro El hombre de arena, de E.T.A Hoffmann, en la que un desdichado se enamora de una autómata y aquello lo conduce a la locura. Así, tenemos al amor como venganza, como perdición, como salvación, y en este caso particular, como viaje imposible. No obstante, entrar en una disquisición sobre qué es o no es el amor excede el alcance de este artículo. No obstante, una visión original es la que plasma el filósofo serfardí del siglo XVI, León Hebreo, quien contraviniendo a los griegos, afirmaba que la verdad se correspondía con el amor, y no con la belleza, pues: 

“La belleza sólo busca lo mejor de los medios para expresarse, en cambio el amor es una mano sabia que guía para lograr que el ser llegue a ser”.

Anotación acertada, porque el amor traspasa y supera las condiciones biológicas de apareamiento, pues ¿qué mérito puede haber en sentir atracción por el macho o la hembra alfa de la manada? ¿No hay más amor, como apuntaba Houellebecq, en esa abuela que abandona todo para criar a su nieto, que el mismo acto que engendró a ese pequeño? Si pensamos que en el juego de la seducción existe un teatro carnavalesco con miles de caretas y jugarretas que no hacen más que confundir a los individuos, atándolos a laberintos de hipocresía donde se conjuga el interés por el poder, la posición social o el dinero, el amor (mal confundido con la belleza) queda como un sentimiento pobre y harapiento, una marioneta trágica con sus hilos cortados y sus parlamentos atragantados en la garganta. Pero tras la belleza o la verdad ¿qué tenemos? Probablemente nada más que ilusión, vana esperanza, o un viaje imposible a un lugar inaccesible. 

LA DEMOISELLE D'YS 

El estadounidense Robert W. Chambers fue un escritor que encarna a la perfección el flagelo del éxito temprano y la consagración. Gozó de gran popularidad en su tiempo, fama que probablemente obnubiló su talento, pues en lugar de permitirle desarrollar un camino único o particular, lo empujó a escribir novelas por petición de sus editores, para así satisfacer a la masa lectora y hacer dinero. No obstante, fue Lovecraft quien hizo hincapié en su primera obra El rey de amarillo, conjunto de relatos que marcó a varias generaciones y subsiguientes, el cual aún siendo escrito de forma convencional, sí introdujo algunas novedades, como la aparición de un “narrador desplazado”, el cual enloquecía a medida que iba contando su historia, lo que terminaba por contaminar el relato hasta transformarlo en ilegible, y la idea de un libro que podía volver loco a quien lo leyese, obra dramática que tenía por título precisamente como “El rey de amarillo”, y que se rodeaba de toda una mitología que hablaba de una ciudad ficticia y espectral llamada Carcosa (creada años antes por Ambrose Bierce). La demoiselle d'ys, texto que comentaremos y que figura en la colección citada, abre con el siguiente epígrafe:

"Hay tres cosas que son en exceso/ hermosas para mí, sí, cuanto que no conozco: El águila en el aire; la serpiente en la roca;un barco en medio de la mar; y la presencia de un hombre ante una doncella."

Son pues, un ave, una serpiente, un barco y una mujer, el cuarteto que prefiguran lo que ocurrirá. Un explorador americano ha perdido el camino y se ve de pronto solo en medio de un páramo; sabe que si encuentra el mar podrá regresar hasta una misteriosa isla que lo espera, pero las cosas no resultan así. La irrupción de una joven francesa cetrera (adiestradora de aves rapaces, en este caso un halcón) alimentan la esperanza del viajero; en efecto, él, asombrado por el temple y la figura de la mujer, se deja guiar por ella hasta un viejo castillo. Ahí descubre no sólo que otros halconeros le rinden a ella pleitesía, sino que también hacen gala de un francés antiguo, probablemente medieval, extrañeza que se refuerza por el anticuado mobiliario y las curiosas ropas que usan los habitantes de ese reino. El viajero, espíritu libre y aventurero, representa el reverso de la doncella; mientras él ha recorrido el mundo, ella nunca ha salido de esos idílicos páramos. Él, al poco transcurrir en esa nueva morada, entiende que sus anfitriones han quedado atrapados, aislados durante siglos en una pequeña comunidad que se ha detenido en el tiempo, no mutando su lengua y costumbres, lo que redunda en una candidez conmovedora. El amor surge de forma natural y cursi para nosotros los contemporáneos entre ambos, tomando la forma del antiguo arte de adiestrar halcones, en un contexto que recuerda al paraíso perdido: 

Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. Entonces Jeanne d'Ys cogió mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette

Está el amor, están las aves, la doncella y un mar quieto. Pero falta la serpiente, que aparece intempestiva. cortando de raíz los últimos párrafos del relato. ¿Qué ocurre en el último tramo? No lo diremos, al menos no frontalmente, pero lo conectaremos con el segundo relato, que juntos guardan una poco visible, pero estrecha relación.

TRES LÍNEAS DE FRANCÉS ANTIGUO

Abraham Merritt no gozó de tanta popularidad como Robert W. Chambers, pero sí tuvo grandes momentos literarios que probablemente se fueron disgregando y opacando por su breve producción. En la época en que Merritt publicó sus escritos los cuentos de misterio y fantasía, los denominados weirds tales, contaban con una gruesa base de lectores y publicaciones. Entiéndase que era una época y un contexto en que el talento literario podía estar o no presente en estas publicaciones, leídas a raudales, pero sin ninguna pretensión artística más que la de vender y entretener, y en esas lides, la posta fue tomada con gran maestría por tres escritores: Lovecraft, Robert Howard y Clark Ashton Smith, los narradores que más imaginación y dotes demostraron. En esta constelación de autores costaría mucho brillar por luz propia, y pese a que Merritt cayó bajo el influjo de Lovecraft (homenajéandolo en varios temas y relatos) realizó exploraciones llamativas para el género, como la irrupción de seres provenientes de dimensiones paralelas (temáticas que en la actualidad han sido explotadas hasta el hartazgo pero que en la época era una anomalía), alegatos ecológicos como ocurre con su relato modélico La dama del bosque (que adelanta el espíritu de El hombre del pantano de Alan Moore), y el relato que nos preocupa, Tres líneas de francés antiguo.

El relato es magistral no sólo porque estar bien escrito, sino también porque se adelanta a los mundos simulados de Philip K. Dick, deslizando la idea de que la técnica puede alterar la conciencia para hacerla ingresar a otras realidades. El cuento se inicia directamente con un diálogo confuso, en la que un hombre habla de los horrores de la guerra, y pese a cualquier ética, alaba las bondades que se han podido extraer de ella. Estamos pues —lo sabemos más tarde—, en medio de una conversación entre científicos, quienes han elegido como tema hablar de la sugestión para enarbolar sus más dispares teorías. ¿La sugestión puede desencadenar visiones sobrenaturales?, ¿Y qué relación tiene con la guerra? Engarzando a estas interrogantes, uno de los científicos expone el curioso caso de Peter Laveller, soldado francés que estuvo a punto de morir en las trincheras de la Gran Guerra, pero que sobrevivió y gozando de buena salud, una vez finalizada, volvió nuevamente hasta el lugar en que sucedieron los hechos difíciles de explicar, para morir ahí mismo, como buscando la muerte de forma voluntaria. 

Utilizando el mismo recurso del relato gótico en la que alguien transcribe un manuscrito o escucha una “historia verídica” de la boca de otro personaje, uno de los oyentes de la historia, un tal Abraham Merritt, se ha comprometido a cambiar los nombres para proteger a los verdaderos participantes y relatar lo que ocurrió.  Entonces, sin más, pasa a relatar los tensos momentos de este soldado francés, quien en medio de las metrallas, los bombardeos y el fuego que escupen los obuses, intenta mantener la línea de trinchera fuera del alcance de los enemigos, describiéndose una tierra manchada de sangre por la gran cantidad de hombres caídos y apilados como moscas. El soldado, nos dice el cuento, está agotado por la falta de alimentación y sueño. De pronto, entre medio de la pólvora y las nubes tóxicas, vislumbra un viejo castillo medio en ruinas, el cual alcanza como última esperanza para protegerse en sus ruinosos sótanos. Hasta acá, estamos ante un relato bélico y realista, pero sin previo aviso, se apersonan tres figuras, entre ellos un cirujano. ¿Qué quieren?, se interroga el soldado francés, tratando de entender qué buscan, pero en el esfuerzo se desvanece, y en ese desvanecimiento, pasa a un mundo fantástico: de la pesadilla de la guerra llega a un lugar totalmente opuesto, descrito con abundante vegetación, flora y fauna rebosantes:

