viernes, 29 de diciembre de 2017

La crueldad circundante de Carlos Droguett

Editorial Zig-Zag
Patas de Perro: Carlos Droguett (Novela)
1era Edición 1965. 313 páginas.

No cuesta entender que Carlos Droguett sea un autor que no encaje fácilmente en el endeble canon de la literatura chilena. Más valorado en España (cuenta con múltiples reediciones de su obra), y celebrado por Piglia (quien dijera que releía constantemente Eloy), una novela tan atípica, y a su vez tan chilena como Patas de perro, difícilmente pudo haber calado en el imaginario un libro que exuda tanta rabia, sarcasmo y un profundo derrotismo asfixiante, que a más de cincuenta años de su publicación (su primera edición data de 1965), no ha perdido ni un ápice de su grandiosidad, ni de su intimismo tan patente cuando se trata de relatar la crueldad circundante.

El argumento se puede resumir en pocas líneas: un profesor fracasado se hace cargo de Bobi, un niño mitad humano y mitad perro, quien maltratado por su padre alcohólico y negado por su madre, intenta encajar en una sociedad que lo anula. Como suele ocurrir en las grandes obras, la trama poco y nada tiene que decir frente al cómo se nos cuenta una historia: es la voz del narrador, el hombre que acoge a este niño, quien a través de un monólogo interior fracturado, casi sin espacio para los puntos apartes, con una puntuación encadenada por frases largas y extractos de diálogos entrecruzados, nos narra el calvario que debe vivir con Bobi. La prosa de Droguett es como una máquina acorazada que se va desgranando en recuerdos, jugando magistralmente con los tiempos narrativos; crea la ilusión de que estamos ante una entidad real que no está inventando lo que ahí se cuenta, sino que aquella voz de verdad vivió cada pormenor, pensamiento o detalle señalado. Se trata de una obra que más que una historia, nos entrega la voz de un ser humano de carne y hueso, que desgarrado, atrapado en un mundo incierto, nos relata su letanía.

La parte perruna de Bobi, su lado monstruoso o bestial, tiene fuertes ecos en otras historias del estilo Frankestein, como El hombre elefante de Lynch, Quemar un pueblo de Patricio Jara, o ese portento de la animación japonesa como Midori: la niña de las camelias; como en esas historias, acá se constata que la monstruosidad no es la que emerge del monstruo, sino la que viene de los ojos de los espectadores, de la propia sociedad, que en vez de acoger e integrar la diferencia, aterrada, actúa de forma hostil y violenta, reflejando sus temores con ira y desdén. 

Bobi, que tiene 13 años, se nos muestra asistiendo a la educación pública, aquella prisión que se desarrolló en la revolución industrial, y que día a día sigue mutilando espiritualmente a millones de niños en el mundo. Acá no hay diferencias con la realidad: Bobi es cercenado moralmente y humillado por sus propios profesores, quienes lo tratan sin ninguna conmiseración, peor que a un guacho.

Sobre su nacimiento, el narrador pone en la propia voz de Bobi, casi al comienzo, su breve y cruenta historia: 

“Cuando nací y empecé a caminar, mi padre se deshizo de los dos perros, uno, el Rial, amaneció envenenado, hinchado y como amoratado o verdoso […] Al Guaina lo mató a patadas”. 

En otras ocasiones el niño es sorprendido por el narrador fumando, y lejos de ser reprendido en plan de moralina, éste lo entiende perfectamente, y recuerda claramente la época en que también fumaba mucho.

Leer Patas de perro no es sólo adentrarse en la psique de un hombre que tiene serios problemas para adaptarse a su entorno, sumado a la sórdida realidad de Bobi, el niño perro: también recuerda la narrativa del desarraigo y de la marginalidad de González Vera, o el mundo del hampa de Méndez Carrasco y Gómez Morel. No obstante, Droguett es más expresivo y desenfadado en cuanto a recursos narrativos respecto a los anteriormente citados. Muchos de sus párrafos nos recuerdan los kilométricos poemas de Pablo de Rokha; precisamente el valor de Patas de perro no reside en ser una literatura de denuncia social, que sí hay denuncia pero va más allá: su grandeza, su poder reside en la gran factura de su estilo, alambicado, reiterativo y furioso a partes iguales, oscilando entre el miasma de la enumeración caótica y el gran ojo observador en los detalles. La voz del narrador tiende a refractarse: a veces describe en primera persona lo que ve y lo que siente como un testigo de los hechos, a veces se cuela en la cabeza de otros personajes; la mayor parte del tiempo protagoniza y rememora la miseria. 

