viernes, 23 de marzo de 2018

En Los detectives salvajes ya estaba 2666

Editorial Anagrama
Los Detectives Salvajes: Roberto Bolaño
1era. Edición 1998. 624 páginas.

1.

La novela, divida en tres partes, se ordena en torno a la búsqueda de la poeta mexicana vanguardista Cesárea Tinajero. La primera y la última parte corresponden a un diario de vida escrito por el joven poeta García Madero, un diario discontinuado, que se abre y que se cierra como la orquestación de una sinfonía enferma, escrito con la inocencia de un muchacho que hace una doble y triple apuesta suicida por la poesía. Con un romanticismo conmovedor deja todo, roba libros, abandona la casa paternal (de los tíos en este caso), abandona la carrera universitaria, a la novia. Todo por la literatura. Un trasunto del mismo Bolaño, que a la vez puede ser la bandera destrozada de la generación de los setenta, y que a su vez nos remite a la figura de Rimbaud en fuga perpetua hacia la nada, ardiendo en cada paso hacia su exilio íntimo del que nunca volvería, quemándose las manos y los pies por cada poema exhalado y vomitado.

Aparecen en la novela las figuras de Arturo Belano y Ulises Lima, los poetas de una anquilosada y desesperada vanguardia llamada realismo-visceral, donde también milita entusiastamente García Madero. Protagonistas a los cuales nunca se les concede el derecho a la palabra, personajes que son reconstruidos polifónicamente en un vertiginoso y tembloroso túnel de testigos (¿pero de qué crimen?) interrogados seguramente por un narrador impávido que registra maniáticamente cada pista, cada detalle. Da la sensación, al leer la segunda parte de la novela, que ese narrador invisible, informante a estas alturas, nos está entregando en resmas desordenadas los testimonios de un hipotético crimen. Bolaño nos fuerza a transformarnos en detectives. Es el pacto, la conversión del lector como detective, el cual debe ir recomponiendo el puzzle de un crimen, y en el caso de esta novela, de un crimen que palpita en cada página, pero que no se deja ver, que no se muestra, que se oculta y finalmente nos confunde. Pareciera que los verdaderos detectives salvajes somos los lectores de la obra, y por extensión, Belano y Lima son los sabuesos que leen (investigan) a Cesárea Tinajero, el centro invisible de la novela. Los Detectives… es una novela que se deja leer como una lectura que prosigue a otra lectura. Ventanas de marcos negros que van a dar a otras ventanas casi idénticas, ligeramente modificadas. Pero al final del recodo, de la perspectiva que implica esa búsqueda titánica ¿qué hay detrás de esas ventanas?

2.

Tanto Los Detectives Salvajes, como 2666, condensan y aglutinan en forma de temas y personajes toda la poética de Bolaño. Si en 2666 la búsqueda se convierte en un espiral, en la serpiente que se come la cola a sí misma, en Los detectives se da por inaugurado el juego de fijaciones y obsesiones que persiguieron en vida a Bolaño. Vemos la imagen del poeta desarraigado, sin norte, en una no-búsqueda que lo implica todo. Es el poeta Vallejo que aparece en Monsieur Pain, el cual muere de una enfermedad absurda en París, una ciudad que le es extraña pero que prefigura en un poema. Está la siniestra figura del poeta Carlos Wieder de Estrella Distante, el reverso negativo y maligno de Césarea Tinajero; ambos son el centro de la novela, pero aparecen casi como una sombra, para luego borrarse como fantasmas. La desaparición del centro. Arturo Belano sin dejar rastros en África, visto por última vez en alguna calle de Liberia, y el mismo García Madero que desaparece en la segunda parte de la novela, pues nadie parece haberlo visto nunca, ni recordar casi nada de él. La figura del escritor Archimboldi, en 2666 ilustra el ejemplo de un conjetural hombre que centra, ordena y hace encajar cada parte de la novela. Pero de pronto todo comienza a torcerse cuando las historias se disparan y se multiplican. El famoso agujero del cual tanto se ha hablado y teorizado. En Los Detectives… todas las historias, y ninguna a la vez, remiten al centro aparente que es Cesárea Tinajero (igual que Archimboldi), pues siempre un extraño elemento ronda en cada recodo de la novela, algo que falta, una pista o una huella que indica una presencia determinada, pero que a la postre se desvanece, no dentro de un laberinto, sino por intermedio de un disparador caótico de tramas, una presencia mutilada en trocitos, y luego desordenada por la prosa vertiginosa y sincopada de Bolaño. Es como si el libro quisiera mostrarnos otros crímenes, otros escarnios, para tapar, para intentar desviar la atención del crimen principal: la desaparición de la poetisa de vanguardia que alguna vez pudo cambiarlo todo para siempre.
3.


En Amuleto, vemos a Arturo Belano y San Epifanio en México, caminando hacia la colonia Guerrero para encontrarse con el rey de los putos. El pasaje dice:

“Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, (...) y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.

Ignacio Echeverría escribe al final de 2666 una nota, donde señala la cita anterior de Amuleto, y menciona la triple conexión de esta novela con Los detectives y 2666.

Amuleto, fue escrita en 1999, y Los detectives salvajes un año antes. Sin embargo a Ignacio se le escapó una cita, que al leerla nos damos cuenta la voluntad programática que existía en la mente del narrador chileno. Casi al final de Los detectives, dice lo siguiente:

“Y entonces la maestra vio o le pareció que veía un plano de la fábrica de conservas (...) sus ojos recorrieron el plano de la fábrica de conservas, que había dejado Cesárea, en unas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otra estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle porqué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Césarea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico.”

Ya estaban ahí las mujeres, las fábricas de conservas y la fecha terrible de la aniquilación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...