Era un mundo absolutamente normal, tal y como debía serlo. Pero recordó que en cierto momento había estado en otro mundo, remoto y muy diferente de este: un mundo lleno de miseria y dolor, de barro manchado de sangre y suciedad (…) un mundo lleno de crueldad. 

Como en el relato anterior, acá también hay un castillo, y también una dama que vive en el; una mujer descrita con profusión de detalles, resaltando su gran belleza. Ella parece no saber qué es Francia, pero se entrega prontamente al soldado y comienza a confortarlo. La señorita Tocquelain —ese es su nombre— lo presenta ante su madre y lo convida a un banquete. Él insiste en su lamentable estado, que por estar en las trincheras está todo sucio con barro, pero ella y su madre le recalcan que no es así, que sólo es una ilusión de su mente la visión lamentable que tiene de sí mismo. 

Como el amor, la felicidad no dura mucho. Entremedio del banquete una visión lo espanta; puede ver la guerra, en forma de escenas fundidas y superpuestas con la cena familiar; las trincheras son reales, los hombres se están muriendo, reflexiona horrorizado el soldado. Él sólo se ha quedado medio dormido y atrapado entre la vigilia y el sueño ¡Necesita despertar rápido o van a morir todos sus compañeros! Grita desesperado. La joven y la madre lo apaciguan y le dicen que el mundo en el que están ya no existe, que están ahí para descansar, que es un lugar en el que van a morar los muertos. El soldado francés les dice que entonces volverá a su mundo, pero antes, pide que le entreguen algo, cualquier cosa, para intentar demostrar a los hombres de las trincheras que tras la muerte no hay infierno ni una oscuridad eterna: que existe un mundo confortable, que ese mundo es la salvación. Entonces la madre le entrega una flor y la joven una carta escrita por su puño y letra. La imagen de las trincheras y del mundo idílico se desvanecen, para dar paso a una sesión en la que un grupo de científicos ha experimentado con él en plan de trance hipnótico. La finalidad no es otra que la de comprobar si alguien cualquiera, recibiendo estímulos específicos, es capaz de alucinar con una realidad paralela inducida.  El soldado francés despierta asustado, relatando lo que ha vivido como algo verdadero, pero cuando se entera de la farsa en la que ha caído (que la doncella es sólo un nombre cualquiera susurrado, que los mismos científicos han puesto en su chaqueta una flor y una carta escrita a mano) entra en un frenesí violento. Entonces ¿si la flor desgajada y la nota escrita que tiene en su poder son falsas… su paso por el otro mundo es igualmente falso? Pero el soldado francés tiene una última prueba, y aquella prueba es la que convierte a este escrito en un cuento memorable, por hacer posible lo imposible.

LA FLOR DEL PARAÍSO

Borges ensaya en La flor de Coleridge una historia de la literatura basada en la asombrosa, pero no del todo imposible, idea de que ésta podría estar siendo elaborada por un mismo espíritu que va acercándose a disimiles autores, de diferentes épocas y espacios geográficos. Ese espíritu no es otro que un mismo tema que va adoptando distintas máscaras. El tema que propone Borges es el del viaje imposible, citando varios casos, como por ejemplo, en el que Wells narra en La máquina del tiempo,  elaborando la idea de un hombre que trae del futuro una flor paradojal, porque aún no existe en el presente. 

Tanto las historias de Robert W. Chambers y de Abraham Merrit acá referidas, se suman a la hipotética antología del viaje imposible. ¿Y cuál es el epítome de ese viaje imposible? Borges lo señala y se desprende de los siguientes versos de Colerdige:

¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar...
tuvieras esa flor en la mano?

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