Donde un novelista del montón pondría simplemente que un personaje se despertó, se levantó y se puso la ropa, Droguett escribe: 

"Dormí como un narcotizado, como un poseído, cuando desperté tenia la cabeza pesada y me sentía vacío, vacío de ideas, de palabras, de ruidos, no atiné a salir de la pieza, de las ropas revueltas de la cama sino hasta muy tarde, cuando me sentí ahogado, pues la puerta estaba cerrada, la ventana estaba cerrada y el pasadizo sumido todavía en las tinieblas, esas tinieblas hostiles, furiosas y solas de un día que va a ser de mucho calor". 

En otro momento, Bobi cuenta que en su colegio el profesor de turno dice a los alumnos en el aula, en clara alusión a él, que los hijos de padres borrachos solían nacer monstruosos o deformes, y que muchas veces éstos eran abandonados. El narrador reflexiona: 

“No me atrevía a mirarlo (a Bobi), estaba avergonzado por mí, por la ciudad, por el gremio de profesores, por Chile, esta línea de luz que es Chile y que permite silenciosamente que estos hechos se produzcan bajo su límpido cielo de primavera”. 

El final no es menor atronador que toda la prosa enfebrecida que atraviesa el libro; al cerrar el libro quedaremos con una sensación de salir de un mal sueño, sensación que se incrementa cuando volvemos al inicio y leemos una vez más sus primeras páginas, dando la impresión de que el final contiene al comienzo y el comienzo al final, como una pesadilla cíclica, como si tuviésemos que atravesar una y otra vez la rueda kármica, un eco que quedará resonando largo tiempo en nuestras cabezas.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Un petirrojo merodea en el jardín


Editorial Siruela.
El Jardín Secreto: Frances Hodgson Burnett (Novela)
Traducción: Isabel del Río
1era Edición: 1910. 306 páginas.

Ser niño y vivir en un mundo diseñado por adultos no es fácil. Quizás por eso, las mejores historias infantiles siempre han tenido un trasfondo atroz, que puede incluir la miseria, la muerte, el abandono o la locura, y no precisamente en forma de alegoría. Pinocho de Collodi, por citar un ejemplo, en la novela se nos muestra a un muñeco diferente al tierno de la animación: es sarcástico, flojo e insolente, incluso con Gepetto, su creador.  Otro tanto vemos en cuentos de Perrault o Wilde, narraciones catalogadas de infantiles pero donde no faltan los asesinatos, el crimen o la traición.

El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett, se enmarca dentro de una tradición literaria que pone como énfasis la mirada de los niños sobre el mundo de los adultos, como David Copperfield (Dickens), Tom Sawyer (Twain) o Un Capitán de Quince años (Verne), en el que se contrasta la rigidez y parquedad de los mayores, (y todas las taras que podríamos achacarles, como terquedad, falta de imaginación, cobardía, visión acomodaticia de las cosas, etc.) frente al mundo de los niños, impregnado de magia, colores y matices. Mundos móviles en que los que el movimiento de una cortina producida por el viento puede ser el advenimiento de un fantasma, o la sombra que oscurece el sol un corro de ángeles.

El jardín Secreto cuenta la historia de Mary Lennox, una niña no deseada que nace en La India en una misión del gobierno inglés: su padre es diplomático y su madre una mujer frívola de alta alcurnia. Al poco andar del libro, la pequeña queda huérfana, y sin nadie que vele por ella, es enviada a Inglaterra, país que sólo conoce de oídas, y en el que será cuidada en una enorme y desolada mansión por su tío Craven, hombre oscuro que sus criados describen como triste y jorobado. La niña escucha comentarios nada halagüeños de los adultos que la rodean sobre su persona; opiniones sarcásticas que la descalifican por su figura, tosca y poco agraciada dicen, y que cuestionan su comportamiento, tachado (y con razón) de arrogante y engreída.

Pero el tono lúgubre y misterioso del libro se disuelve con el descubrimiento de otros personajes, como Dickon –un Huckleberry Finn a la inglesa- niño medio salvaje que se hace acompañar de animales y otras criaturas, y Collin, niño taimado y enfermizo que pasa los días encerrado en la soledad de su cuarto. Y por supuesto, la irrupción casi por casualidad de un jardín oculto, vedado a la entrada de cualquier visitante ¿qué lleva a que un paraje tan bello se mantenga bajo siete llaves? Es lo que debe descubrir el lector, misterio que no tiene nada que ver con una intriga policial ni con algo sobrenatural, sino más bien con las vicisitudes de la vida, con sus avatares y desaciertos.

Una figura importante de El jardín, que literalmente planea desde la mitad del libro en adelante y que por diversos motivos se nos puede escapar de la vista, es el petirrojo, pequeña ave de pecho colorado, que muestra el camino a la protagonista Mary, y que entre muchas cosas simboliza el paso del otoño (que es cuando se inicia la obra) hacia la primavera, el fin de la infancia y el comienzo de la pubertad, y el restablecimiento de la familia. No es casualidad que el petirrojo para los ingleses sea un ave mítica que simboliza la entrega de buenos mensajes, y que también tenga una reminiscencia trágica en el cristianismo, pues según la leyenda ésta habría quedado con el pecho herido y teñido de sangre al intentar quitar los clavos de Cristo.

La novela, escrita en 1910, rehúye los tópicos tan manidos como el  “cultívate a ti mismo” dando paso a una metáfora del jardín mucho más poderosa y sugerente que toda esa literatura basura new wave tan en boga. En el Jardín se nos muestran las diferencias de clases sociales, y la fractura casi insondable entre la percepción de los mayores y la soledad de los infantes, esa soledad y dificultad para hacer frente al mundo que solemos olvidar en la adultez, quizás por pensar erradamente que el mundo del niño se circunscribe totalmente en el juego, cuando también hay vergüenza, dolor y frustración.


Como dato anexo, el petirrojo para los ingleses es un ave de alto valor simbólico, sobre todo en épocas de navidad, donde suele aparecer en las postales, hecho que podría deberse a que los carteros de la época victoriana llevaban un uniforme de color rojo, y eran llamado popularmente como los Robins, en honor a los pajaritos (en inglés robin redbreast). Una leyenda asocia a estas aves con la crucifixión de Cristo,quien moribundo en la cruz, recibió una caricia de parte del ave aliviando su dolor, pero quedando ésta con su pecho manchado por la sangre. 


Fuera de estas consideraciones, la prosa de Frances bebe de la mejor tradición inglesa; es límpida, no abusando de barroquismos, o adornos innecesarios, ni se engarza en sentimentalismos baratos para transmitirnos sensaciones, y sus descripciones, que podrían ser naturalistas, no están exentas de suave poesía: 

“Aquella bóveda parecía altísima, y los pequeños nimbos se asemejaban a aves blancas que flotaban con las alas extendidas bajo el azul cristalino.  El viento soplaba desde el páramo en suaves aunque amplias ráfagas, y traía un aroma desconocido, una fragancia indómita, definida.” 

Leer las páginas de El Jardín Secreto es respirar y encontrarse con una bocanada de aire de la antigua campiña inglesa, con el fondo de una intriga que no parece salida de un cuento de hadas sino de la realidad desnuda, que de pronto se viste, de golpe en medio de una página, con la sombra de un pequeño petirrojo. 

sábado, 16 de diciembre de 2017

Moloch o la escritura megalítica de Calamares


Editorial Contracorriente. 
Moloch: Juan Calamares (Novela)
1era. Edición 2017. 386 páginas

¿De qué está hecha la buena literatura? De palabras, me respondería con aire cínico un transeúnte cualquiera que me escuchara formulando esta interrogante.  La pregunta que hago es tramposa,  porque nadie formula preguntas al azar sin conocer de antemano sus respuestas. Hago entonces la pregunta consiente de la trampa, o de los obstáculos que podrían surgir al realizarla. 

Postulo que Moloch es una obra mayor de la literatura, primero, porque tiene la gran virtud de engarzarse a los relatos monolíticos, aquellos tallados en la roca sobre los orígenes y los temores ancestrales de la humanidad, y segundo, porque en la  consistencia que Calamares edifica en su historia, en su mismo centro, ruge, como una bestia apocalíptica de múltiples cabezas, la confusión de nuestra era, la era del caos,  una época sin épica, en la que los metarrelatos están muertos y sepultados, los valores tradicionales cuestionados, y las ideologías enterradas y machacadas a martillazos por el Sacro Santo Capitalismo y sus Huestes capitaneadas por la Diosa Televisión, El Lord Cine Hollywoodense,  La Tonta Reina Música, La Gran Madre Internet y el pequeño farfullador y vociferante Celular, monstruosidad que se conecta con el falso éter de la red y que lleva sus terminales y sus centros nerviosos hasta nuestros corazones y cerebros.

Lo postulado me obliga a referir el argumento de la novela, no porque el argumento sea lo fundamental en una obra (hay muchas que apenas lo tienen, o están escritas prescindiendo de él), sino porque en la presentación de sus personajes, y en la sordidez de su propia acción narrativa, relucen las fortalezas del libro. Al entrar a Moloch olvídense de ambientes refinados, de situaciones forzadas a la comedia, de personajes cultos y delicados,  y de todas esas situaciones que tanto abundan en las novelas pequeñoburguesas que tienen como eje los divorcios, las disputas inmobiliarias o familiares, los conflictos enmarcados en la teoría de género y toda esa miseria psicológica que con tanto brío escritores subvencionados o amparados por grupos acomodados ejecutan.

Moloch tiene la extraña particularidad de apropiarse del folletín y de los recursos de la literatura chatarra para contarnos una historia; hay un psycho killer, una mujer en aprietos que arranca de un perseguidor implacable, grotescos adoradores de una fe extinta, y lumpen a raudales. La particularidad es extraña, reafirmo, porque no se queda simplemente con estos elementos, como lo haría un buen o mal best-seller,  sino que empuja estos mismos recursos y los lleva más allá,  incorporando otros materiales, como el delirio bíblico, las descripciones cosmogónicas, el uso de frases largas que dejan sin aliento, el turbulento afluente de personajes, puntos de vista  y situaciones escabrosas que conforman esta novela río. Lo carnavalesco que podría traducirse en la celebración de la vida, se deslinda hasta lo monstruoso, cuando por ejemplo, en una parte del libro aparece uno de los tantos personajes que habitan sus páginas, y es descrito de esta forma:

Era aquel un hombre pájaro. Las mejillas le habían sido arrancadas por el cobarde ataque de su mutilador y tenía pedazos de su cráneo expuesto, tapados por piel cosida toscamente. Toda la cara era un despojo, rehecho a medias con injerto de piel desvencijados, como un Frankenstein tercermundista. Era aquel un hombre como un pájaro, un gran pájaro, de una especie inventada por un visionario o un loco, que descendía, eso sí, de la rama pleistocénica, en la que el pájaro aún no remontaba el vuelo, e iba por ahí dando saltos sin sospechar que un día aquel salto lo llevaría a las alturas y lo convertiría en el amo del cielo.
Frente a los derroteros de una novela normal y del montón, de aquellas que se encarrilan hasta el final jugando un solo juego, Moloch emprende una fuga en la que entra en conflicto lo racional con el absurdo, lo criminal con lo angelical,  lo onírico y lo imposible con lo verosímil,  contaminando su linealidad con elementos que terminan por colapsar y desbordar la realidad misma que nos describe, escapando su narración hacia fronteras insondables que estremecen. El narrador describe lo que ve un personaje, pero lo que ve el personaje desencaja con la visión común que podría inspirar el hecho de mirar un simple paisaje, como en este caso la cordillera:

Vio montañas milenarias, montañas con rostros, montañas que parecían obra de dioses, pero de dioses ocultos y extraterrestres, de mundos dormidos o vivos y en plena ebullición. Mundos con moradores gigantes, con guerreros que habían lanzado sus enseres a la tierra por puro aburrimiento.
Moloch levanta un mundo escondido, que podría estar alojado secretamente al doblar en una esquina cualquiera o al final de una calle, al adentrarnos por el callejón de una ruinosa construcción. Es como si detrás de toda escenografía barata, postales turísticas nauseabundas e inhumanas que abundan en las películas comerciales y en los malos libros de viaje, se erigiera en sus orillas un mundo en descomposición edificado sobre las ruinas de otro mundo, más antiguo e incomprensible y terrible que el nuestro.

Deambularon por extraños pasadizos de roca que parecían testimonios bíblicos de antiguas ciudades destruidas por la ira de dios. Cerraron las ventanas y escudriñaron los alrededores, como aborígenes maravillados ante un barco europeo. Se sintieron desolados y confusos y no se dijeron palabra.
Si los elementos principales de Moloch son folletinescos, y los complementos que sustentan su materialidad están recubiertos de misticismo y paranoia, la prosa de Calamares tiene un elevado valor por su estilo. Su valía radica en el uso de frases largas, construyendo una sintaxis peculiar, reiterativa y volcánica, pero sin muletillas, quizás como lo mejor escritura de Carlos Droguett o la reverenciada maestría que exhibe Faulkner. Es como si las palabras de esta novela salieran de una profunda herida y la sangre manara a borbotones, sin poder detener la hemorragia.

Era de noche y la luna resplandecía enorme en el firmamento y las caras de los hippies estaban iluminadas por la luz blanquecina del astro, como las caras de los médicos en la morgue y Sampano lloraba y pedía piedad, pero los hippies no lo escuchaban y danzaban a su alrededor y Hans se tomaba el mentón decidiendo qué parte de Sampano se comería primero y las gemelas se besaban y se chupaban sus propios pechos y aquello parecía una escena del pasado y ninguno, salvo Hans, sabía que estaban siendo dominados por una fuerza más antigua todavía, más cruel que la propia naturaleza.
Harold Bloom edifica su canon occidental a partir de Shakespeare, derivándose de ahí una tradición que tiene sus raíces en los relatos bíblicos y en las obras homéricas, y que por el tiempo se ramifica en otras obras monumentales como La Eneida de Virgilio,  La Comedia de Dante o Los Cuentos de Canterbury. Todas las obras que integran su canon (aunque para ser honestos no están todas las que como lector quisiéramos), dialogan con esta tradición, aportando un elemento o actualizándolo por medio de la inventiva. Pueden haber miles de argumentos para desacreditar la visión de Bloom ¿cuáles? A mí no me interesa citarlos, pero sí esgrimo una razón importante para considerar la perspectiva que nos entrega el crítico: hay tantos buenos libros para leer, que parece un despropósito perder el tiempo leyendo obras mediocres. Nuestra esperanza de vida no suele sobrepasar los 80 años, y los libros imprescindibles, esos libros que sobreviven generación tras generación y que siguen resonando con su eco en nuestro presente y en el porvenir, son la prueba manifiesta de que el tiempo los ha pulido como una lanza, llegando intactos, o hasta mejorados, a nuestras manos.

Y volviendo a la pregunta del comienzo ¿de qué está hecha la buena literatura? Yo agregaría que además de palabras, está hecha de piedras, porque antes que el grito o el beso, la manifestación primigenia de la humanidad (y esto lo saben muy bien los arquitectos y los geólogos), la primera comunicación del hombre con el universo apareció con el avistamiento de piedras, por medio de construcciones megalíticas como los menhires, o los dólmenes, o las rocas diseminadas por el paisaje producto de alguna erupción volcánica, rutas y formas que señalaron al hombre que antes de su existencia hubo algo más tremendo, hondo y terrible que su presencia en esta Tierra, una época perdida en que desfilaron los primeros dioses, las primeras tumbas y los primeros caminos. El lenguaje en la literatura, para acercarse a lo sublime, debe tener la fuerza necesaria para horadar en el misterio que nos oculta la piedra.  Y para fortuna nuestra, Moloch se erige como una montaña de músculos ante el esquelético panorama de la literatura chilena.


lunes, 11 de diciembre de 2017

Androides, cyborgs y computadoras monstruosas

*Texto leído el 17 de diciembre de 2016 en la Biblioteca libre por motivo del lanzamiento de Hamellion.






De un momento a otro, todos nos hemos vuelto cyborgs. Recordemos que la palabra cyborg es un acrónimo en inglés el cual deriva de una contracción de las palabras cyber y organism, o sea organismos cibernéticos. El concepto es anterior al real advenimiento de estos entes, idea que nació y se desarrolló con nuestros padres en los lejanos años 60, para explotar en las redes de la ficción durante los 80, principalmente en la televisión, el cine y la música, con toda la poética siniestra que tienen estas criaturas, o mejor dicho creaciones.

Surgen dos preguntas. O varias. Pero la más urgente de responder es ¿por qué doy inicio a esta presentación afirmando que todos somos cyborgs? Y también, ¿Qué tiene que ver esto con la novela que hoy estamos presentando? La segunda pregunta es la más obvia y rápida de responder. Sin adelantar detalles de la trama, que a mi juicio es lo menos importante en un libro (tema que no trataremos aquí), la composición de esta novela que escribí rescata en gran medida el espíritu de la ciencia-ficción ochentera, esa que digerimos con entusiasmo cuando éramos niños o adolescentes, y que tuvieron como punta de lanza un buen puñado de películas como AkiraRobocop o Alien, o novelas como Neuromancer o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, las que compartían varias características puntuales-además de la presencia de cyborgs- como estar ambientadas en mundos asfixiantes y dominados por grandes corporaciones, territorios cerrados que eran asediados fuertemente por la tecnología, a tal punto que la piel y el metal formaban unidades simbióticas, llegando incluso a la dificultad de separar la noción de lo humano con la de no-humano. ¿Dónde empieza la máquina y dónde termina la carne? Parecen interrogarnos estas creaciones.

Les voy a contar sobre mi experiencia personal, que puede parecerse a la de muchos de ustedes. Tenía poco más de seis años cuando vi por primera vez Robocop, película que me marcó a tal nivel, que en los recreos y en las clases del colegio no podía dejar de dibujar e imitar a este policía metálico, sintiendo una fascinación al borde de lo enfermizo por este hombre tieso y duro que no escatimaba en recursos a la hora de liquidar a sus rivales. Aún recuerdo cuando deslizaron la cinta de VHS en la videograbadora en una reunión familiar, mis padres me habían advertido que se trataba de un material violento, no apto para niños, pero ante mis pataletas infantiles, ruegos y lloriqueos, me sentaron y me dejaron ver la película. Aún recuerdo el comienzo, con la persecución policial a los delincuentes del film, y la siguiente escena, que mostraba algo así como una industria abandonada o quizás el cuartel de los bandidos. El comienzo de la película prefigura el resto de la historia: industria, criminalidad, estado policial, paranoia. El primer impacto visual que recibí al visionar la película, de los muchos momentos que se ven en la cinta, fue la cruel mutilación y humillación que recibía el policía protagonista, un servicial y simpático personaje llamado Murphy, el que es destruido en cámara, planos medio y detalle de por medio, sin ninguna clase de censura y miramientos, mostrando de forma muy gráfica su agonía. Como si su director, riéndonos en nuestras caras,  nos preguntara: ¿es reversible el estallido de un brazo o de una pierna? Ahí entendemos que ese hombre agónico, maltratado como a un Cristo crucificado, será la nueva unidad de combate que servirá al Estado, tras ser fusionado con un sistema altamente robotizado, para convertirse en el policía del futuro.

Hay otros recuerdos, otras películas, como el T-800, que en el fondo era una férrea construcción esquelética de metal enfundada en carne humana, que venía del futuro para liquidar a Sarah Connor, la madre del líder de la resistencia, John Connor.  Recuerdo también el poderoso brazo biónico del protagonista del animé Cobra, un mercenario que escondía debajo de su mano ortopédica su Psicoarma, un cañón láser con el cual barría sin piedad a sus enemigos.

Otra anotación: una de las escenas que más shock, miedo y extrañeza me provocó en mi niñez, fue una que aparece en Superman 3, la clásica con Christopher Reeve, cuando en un momento una mujer es atraída por una gran computadora, y transformada en pocos segundos, en un ser compuesto por aleaciones de metal y cables, con unos ojos aterradores sin vida y unos movimientos espasmódicos que fueron mi gran pesadilla.

La idea de los cyborgs no es nueva; tiene su correlato en los antiguos mitos de los seres mitológicos como el kraken, los sátiros o las hespérides, seres que causaban miedo y fascinación porque representan de forma profunda al Otro, a lo raro, erigiéndose así estas figuras como una especie de guardianes que separaban, delimitaban, los umbrales entre la realidad y la fantasía. Estaban ahí para recordarnos los límites de la humanidad, que el más allá era una realidad vedada, como una metáfora de que la verdad estaba oculta, alejada. Más adelante, en la tradición judía aparece la figura del golem, un ser construido a base de arcilla, que originalmente fue creado por un rabino para proteger al gueto de Praga de ataques antisemitas, y luego está la criatura creada por el doctor Frankestein, la cual se componía de fragmentos de muertos, anticipando la llegada de la cibernética y la robótica, pero también para remarcar la idea de lo peligroso que es para los humanos el hecho de jugar a ser dioses.  

El cyborg nos causa estupor, principalmente por el hecho de que es una cosa inanimada que busca imitar a la humanidad de la forma más real posible. La ficción nos muestra al cyborg con esa sugestiva “inercia viva” o “vitalidad enchufada”, que parece destellar en los ojos, como si estuvieran y no estuvieran a la vez, dando la impresión de que son maniquíes animados por una inteligencia fría. Son cosas que han devenidos en ser, marionetas que cobran existencia al tener conciencia de sí mismas. Y no me parece aventurado arriesgar que los cyborgs ya están entre nosotros, saltando a la realidad de forma tangible, como por ejemplo cuando viajamos en Metro y vemos a alguien ensimismado en sus procesos mentales, con el rostro y los ojos idos, como si estuviera en otra parte. Súmenle si esa persona lleva audífonos conectados a su celular; nuestra percepción fácilmente es capaz de generar una impresión, nada abstracta, de que estamos ante un ente animado por energía artificial.

Pero tampoco nos engañemos: hemos hablamos de los gestos, y los gestos son sólo la superficie de la actividad humana. Hay que rascar, mirar más abajo. Debajo está eso que no podemos ver a simple vista, que es la operación de la ideología dominante, con sus maneras de ser y hacer tipificadas en formato de manual para la correcta organización e higiene de la sociedad. A diario, ya lo vemos todos, proliferan y se fortalecen las redes sociales y los medios de comunicación como el Whatsapp y el Facebook. Cada vez que nos levantamos temprano dejamos sincronizado el reloj de nuestro móvil, quien nos ayuda a despertarnos, el que también nos ayuda a orientarnos cuando consultamos mapas vía satélite. Personas que han perdido extremidades ahora acceden a prótesis robóticas, algunas incluso hechas en impresoras en 3D cada vez a menor precio, y las diversas fallas oculares ya pueden ser corregidas por medio de máquinas láser. Si vamos a los extremos, nuestra dependencia con la máquina, con la tecnología, es absoluta. Dependemos de los refrigeradores, de la luz eléctrica, ni qué decir de los computadores, todo, para que la vida como la conocemos pueda existir. O mejor dicho funcionar, porque estamos en un estadio en que las cosas existen de forma simulada o artificial, y la frase “la vida existe”, ha dado paso a la siguiente. “la vida funciona”. ¿Somos o no somos cyborgs entonces?

Novelas clásicas como “Un Mundo Feliz” o “1984” internaron prever los alcances de  cómo sería vivir en un mundo totalitario regido por tecnología de punta. “Neuromante”, llevó el mundo de los hackers al paroxismo de retratar una sociedad acoplada al ciberespacio, mostrando que la navegación en esta clase de Internet estaba poblada por ladrones y mercenarios de la información, capaces de poner en riesgo su sistema nervioso con tal de conseguir sus objetivos, describiéndose un ambiente cada vez más enrarecido, en el cual las fronteras del mundo real y virtual amenazan con disolverse.

“Hamellion” no espera descubrir la pólvora o inventar la rueda. Fue concebida como un tributo a mi niñez, pero sobre todo a los años ochenta, tiempo en el cual tuve mi primer contacto con la realidad en una época oscura, pero paradójicamente luminosa, en la cual se ensayaba de forma sistemática la demolición del pensamiento políticamente correcto, la autocensura no existía, y en los dibujos animados que veíamos los héroes fumaban, eran mujeriegos o estaban locos, como el extraño Inspector Gadjet y su sobrina Sophie, o el evidente militarismo que ensayaba Rayo de Plata de los Halcones Galácticos, líder de un escuadrón de humanos biónicos que luchaban contra la mafia de Monstruon en la Galaxia del limbo.

La invitación queda abierta. En el mundo de Hamellion las corporaciones lo dominan todo, los cyborgs están ya en todas partes, los animales domésticos han sido reemplazados por copias robóticas. Y también, en algún recodo del libro, se esconde el proyecto siniestro de unos hombres que buscan suplantar esta vida por una realidad virtual perfecta, en la cual todos podamos ser dueños de nosotros mismos, de nuestros destinos.
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